Por Daniela Rea – Cosecha Roja.-
“Sólo tu corazón salvaje, forjado allá en la agreste serranía que desde tiempos inmemorables habita el pueblo me´phaa, los hombres y mujeres del fuego, sólo tu corazón y tu pueblo comprende a profundidad lo que esta disculpa significa. La reunión de lo que quedó separado hace años, de lo que tanto duele. La sangre tibia vuelve a correr”.
Abel Barrera, director de Tlachinollan.
México.- Cuando Valentina Rosendo Cantú fue violada por dos militares, allá en el año 2002, se dividió en dos Valentinas. Una se quedó en la sierra de Guerrero lastimada, vejada, abandonada por su esposo. Otra salió a la ciudad, aprendió a hablar español e inició el andar para buscar justicia.
Luego de 9 años, el jueves 15 de diciembre, el Estado Mexicano le pidió perdón. No sólo por la violación, también por amenazarla para que desistiera de la denuncia, por la impunidad, por llamarla mentirosa. La ceremonia estuvo encabezada por Valentina, su familia y la organización Tlachinollan que llevó el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Por parte del gobierno, el secretario de Gobernación cumplió con la disculpa pública y reconocimiento de responsabilidad, como lo ordenó la CDH en su sentencia contra el Estado mexicano.
“Me siento distinta, me siento fuerte, me siento todo, todo, todo lo que se puede ser”, dijo ella orgullosa, radiante.
El gobierno le prometió justicia. Pero en su lengua me´phaa la justicia es una palabra que está conformada por tres palabras: el perdón público, el castigo y la reconciliación. Lo que ocurrió ese jueves fue apenas el perdón. Valentina aún espera volver a su comunidad, reconciliarse con su pasado.  Por fin las dos Valentinas que fueron separadas volverán a estar juntas.
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Era febrero del 2002 y ella tenía 17 años. Valentina lavaba ropa en un río del pueblo Barranca Bejuco cuando un grupo de soldados se acercaron, le mostraron la fotografía de un hombre y le pidieron identificarlo. Ella no lo conocía. De inmediato un par de uniformados comenzaron a violarla. Otros rodeaban la escena y se divertían como si presenciaran un espectáculo.
Valentina caminó 8 horas con su hija de 3 meses en brazos para llegar a un hospital en Ayutla porque el doctor de la clínica local no quiso meterse en problemas con los militares. En los juzgados ignoraron a esa mujer que no sabía español. En la comunidad las autoridades le decían que si no cancelaba la denuncia, ya no habría apoyos para los indígenas.
A Valentina la comunidad la culpó de que los militares rondaran con las armas empuñadas, le llamaban “la mujer de los wachos (militares)” y su esposo no pudo con eso. Un año después de la agresión le dio un billete de 50 pesos y le dijo “me voy, ahí te quedas”. Las abandonó.
“La Valentina de la comunidad está triste porque no creen su palabra”.
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En la ciudad, lejos de sí, Valentina se encontró sola. Sin casa. Sin trabajo. Sin dinero. Avergonzada. Culpable. ¿Por qué se atrevió a denunciar a los militares? ¿Para qué abrió la boca? ¿Para ser humillada, para le llamaran mentirosa?
Basta de lamentos, pensó, a trabajar. Un turno, otro, uno tercero limpiando casas. Yenis, su hija, necesitaba comer.
Encaminada, esta mujer indígena nacida en el lugar de los hombres de fuego, aprendió a hablar español y con el apoyo de la organización Tlachinollan continuó con la exigencia de justicia. Se inscribió en la escuela, terminó la primaria, continuó con la secundaria y pronto espera convertirse en enfermera.
Valentina es una mujer de sueños y el más próximo es volver a la Montaña de Guerrero y atender a las mujeres, para que no mueran en el parto.
“Nunca me encerré en un un cuarto, nunca me tiré en un puente. No se queden callada, es más doloroso que seguir luchando. Más cuando tiene familia, maridos que abandona, pero es mucho más complicado callar que seguir luchando”.
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La otra Valentina estaba atrapada en su comunidad, clavada en la montaña de Guerrero, un lugar habitado por la reserva moral del país, pero también por la militarización, la miseria, el despojo.
No hablaba español y vivía cuidando a sus padres. Como las otras mujeres no tenía doctor, ni medicinas, ni escuela. Tampoco hombre y a veces, cuando veía a las otras mujeres, creía que vale menos.
Valentina necesitaba a su Valentina. Recibir su ternura, su abrazo, sentir confianza. Cuando la reencontrase, le entregaría su origen. El que cada día de estos años cuidó, cultivó, procuró.
“La Valentina de la comunidad cuidó su lengua, su origen, tradiciones, sus papás, la tierra donde nació. Todo se lo va a dar cuando se encuentren”.
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A Valentina, la de la ciudad, le gusta escribir.
Cada día, dice, apunta pensamientos, miedos y alegrías en su diario. Lo hace desde el año 2003 y a la fecha tiene 15 cuadernos tamaño profesional que algún día espera se convierta en un libro para ayudar a otras mujeres a tomar valor.
Sabía que el Presidente no le pediría perdón, sino un funcionario menor, y ni hablar, él se lo perdía.
“No quiere estar porque no quiere aceptar, pero no importa. Ya le dimos una lección al gobierno”, presumía orgullosa.
Desde su comunidad vinieron sus padres, su hija y otros compañeros. Ella vestía un traje típico y habló en su lengua me’phaa.
 “Para mí va a ser muy importante y muy importante para muchas mujeres indígenas como yo, van a saber, va a saber gobierno que no pudo pachurrarme y que me pude levantar de es pachurrón que me dio y para mí es muy importante”.
Antes de que terminara la ceremonia, advirtió a los medios, a las autoridades: su lucha no ha terminado.
“No, todavía no. Todavía sigue porque todavía están los responsables afuera, todavía no están donde deben de estar. Pero estamos poco más de avance y hay esperanza”.
Valentina le dio esperanza a este país que parece no tener horizonte.

 

Foto: The Prisma