Julieta Vinaya Ajhuacho murió este domingo, enferma y desgastada después de 10 años de peregrinar por los pasillos de juzgados y de la gobernación, encabezar marchas y buscar la verdad sobre el crimen de su hijo Atahualpa Vinaya.
El calvario de Julieta comenzó el 16 de junio de 2008, cuando el cuerpo de su hijo Atahualpa Vinaya, de 18 años, quien cursaba el último año del secundario, apareció en un camino de tierra, a las afueras de Viedma, Río Negro, en la zona de la Planta Trasformadora de Electricidad. Estaba muerto y tenía un tiro en la espalda.
Sobre el crimen de Atahualpa, el periodista Cristian Alarcón escribió la crónica “¿Quién mató a Atahualpa?”, incluida en el libro “Un mar de castillos peronistas” (Marea Editorial, 2013), que aquí reproducimos.
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¿QUIÉN MATÓ A ATAHUALPA?
Hasta poco después de cumplir los cien años, Nicolasa Collil, mapuche nacida y criada en Yaminué, línea sur de Río Negro, solía levantarse al alba para mirar desde la ventana de su casa, en la meseta, el andar lento de Atahualpa, su bisnieto. A esa hora en que todavía la oscuridad le gana a la luz del día, el muchacho, un mozo alto y morrudo, partía hacia los cerros a buscar las ovejas de la familia junto a su tío Servilio. Atahualpa Martínez Vinaya había aprendido la filosofía mapuche de su familia paterna, y la aymara, de su familia materna: adorar la tierra, respetar la naturaleza, comprender los silencios. Ser uno con el otro, ayudar al que lo necesita, proteger al débil, rebelarse ante el poder. Y había conocido tan de cerca ese campo yermo de su familia, que podía saber al escuchar el viento, dónde estaban pastando los animales y distinguir entre las ovejas, a esa de la mancha en el cuello que faltaba, buscarla en los recodos imperceptibles del desierto, hasta pillarla enterrada en el barrial de un arroyo, un día después.
Los amigos de Atahualpa, los compañeros del quinto año que cursaba en Viedma, su hermana, algunos de sus vecinos, lo buscaron la mañana en que desapareció. Ese 15 de junio Atahualpa había salido a bailar con su amigo Juan Pablo, de raíces mapuches como él, y vecino de su cuadra, en el popular barrio Mi Bandera. Con Juan Pablo y otros veinte del barrio se juntaban cada tanto en el comedor de su casa. Ata era el que organizaba y ordenaba el volumen de las pastas, el sazón de la salsa, la repartija de tareas. Desde muy chico había sido un líder carismático y entrador, pero fue en la secundaria cuando su carácter conquistó el cariño de los que lo tenían cerca. Atahualpa era quizá el más callado, y al mismo tiempo uno de los más decididos. Sorprendió a todos cuando meses antes de esa mañana de miércoles se organizó con otros del Mi Bandera y tomaron los terrenos de un basural para fundar un nuevo barrio: el 30 de Marzo. Su desaparición duró horas. Pasado el mediodía un hombre vio su cuerpo tirado cerca de otro basural, en el camino que sale de Viedma hacia la vieja estación de trenes, a unos cinco kilómetros del bar aquel. Alguien lo había tirado en el descampado. Alguien le había dado un tiro por la espalda. Llevaba seis horas muerto.
Los últimos pasos de Atahualpa fueron junto a Juan Pablo, un pibe que puesto a declarar en la justicia juró que no vio nada, que no sabe, que ni idea. Lo cierto es que juntos esa noche fueron a bailar, y cuando salieron del boliche, como les dio hambre, pasaron por el pub Mi Loca a comerse una pizza. Se sentaron en la barra. En determinado momento, cuenta Juan Pablo, él fue al baño a mear. Cuando regresó –demoró menos de cinco minutos, claro– Atahualpa Martínez Vinaya había desaparecido. Lo esperó, dice. No pudo llamarlo a su celular porque Ata se lo había olvidado en su casa. Tampoco se le ocurrió llamar a Julieta Vinaya, la mamá de Ata, ni a la hermana. Simplemente se fue a dormir. En el pub había dos empleados adentro, y un tipo de seguridad en la puerta, un expolicía. Claro: tampoco vieron nada. Juran que ellos nunca se enteraron de que alguien se lo llevó de allí –probablemente en un auto– y que luego, a sangre fría, le dispararon un 22 corto, justo del lado del corazón, casi apoyando el arma en el omóplato, para que la bala entre impiadosa, y se aloje al final del corto y seco recorrido en el centro del pulmón.
