Por Mauricio Mendoza
Nadie sueña con vivir en un albergue. Y sin embargo, las personas que viven aquí han pasado gran parte de sus vidas en espacios reducidos, sin cuartos independientes ni privacidad: se nota en sus miradas claustrofóbicas. Muchos provienen de esos grandes y derruidos inmuebles coloniales que en Cuba se les llama solares. En este lugar no abundan los altos grados escolares; pues cuando la pobreza y el hambre invaden, la filosofía que importa es sobrevivir.
Este albergue que sus ocupantes han bautizado “La Aldea”, como casi todos los albergues, está compuesto de diminutos cubículos continuos donde el Estado asume que puede convivir un núcleo familiar de hasta seis personas. En los exteriores, los pisos son polvorientos y las calles agrietadas y sin vestigios de asfalto; en el interior, una mezcla de cemento semipulido cubre los suelos. Ningún político o funcionario con elevado cargo público registra alguna de estas casas, que oficialmente se nombran como “Comunidades de Tránsito”, pero cobijan familias que batallan contra la incertidumbre en una espera indefinida.
Las personas que se ven obligadas a albergarse lo hacen con la expectativa de que sea por un tiempo prudente hasta que el Estado les asigne una vivienda propia. Pero en esa espera, los interiores comienzan a llenarse de fotos familiares, adornos y otros objetos que dan la sensación de hogar definitivo. Hay familias que llevan más de veinte años viviendo en La Aldea. Muchos han nacido, se han casado y han tenido sus hijos aquí.
En el recibidor de apenas dos metros de ancho por cuatro de largo, Ángela Herrera tiene un televisor que enciende al mediodía para ver el noticiero. Rara vez las noticias hablarán de su situación como albergada, que ya lleva para cinco años. De su cuarto de aproximadamente siete metros de largo por cuatro de ancho, donde se acumulan la sala, el dormitorio, la cocina y el baño. De la especie de biombo precario, conformado por telas y recortes de madera, que divide la sala de los otros espacios. Del sofá, el par de sillas y el dplit de aire acondicionado capaz de enfriar en las noches todo el perímetro del local: los demás objetos que componen la saleta.
A sus cincuenta y seis años Ángela aún desanda caminos. Nació en Morón, un pueblo situado en la provincia de Ciego de Ávila, al centro del país. A los ocho años, siendo una niña, se trasladó con su familia a Cienfuegos. Allí vivió su vida hasta casarse, tuvo hijos y también se separó. Las separaciones estampan el fin de un ciclo y el arribo a nuevas rutinas. Para Ángela significó conocer a su actual esposo y emigrar juntos a la capital. Centro Habana fue la ubicación de estos peregrinos.
Al distrito limitado por las calles Zanja, Belascoaín, Galiano y San Lázaro, rociado por el salitre y las brisas del Malecón, se le conoce como San Leopoldo. Las grandes casas de ese barrio fósil, alguna vez habitadas por la aristocracia citadina, hoy conforman solares -muchos en peligro de derrumbe- fraccionados en pequeños cuartos. Es un barrio lleno de folclore y tradiciones africanas, donde Ángela vivió de manera ilegal durante veinte años. En 2016 su solar se desplomó como muchos, por la falta de mantenimiento. “Nos llevaron primero para La Villena, una escuela en Santiago de Las Vegas, donde estuvimos un mes. Después nos trajeron para este albergue y hasta el sol de hoy”.
Al Este de La Habana, entre los límites del reparto Bahía y Guanabacoa, se encuentran los albergues de Habana Vieja, el lugar donde trasladaron a Ángela y su familia. En estas cuarterías reciben alojamiento las personas que residían mayormente en Habana Vieja y Centro Habana. Diecisiete naves divididas en cubículos donde doscientas familias viven apretadas como sardinas en latas de conserva. En “La Aldea”, las cocinas y baños se mojan en los días lluviosos, y las tejas de fibrocemento utilizadas para la fabricación de los techos, que están a poca altura del suelo, provocan un efecto parecido al desierto:
—En tiempos de calor hay calor, y en los de frío hay frío –describe Ángela, lejos de las metáforas.
