La fuerza de la voz de una sobreviviente de abuso sexual infantil

Ocho escritores y escritoras escucharon a ocho sobrevivientes de abuso y contaron sus historias desde un lugar de empatía y de denuncia con la mejor herramienta que poseen: la palabra. El resultado es el libro “Somos sobrevivientes” (Penguin libros). Compartimos el texto de Dolores Reyes.

La fuerza de la voz de una sobreviviente de abuso sexual infantil

Por Cosecha Roja
11/11/2021

Arte: Jael Díaz Vila

¿Cómo se narra el abuso? ¿Cómo se rompe el secreto que el abusador impone con amenazas? ¿Cómo se habla de un dolor y una vergüenza que la mayoría de las veces ocurre dentro de la familia? ¿Cómo se cuenta que alguien ha sido sometido por un padre, una madre, un hermano, un abuelo, un vecino?

Somos sobrevivientes. Crónicas de abuso sexual en la infancia (Penguín Libros) es un libro que habla de la violencia ejercida por adultos contra menores de edad que dejaron marcas y condicionaron sus vidas. Habla de situaciones difíciles que ocurrieron en infancias que no fueron cuidadas, en las que se abusó de su confianza, de su integridad física y de su salud mental.

Lxs escritorxs Dolores Reyes, Claudia Aboaf, Félix Bruzzone, Gabriela Cabezón Cámara, Juan Carlos Kreimer, Fabián Martínez Siccardi,  Claudia Piñeiro y Sergio Olguín escucharon a ocho sobrevivientes de abuso y contaron sus historias desde un lugar de empatía y de denuncia con la mejor herramienta que poseen: la palabra. 

Ahí donde el silencio es cómplice del abusador, la palabra es aliada de las víctimas. Las historias reflejadas en esta antología permiten ver más allá de lo silenciado, conectando dolores solitarios con el dolor común, en una invitación a dejar de callar y animarnos a soñar juntos con un futuro más luminoso.

Compartimos a modo de adelanto el texto escrito por Dolores Reyes sobre la historia de Silvia Batriz. 

La fuerza de tu voz- Silvia Beatriz por Dolores Reyes

“Cuando pronuncio la palabra Silencio, 

lo destruyo” 

Wislawa Szymborska 

 

I

Tuvimos una vez, como muchos, un padre y una madre. Pero ya no. 

Si nos obligan a nombrarlo a él, en el grupo de sobrevivientes aprendimos a decir progenitor, y si es a ella a quien debemos mencionar, solo le agregamos una a, progenitora. Así, juntos, logramos bucear en el tiempo y la experiencia para acuñar una lengua nueva que nos permita nombrar, decir, ensayar una y otra vez hasta encontrarnos la huella de la voz. Y llegamos al “progenitores”, esa palabra forjada como una herramienta para agarrar a esos que nos rompieron el cuerpo, la lengua y el alma. 

Soy ahora una mujer adulta, sé que el abuso es un hecho colectivo que se ejecuta en el espacio íntimo del cuerpo y que queda resguardado por el más absoluto silencio. Tengo momentos de felicidad, muchos relacionados con el tiempo que comparto con mis hijos y nietos, con abrazarlos, protegerlos, acompañarlos, mirarlos crecer. Mi vida actual me gusta, a veces llego a sentirme orgullosa de mí misma. Pude sanar. Pero vive dentro de mí la sombra de un silencio que supo ser el mandato más poderoso, un hueco en la memoria que me llevó a olvidar eso que de todas maneras regresaba una y otra vez hecho lágrimas, angustia y bronca. No sabía desde dónde me nacía, como los yuyos del jardín, esos que aunque los arranques siempre vuelven, casi al punto de ser una plaga de tristeza en mi interior. Un silencio que era como una mano cerrada en el nacimiento de mi garganta y que me llevó incluso a convencerme durante años de que esto que les voy a contar ahora no había pasado nunca. 