Julieta Vinaya estaba fuera de Viedma: había viajado a Rosario para el homenaje al Che Guevara, ídolo de toda la familia. Su hijo, un militante de la tierra para todos y de la recuperación de la identidad mapuche que soñaba, obsesivamente, con marcharse a Cuba para estudiar medicina y volver a trabajar en los parajes de la línea sur. Ata había heredado sus ojos, su sonrisa de blancura nívea, la piel, y ese compromiso con lo social que lo llevaba a emprender causas como la de la toma del 30 de Marzo donde le había conseguido un terreno a su hermana Ayelén, mamá de su sobrino de tres años. Julieta le había comprado un libro sobre el Che, otro con experiencias de jóvenes formados en Cuba, y hasta se había sacado fotos con los hijos del guerrillero heroico solo por su encargo. Cuando el 15 de junio la llamaron para decirle que su chico había tenido un accidente y debía volver a casa urgente lo imaginó metido en un lío, como mucho internado en terapia. Ya iba por Buenos Aires cuando se lo dijeron por teléfono:
–Lo mataron, le pegaron un tiro a Atahualpa.
Julieta Vinaya tiene ahora 43 años, es una mujer aymarahija de una boliviana que crió seis propios vendiendo limones frente a un supermercado. Es una mujer culta y delicada, vital, optimista. Es hermana de un fotógrafo de la Villa 31 que tenía amistad con el padre Carlos Mugica. Ella misma lo conoció cuando era una niña, durante una de las últimas misas que el cura dio en la villa. Su cristianismo tercermundista la llevó a marcharse a los quince años a Viedma para estudiar para ayudante de laboratorio en un terciario, quería trabajar en la salud. Comenzó a dar clases en una capilla, y se enamoró de un compañero catequista, el padre de Ata. A los dieciocho ya estaba casada. Al poco tiempo de nacidos sus dos hijos quiso alejarse de una relación en la que el maltrato se hacía cada vez más frecuente. Con el paso del tiempo terminó especializándose en el trabajo con mujeres víctimas de violencia de género. Cuando se metieron con Atahualpa, ese morochito de barrio, y lo creyeron una víctima más en una lista larguísima de muertos rionegrinos caídos en los últimos veinte años,no sabían los asesinos que se metían con esta mujer hecha de barro y de fuego.
En el crimen de Atahualpa la policía de Río Negro se ha comportado tan sucio como en los otros crímenes impunes de la provincia radical. La rionegrina es la Bonaerense de la Patagonia. Las tretas para ocultar pruebas y sobre todo para malograrlas son como un vademécum conocido por los ciudadanos que la miran con la desconfianza lógica. Como en el caso de Miguel Bru, como en tantos otros, lo primero que hicieron fue investigar a la víctima, y pretendieron hacer del caso un asunto “pasional” y luego uno “de drogas”. A cualquier joven de la Argentina moderna que consume para divertirse podrían haberlo manchado más fácil. Solo para dar un ejemplo de la torpeza policial y judicial: el pub Mi Loca fue allanado recién después de un año del crimen.
Julieta Vinaya se reunió hace más de un año con la presidenta Cristina Fernández. Fue durante una visita protocolar a Viedma. La siguió con los carteles encendidos por la sonrisa de su hijo por cada uno de los actos en los que Cristina hablaba. Se hizo notar hasta que la presidenta le dio una cita. En esa reunión, Cristina preguntó qué pensaba, que quiénes podrían haberlo matado, de quién desconfiaba. Sentada al lado del gobernador Miguel Saiz a Julieta le dio pena, vergüenza, cortedad, y solo dijo “sospechamos de todos”. Pero no. Julieta Vinaya sospecha de algunos: sospecha de la policía, de la vinculación de la policía con el tráfico y la trata de personas, de las mafias que en Río Negro parecen tener más poder que una madre en lucha. Y ahora, más concentrada, más madura, más acompañada, lo dice sin ambages, en su provincia la policía es la principal sospechosa. Lo dice y lo dirá, el 15 de junio, cuando se cumplan los tres años de la muerte de Atahualpa y en Viedma comience un festival de tres días con este caso y decenas de otros casos impunes como estandarte de denuncia. No será la primera marcha que encabeza Julieta. Lo ha hecho desde el comienzo.
Todavía recuerda a su tío Servilio, que llegó a la capital provincial para pedir justicia para su fiel compañero de pastoreo. Lo ve perdido intentando comprender el caos del grito, la masa encendida, el odio a los asesinos, el amor por Atahualpa, vuelto emblema de una lucha. Lo ve lejos de la estepa, de las ovejas, del viento, como escuchando de dónde sopla, para saber hacia dónde caminar junto al andar lento de Atahualpa.