Hernando Flórez – Cosecha Roja.-
La primera vez que la escritora Gabriela Cabezón Cámara leyó la última página de Cien años de soledad lloró. La literatura le sirve para ser feliz, para identificarse y tomar decisiones, no para crear conciencia social. “No tenés que decir que el juez es un hijo de puta, dejá que el lector decida”, dijo anoche en el stand de la revista Anfibia en la Feria del Libro, a propósito del rol de la narrativa en la violencia de género.
Frente a ella estaba Tomás Pérez Vizzón, periodista de Anfibia que moderaba la charla de la escritora con los lectores. Él abrió el campo con una pregunta sobre el morbo mediático en temas de género. Cabezón Cámara, cabello corto y lacio, comenzó con una ley elemental: “Para no caer en el morbo hay que dedicar mucho tiempo”, y agregó con indignación, como quien pronuncia un mandamiento: “no publicarás nada que no esté chequeado y no serás un hijo de puta”, dijo e hizo temblar la lata de Coca Light que estaba sobre un brazo de su silla. “En los medios gráficos, en general, no te piden que seas un carnicero, en televisión sí”.
Alrededor se había formado un círculo de treinta personas que acechaba con preguntas. ¿Y cómo abordar desde el periodismo a las víctimas de trata?, preguntó una chica. “Con un cuidado mayúsculo. Yo no presionaría a una víctima de trata ni de lo que fuere para que hable. Me tomaría mucho tiempo hasta que la persona tome confianza y diga lo que tiene que decir”, respondió.
En 2012 escribió una crónica a cuatro manos con el periodista Sebastián Hacher sobre la desaparición de Marita Verón. Reconstruyó la historia desde 2002, habló de las 20.000 páginas del expediente, de los 150 testigos y de cómo funcionan las redes de trata. Pérez Vizzón le preguntó algo que flotaba en el ambiente: ¿Cómo articular semejante cantidad de información con otra persona al lado? “Fue muy vertiginoso. Hablar con Sebastián me situó políticamente en cosas que yo no entendía y después él le agregó una cantidad de información a la nota que yo no tenía ni a palos. Nos complementamos muy bien, él puso lo más informativo y yo lo más narrativo. Fue una experiencia feliz”.
Otro asistente levantó la mano y lanzó una pregunta: ¿Cuándo escribís intentás despegarte de tu experiencia personal? “Sí y no. La última novela que hice – Romance de la negra rubia (2014)- fue sobre un chico que se prendió fuego durante un desalojo. Yo no hice eso. A mis personajes les pasan cosas que a mí no me pasaron, pero es raro que mis personajes sientan cosas que yo no sentí de alguna manera”.
En 2013 había publicado Beya (le viste la cara a Dios) en coautoría con el ilustrador Iñaki Echeverría. Una novela gráfica dedicada a Marita Verón. ¿Cómo es la articulación de ideas con un ilustrador?, preguntó Vizzón. “En general acepté muy fácil las propuestas de Iñaki porque respeto mucho su trabajo”. ¿Pensaban en el público mientras construías la historia? “Yo no pensaba en el lector porque ni siquiera sabía si me la publicarían. Iba haciendo lo mejor que podía. El hecho de ir escribiendo era una afirmación y una construcción personal”.
Sobre la cabeza de Cámara había una hilera de pantallas que construían un relato con imágenes. “Me leí toda la literatura gauchesca del siglo XIX y no hay ni un solo nombre de mujer. En el Martín Fierro hablan de la china que le parió dos hijos y le ponen la china. Hijo de puta, ponele Juana. No digo que te esfuerces pero nombrala”.
Uno de los asistentes aprovechó la referencia literaria del Martín Fierro y preguntó por la forma en que elegía los géneros de su obra. “Va sucediendo mientras escribo. Hay escritores que estructuran todo y otros que preferimos que una palabra lleve a la otra y se vaya construyendo todo en el placer de juntar las palabras y que vayan apareciendo ritmos y géneros”, dijo tranquila, menos histriónica, sin causar la sensación de que en algún momento se pondría de pie intempestivamente y tumbaría la lata de coca que había temblado todo el tiempo frente a un abismo.
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