Escribo diarios íntimos desde que era muy chica. Esto a mis cincuenta largos significa pilas de cuadernos con mis días, mis historias, mis afectos, mis alegrías y también mis miedos y tristezas. Son los registros de mi vida que yo misma fui haciendo cuaderno a cuaderno sin saber que un día iba a querer volver sobre mis pasos para mirarme, para leerme a mí misma, a la mujer que fui, a la niña que me habitó. 

De todos los regalos que recibía de chica y que no eran demasiados porque éramos una familia que vivía con lo justo, bebotes para alimentar con mamaderas de plástico, cocinitas llenas de frutas y verduras artificiales, planchas, juegos de escoba y palita, el diario íntimo envuelto en papel con dibujos que me dieron para uno de mis cumpleaños siempre fue mi favorito. Para abrirlo había que colocar una llave plateada en un candado muy pequeño, que cualquiera hubiera podido romper sin poner en eso demasiado empeño. Pero en esa época yo era una niña, no sabía que los cuadernos y los cuerpos podían ser abiertos a la fuerza. 

Me gustaba escribir en esos diarios, me sigue gustando. Escribir en el diario íntimo es un hábito poderoso que, igual que yo, ha sobrevivido a todo. 

De niña, cuando terminaba el registro de un día, inmediatamente cerraba ese diario con el candado que me marcaba el encierro de mi voz. El pequeño poder de mi escritura condenado a un espacio pequeño, íntimo, el de una voz domesticada. 

Nunca me animé a buscar el cuaderno de mi diario en el que fui registrando mis trece años. No sé si exista todavía, si se perdió, si fue destruido, si oportunamente lo escondieron o lo hicieron desaparecer. 

Pero acá estoy, soy una sobreviviente que puede contarles a otros: yo rompí el candado de mi escritura y de mi voz.

II 

Para el otoño en el que cumplí los trece años ellos todavía eran mis padres. Papá, mamá, mi hermano y yo vivíamos en la zona sur del conurbano. Hace más de cincuenta años era muy poco lo que había edificado en nuestro barrio, así que afuera eran casi todas calles de tierra, terrenos, construcciones muy precarias, y adentro nosotros, una familia muy humilde. Mi padre era un hombre severo al que le gustaba tanto disciplinarnos como jugar de manos; la iglesia era su segundo hogar; y la Biblia y sus mandamientos, los principios con los que regía sobre nosotros. Nada se discutía jamás. Nadie lo contradecía ni le levantaba la voz. Ni siquiera se nos hubiera ocurrido desobedecerlo en nada. A nosotros también la iglesia nos adoctrinaba y a Dios se llegaba antes que nada honrando a los padres. Mi madre, una mujer muy bella que siempre había sido conmigo extremadamente dura y distante, casi nunca tenía un gesto de cariño o de interés hacia mí, y mi hermano menor con el que estaba muy unida. Antes no se acostumbraba tanto ir a jugar a las casas de otras amiguitas y yo solo me relacionaba con un par de chicas de la escuela. Para los juegos cotidianos, solo lo tenía a él. Casi siempre éramos mi hermano y yo también para todo lo demás. Vivíamos pegados aunque él fuera unos años menor que yo. Compartíamos la pasión de inventar nuestros propios juegos.

Siempre hacía frío para mi cumpleaños y las hojas caídas de los árboles me devolvían un mundo que se replegaba sobre sí mismo. Cuando el invierno estaba cerca, todo nos invitaba a guardarnos en el espacio del hogar pequeño, como si fuera un refugio. 

Burzaco era helado y desnudo, salir en invierno era exponerse a una intemperie particular sobre el cuerpo. A mi hermano no le importaba demasiado pero a mí sí, prefería dejar mi casa lo menos posible, para ir a la escuela o a la iglesia, y jugar adentro, escribir, leer, estar sola. Los cachorros animales tienen menos peligros que los humanos a la hora de hibernar. No alcanzan las toneladas de frazadas o los pulóveres tejidos a mano para mantenernos a salvo. El peligro se viene con nosotros hacia adentro de las puertas y los dormitorios, duerme y respira pisándonos los talones. Pero, a los trece, yo no sabía nada de todo esto. 