A finales de los años ochenta, con el estallido de la Unión Soviética que sostenía el socialismo tropical de Cuba, se instauró el “Periodo Especial” y comenzaron a emerger paulatinamente comunas de albergados por todo el país. Ciento cuatro de esos asilos están situados en La Habana; el 26 de enero de 2020, antes de la llegada a la isla del coronavirus, el gobierno cubano anunció mediante la Agencia Cubana de Noticias (ACN) un plan de reconstrucción.
En un informe de la Organización Panamericana de la Salud (PAHO) que pone el foco sobre los “Albergues Temporales” en Cuba, se explica que “el funcionamiento de los albergues debe contar con la organización de los servicios generales que garanticen las condiciones imprescindibles para la estancia en ellos”. Sin embargo, la realidad de esas estructuras es muy diferente. Los alcantarillados de aguas albañales permanecen desbordados gran parte del año, hay criaderos de mosquitos e insectos, y atraen roedores.
Las instalaciones de agua potable sufren filtraciones y en ocasiones averías que la mezcla con las residuales.
El fin de semana del 8 de enero de 2021, una veintena de residentes del albergue Bahía-Plaza –aledaño a La Aldea- iniciaron una protesta para exigir el traslado a un lugar en mejores condiciones, y la entrega de viviendas propias. “Al lado de las naves donde vivimos están construyendo un edificio para los trabajadores de la Empresa Eléctrica; también hay edificios vacíos nuevos en Cojimar que son para los militares, y a nosotros, que llevamos años entre ratones y mosquitos, en casas que se mojan y te coge la corriente, no nos dan nada. Estamos cansados de ir a todos los lugares posibles y que al final nunca nos resuelvan”, decía Lourdes Quintana, madre de cinco hijos.
Un informe reciente del Ministerio de la Construcción indica que al final de abril de 2021 se terminaron de construir 5791 viviendas a lo largo del país, que serán para varios sectores, entre quienes se incluyen las personas subsidiadas y los albergados. Según el reporte, esta cifra de construcciones representa el 13% de lo previsto en el plan de construcción para este año. Esos números fueron anunciados en mayo de 2021, durante la emisión del Noticiero Nacional de la Televisión Cubana, pero no se especificó cuántas viviendas se prevén para cada sector.
A pesar del deterioro, los habitantes de “La Aldea” nunca se han lanzado a la calle: “Nosotros actuamos como personas civilizadas, porque al final te digo que yo nací con Fidel y este tamaño se lo debo a Fidel. No somos contrarrevolucionarios y estamos con esta Revolución. A mí por lo menos, particularmente, me encanta el presidente Díaz-Canel. En realidad, lo que yo quisiera es que él viniera a ver cómo es que viven las personas en el albergue”, se esperanza Ángela.
Joel Muwanga nació en Kampala, Uganda, un país sin litoral ubicado en África Oriental. Fue el segundo hijo de la pareja formada entre un joven ugandés, estudiante de Ingeniería Agrónoma en Cuba, y una muchacha cubana que cursaba Comercio. Sus padres se separaron cuando él había cumplido 12 años. Su madre tomó el primer vuelo a Cuba y se volvió con él. Nunca más vio a su padre.
Se instalaron en la calle Aponte, un pasaje de La Habana Vieja, pasaron un tiempo por el barrio de Guanabacoa y terminaron junto a los albergues, en el “llegaypon”. “Esto eran terrenos vacíos donde la gente que no tenían casas venían y se plantaban. Por eso es llega y pon. Hicimos una casita de madera y de la casita de madera, peleando, hicimos la zapata, pusimos bloques, fundimos la placa y es lo que tú ves ahora mismo”, dice Joel. Eso es el llegaypon: un barrio construido sin el visto bueno de arquitectos, a gusto y posibilidad de cada familia.