Ese fue el año que más feliz había visto a mi madre en su vida, sonreía, cantaba y parecía que el mundo entero le giraba alrededor. Mamá brillaba aunque solo estuviera preparándonos el desayuno a mi hermano y a mí. Algo que a mí no me pasó nunca, relucir de esa manera. Le miraba la cintura, el talle pequeño del que se sentía tan orgullosa, como si fuera un hechizo. Yo era una nena de las de antes, bastante tímida. Tenía tendencia a engordar y eso me hacía sentir incómoda, tan extraña a mí como el resto de los cambios que venían mutándome el cuerpo. Yo quería seguir siendo eso: una niña.

Mamá siempre se levantaba más temprano que mi hermano y que yo, y si era fin de semana, nos dejaba dormir un rato más. Pero ese año y el anterior había empezado a dejarnos solos y eso sí era algo nuevo. Nosotros dos nunca nos preguntábamos dónde estaría mamá. En nuestro mundo había muy pocos lugares para ir —el almacén, la iglesia, la sociedad de fomento, la casa de alguna amiga y no mucho más—, sus ausencias no nos resultaban extrañas. Era nuestro padre el que se había empezado a impacientar, sobre todo cuando mamá iba a la sociedad de fomento, que encima, como quedaba a la vuelta de casa, pasaba cada dos por tres. Cada vez estaba más tiempo en ese lugar, días enteros, pero como volvía a casa tan contenta, a mi hermano y a mí no nos molestaba para nada. Habíamos ido adaptando nuestros juegos a la nueva situación de estar solos. Ni él, ni yo, ni nadie se hubiera podido dar cuenta entonces de que ese año que había empezado de esa forma, con la madre más alegre que habíamos tenido jamás, iba a terminar siendo también el año de las pastillas. 

III 

Una mañana nos levantamos y ya era tarde, no había en la cocina ni desayuno, ni canciones, ni nadie.

Fuimos a espiar a nuestra madre, había llorado y no salía de su habitación. Su cuerpo estaba derrumbado sobre las sábanas. Aunque estuviéramos lejos podíamos ver que sus párpados tenían el doble del grosor. Mi hermano y yo estábamos asustados. Todavía ni siquiera nos imaginábamos que ella había dejado de cantar para siempre. Ese día jugamos más que nunca, teníamos que distraer lo más posible el hambre y el miedo, así que inventábamos juegos nuevos y reglas, como si no importara nada más en el mundo. Nuestra madre se levantó muy tarde para preparar la comida como una autómata, esquivándonos y mirando hacia adelante como si quisiera fugarse de la casa y de nosotros. En todas partes había silencio y sombras. Mientras tanto, mi padre había vuelto y era una bola de furia, no solo cuando daba portazos o gritaba —mencionaba casi aullando el nombre de un amigo de mamá que era de la sociedad de fomento de la vuelta, un muchacho mucho más joven que él, al que mi padre odiaba—, también sentado a la mesa, antes de emitir cualquier sonido, apretando los puños cerrados contra el mantel. Mi hermano no decía nada y yo tampoco. No podíamos entender lo que estaba pasando. Parecía que todo podía romperse, las ventanas, los platos, los vasos, el aire, quebrarse hasta la desintegración o incluso explotar. Fueron semanas de llantos, silencios y furia. A veces nos despertábamos con el portazo de calle que indicaba que mi padre ya no estaba y que nuestra madre era un despojo, un súcubo de sombras y lágrimas sobre la cama y que, una vez más, no se iba a levantar en todo el día. 

Me acuerdo de la tristeza, el miedo y algo más, nuevo, una fuerza extraña que nos entraba para secarnos la garganta y dejarnos sin ganas de nada, ni siquiera de respirar. ¿A qué niño le hubiese gustado vivir así? 

IV 

Hubo un día en el que mi madre no se despertó nunca. Mi hermano y yo ya estábamos cansados de cuidarnos y entretenernos entre nosotros, así que a la tarde fuimos a su habitación con la esperanza de que a ella le molestara nuestra manía de espiarla y se levantara aunque sea para echarnos de ahí. Todo estaba apagado y quieto, reinaba la oscuridad que hacía que todo adentro de esa pieza fueran sombras en distintos tonos de gris, solo las pastillas esparcidas por la mesita y el costado del cuerpo de mamá tenían más colores que toda la habitación junta, pero sobre todo que la cara dormida de mi madre. 

No sabíamos qué hacer, el tiempo parecía haberse detenido. Queríamos gritar para que alguien nos ayudara, pero no nos salía nada. Nos acercamos al cuerpo de mi madre. La sacudimos con todas las fuerzas de nuestros cuatro brazos juntos, pero ella nunca se despertó, la cabeza se le iba hacia los costados como a una muñeca descompuesta, su cuello había perdido el poder de sostenerla y me recordaba a una gallina que habíamos tenido que sacrificar para llenar la olla. La amenaza de la muerte de nuestra madre nos hacía enmudecer. ¿Cómo el Dios que nos habían pregonado tanto había permitido que esto pasara? Yo, que era la más grande de los dos, intenté buscar la caja o el frasco de pastillas para ver qué era lo que había tomado y cuáles serían sus efectos, pero no lo pude encontrar. Fue una tarde interminable hasta que vino mi padre. Recién ahí tuve la certeza de que esto no era una pesadilla sino algo que nos estaba pasando. Fue verlo buscar el teléfono a toda velocidad para llamar al hospital a los gritos y después el tiempo muerto de la espera hasta la irrupción de los enfermeros, la camilla, y el cuerpo de mi madre suspendido entre la vida y la muerte, llevado en el aire hasta la ambulancia. Las dos puertas que se cerraron atrás de ella, una sirena rompiendo el silencio y mi hermano y yo, parados en la intemperie de la vereda, a kilómetros de distancia de cualquier hogar posible.

Una semana después estábamos yendo a ver a mi madre a la sala del hospital, lo único que había escuchado en una conversación telefónica de mi papá es que seguía internada por su intento de suicidio. Yo pensaba en lo que me enseñaban todos los domingos y no sabía si el “No matarás” se aplicaba también a una misma. Me daba pánico pensar que el alma de mi mamá, una especie de imagen de ella tan hermosa como la tenía en mi cabeza siempre, se iba a deshacer eternamente en el fuego del infierno. ¿Qué iba a pasar con su alma si se moría ahora? ¿Qué iba a pasar con nosotros si mi mamá ya no vivía más? Ni mi hermano ni mi padre hablaban. Yo necesitaba respuestas y a ellos no les podía preguntar. Mantenían un silencio furioso, compacto, un muro sólido que claramente me dejaba afuera. Yo era mujer como mamá, y eso me dejaba afuera de ellos dos. Sobre todo de mi padre, que estaba enojadísimo con mamá, extendía esa bronca hacia mí como si la culpa que le adjudicaba a ella se me hubiera pegado a mí también, solo por la coincidencia de género: yo sería igual que ella, que había hecho algo prohibido con su amigo de la sociedad de fomento, y eso alcanzaba para volverme a mí también sospechosa, traidora, culpable sin posibilidad de defensa. 

Esa tarde viajamos en colectivo durante horas y después mi hermano no quiso entrar al hospital, así que mi padre me dejó en la puerta y se fue a llevarlo a casa de la abuela. Cuando me paré frente a la entrada amagué a darle un beso, pero él se dio vuelta sin mirarme, y fue hasta donde mi hermano lo esperaba para seguir juntos. Yo tuve que entrar a ver a mamá sola. Una vez adentro supe enseguida que mi madre iba a sobrevivir. Despejar la proximidad de su muerte me liberó del peso constante de esa amenaza, pero la alegría me duró muy poco, solo la corta visita que pasé con ella, que no quería hablar conmigo ni con nadie y apenas me miraba de reojo entre las sábanas blancas. Me gustaba verla así, callada y envuelta entre telas blancas como si fuera una santa, una de las imágenes piadosas de la virgen María que me enseñaban cada domingo, esa mujer que amaba a los niños más que a nadie porque había sido capaz de concebir uno rubio, el más hermoso de todos, sin entregar su cuerpo al pecado. 