Muwanga es rapero y productor musical. En sus canciones recrea la época en que su casa aún era de tablas, el piso de tierra, y él grababa sus canciones junto a Ediel y El Fila, los dos integrantes fallecidos de su viejo grupo llamado Kick Krack. A lo largo de años de esfuerzo, con su familia fueron estirando la sala espaciosa, cocina, baño, garaje, un portal con un pequeño altar a San Lázaro. Ahora se encamina a una segunda planta en construcción.
Entre la gente del albergue y la del llegaypon no hay mucha diferencia, comparten las mismas carencias y el mismo olvido. Al punto que todo ese territorio desde afuera es visto como uno mismo: sólo los vecinos conocen los límites entre un lugar y el otro. “Yo estoy acostumbrado a ver los albergues, para mí es normal. Pero yo he venido con amistades mías que nos metemos ahí y la gente les dice ‘entra para acá, este es el gao (casa) mío’ y las amistades me han dicho ‘de pinga Joel’, y se quedan a veces sin palabras”.
Gran parte de los ocupantes del albergue nacieron en barrios marginales, en solares, o emigraron del campo buscando un futuro en la capital. Muwanga todavía siente la mirada de muchos del reparto Bahía posarse sobre ellos, como de eterna sospecha. “Cuando tú llegas a la zona más residencial del Bahía y dices ‘yo soy del albergue’, la perspectiva sobre tu persona cambia”, dice Muwanga, que además esboza una teoría de por qué en esos lugares hay mayoría de gente de piel negra. “Los negros del albergue son negros segregados de La Habana que mandaron un poco para acá. El Estado en esos lugares mete sus hoteles, cafeterías y forman lo suyo. Yo sé que esa es la economía del país, pero ellos están buscando un bulto de dinero mientras hay gente aquí hace veinte años”.
En La Aldea, la mayoría de las personas trabaja. Muchos tienen su invento en el mercado negro revendiendo los productos que compran en las tiendas en moneda libremente convertible (MLC). Compran al costo e invierten el tiempo haciendo largas colas bajo el sol para conseguirlos. No serán ricos, pero se las rebuscan un poco. La Aldea se convirtió así en un lugar donde pueden conseguirse los productos que escasean en tiendas y mercados, como el champú o el acondicionador para el pelo.
A pesar de la explosión de la pandemia La Habana, La Aldea no ha sido el sitio más afectado. Antes de que se estableciera el toque de queda nocturno por la covid-19, muchos jóvenes de diferentes zonas del reparto Bahía, a falta de discotecas y bares, llegaban hasta alguna de las naves de La Aldea a comprar un alcohol malo y barato que se conoce como “chispa de tren”. El albergue fue una especie de zona franca donde las autoridades casi no vigilaban, corría el ron y se podía conversar.
Hoy no es la excepción. Ya son casi las nueve de la noche reglamentarios, y en casa de Joel entran y salen personas como si la ley no existiera. Son la gente del barrio, los socios, los colegas, los consortes. En la sala juegan PlayStation, y en el cuarto, Joel tiene un poco de alcohol en un pomo plástico que compartirá a pico de botella con todo el que llegue, como lo ha hecho toda la vida.
Hace poco, en la Gaceta Oficial, anunciaron nuevas condiciones para acceder a un plan de viviendas y subsidios para ciudadanos sin hogar o con necesidad de remodelar el propio, entre quienes tengan un núcleo familiar de al menos tres hijos menores de 17 años. Ya han llegado materiales y han empezado a levantarse edificaciones para sustituir los albergues, pero las obras son lentas. En el tiempo que demora construirse un edificio para poblaciones en crisis, se pueden hacer varios hoteles destinados al turismo en la misma Habana Vieja, de donde han sido empujados la mayoría de los albergados del Bahía.
—Esto es pa’ largo— se resigna Ángela.
Lejos de las metáforas.
Este artículo es parte de El último techo, un especial transnacional del Laboratorio de Periodismo Situado.