Después de esas horas adentro del sanatorio, mi padre tenía que pasar a buscarme por la puerta. Así que me acerqué al cuerpo de mamá para darle un beso, pero ella ni siquiera me miró. Yo me quedé congelada, no me animé ni siquiera a tocarle un brazo, como si ese mínimo contacto con el afuera la pudiese infectar de nuevo de la presencia del mundo. 

Me gustaba así, blanca, y estaba tan débil que no quería que se fuese a romper. Salí de su habitación tan sola como había entrado, caminé entre pasillos claros y silenciosos hasta llegar a la salida y empujé la puerta de cristal del hospital, que me dejó pasar y después se cerró atrás mío. Vi a mi padre parado enfrente, crucé y quedamos los dos solos, de regreso al lado vivo del mundo. Me sentía pesada, como si la enorme mochila de la muerte se me hubiera subido a la espalda. Mi padre me miró y me hizo sentir miedo. Todo está ya en sus ojos, aunque todavía no haya ocurrido nada. Lo tiene todo ahí, entre los párpados. Subo al remís que pidió, callada, tratando de no pensar más en ella, pero es imposible. Todavía dudaba, creía que quizás mi mamá nunca iba a regresar con nosotros o mi padre no le iba a permitir volver. Necesitaba contención y estaba sola con ese hombre que me resultaba inmenso, que cada tanto giraba su cabeza hacia mí para que pudiera descubrirle el odio en las pupilas. Era la primera noche de nuestras vidas que íbamos a pasar solos y él no me hablaba. Había algo que había decidido y llevaba ese horror escrito en los ojos, como iba a dejármelo después tatuado en el cuerpo. 

Todo está ahí. 

“Honrarás a tu padre y a tu madre”, me repetía a mí misma para consolarme mientras invocaba a ese Dios de amor del cual mi padre era diácono. 

“Padre Santo que estás en los cielos…”. Prometía, en el silencio de mi cabeza, servir a Dios, obedecer a mis padres, estudiar, esforzarme en amar al prójimo y no decir mentiras.

“Hágase tu voluntad así en el cielo como en la tierra”. Pensando que esa voluntad no podría nunca traernos nada malo. 

Ese era mi mundo y habían comenzado a derrumbarlo. 

Si volviera a ver esos mismos ojos ahora podría leerlos, sabría que eran un peligro concreto contra mí, sabría qué fácil es para un hombre grande romper el cuerpo de una niña, pero en ese momento no podía saber nada, solo tuve un miedo profundo e intuitivo que no le pude contar a nadie. Aunque yo creía fuertemente en los dos, en papá tanto como en Dios. Aunque más allá de mi padre y yo, no había nadie en ese auto, en esa casa o en mi habitación, me aferraba a que Dios desde arriba y los ángeles, sus mensajeros, me estuvieran cuidando. Nada logró anticiparme el daño que me iba a hacer. Lo había planeado: su deseo de vengar la afrenta de mi madre en mi cuerpo de niña, solo porque me consideraba una extensión del cuerpo femenino que lo había humillado. 

VI

Esa noche, la más larga y triste de mi vida, no pude dormir ni siquiera un segundo. Nunca supe qué era la virginidad de la que nos hablaban en la escuela de los domingos, cuando nos apartaban solo a las nenas, pero yo perdí mi virginidad en manos del que fue mi padre. 

VII 

Todavía no sé cómo me levanté, cómo fui a la escuela a la mañana siguiente, sin dormir y sangrando. Apenas hacía un tiempo que había empezado a menstruar y de mí no conocía casi nada. Creí que tenía tiempo para eso, pero no fue así: rápidamente había cambiado y ahora me habían hecho mutar de nuevo. Muchos años iba a tardar en aprender que la más mínima diferencia en mi cuerpo sería detectada primero por los ojos de los otros y recién a lo último por mí misma. Tampoco los trece años de antes eran los trece de hoy. Creo que fuimos la última generación que creció sin saber absolutamente nada sobre el funcionamiento de los cuerpos hasta el inicio de la adolescencia y eso nos jugó en contra. Solo sabía lo incómodo que era sangrar, algo sucio, algo que había que ocultar, algo que daba vergüenza. De eso no se hablaba con nadie, ni siquiera con las amigas de la escuela. Y ahora estaba sangrando de nuevo, pero mi sangre, esta vez, era distinta. Era algo que se había lastimado en mi cuerpo y me dejaba la boca y la garganta heridas, quizás era el sabor de él, ese gusto que no debería haber conocido nunca y que me asqueaba tanto como la presencia de sus manos en mi cuerpo, esa proximidad repulsiva y doliente que me había dejado sucia y que no me permitía ni mover la lengua. Yo estaba absolutamente desorientada. No sabía qué hacer. ¿A quién de esos que debían haberme cuidado iba a pedirle ayuda? ¿A quién le iba a contar, si me había quedado sin palabras y sin nombres? ¿A dónde se había ido Dios? ¿A dónde el ángel que me cuidaba a mí sola? A los trece años, mi cuerpo sangraba y yo tenía la lengua desgastada de una anciana. Me acuerdo de mí el día después: mi yo apenas adolescente hablándome a mí misma, consolándome, tratando de obligarme a pensar que no había pasado y, a la vez, sabiendo que algo había atropellado mi mundo y eso había sido algo horrible. Yo seguía viendo sus ojos, en el aire, y adentro mío. 

Vivía en un tiempo eterno y muerto, esperando que quizás, cuando mamá regresase del hospital, las cosas pudieran mejorar un poco. Sangrándome, doliéndome, tragándome las lágrimas, aislándome, con la vergüenza de un secreto sucio cosida al cuerpo. 

Pero cuando mi madre salió de la internación no significó algo bueno para mí. Ella intuía que algo había pasado. Lo supo, no me pregunten cómo. Estaba muy enojada conmigo y me trataba peor que nunca. En esa época tampoco se me hubiera ocurrido contarle algo a ella, sobre todo algo que no tenía palabras para nombrar. Pero sabía que lo que él me había hecho era algo que estaba mal. Las cosas con mi madre iban cada vez peor, me rechazaba, lejos de protegerme, me tiraba su furia encima. Sobre todo mi cuerpo, que seguía creciendo, la hacía enfurecer. Y yo continúe viviendo con esa tristeza adentro mío. 

De mis progenitores lo último que quiero contarles es que no me dejaron ni siquiera llorar. 

VIII 

Ha pasado mucho tiempo y pude sanar. No fueron los años los que me curaron, sino una forma de trabajo persistente. Un aprender a estar conmigo misma, a escucharme, a cuidarme, a entender que los ataques de llanto y la tristeza no eran porque sí, que había algo en mí y que había vuelto para que lo mirara de frente, que, aunque eso fuera lo más terrible que había tenido que atravesar en la vida, era mentira que no iba a superarlo nunca. Ahora, que ya no era una niña, necesitaba sumergirme y desenterrar el recuerdo para poder afrontar lo que me había pasado. En este proceso no tuve que estar sola. Había otros, el grupo, la terapia. Esos otros que habían atravesado lo mismo que yo y que eran mis compañeros de camino. 

Soy todavía la niña que abre el cuaderno y escribe, pero ahora mi voz es libre y mi brazo es fuerte, levanto y sostengo a mis hijos, a los hijos de mis hijos, pero, sobre todo, a mí misma.