Miré alrededor en busca de alguna mirada solidaria. Nada. No era la primera vez que pretendía que los hombres respetaran el espacio exclusivo que las mujeres tienen en el transporte público del D.F. desde 2008.
En mi experimento había enfrentado a hombres altos, bajos, gordos, flacos, imponentes, repulsivos, perfumados, sudorosos, adolescentes, adultos, en pareja, solos, gruñones, libidinosos, cínicos y avergonzados. Nunca entendí por qué mis compañeras de viaje no se unían a mi reclamo. Calladita te ves más bonita, dice el dicho popular.
Decidí bajarme en la siguiente estación. El gordo que se negaba a bajar del vagón ante mi reclamo salió corriendo por el andén, persiguiéndome.
– ¡A ver, qué me va a hacer, quiero ver qué me va a hacer, denúncieme!
Yo caminaba de prisa buscando un policía hasta que lo encontré: era mujer y no estaba armada. Apresuradamente le conté lo sucedido, el hombre estaba cada vez más cerca. Con cada insulto parecía que descargaba en mí todo su odio hacia el género femenino. La policía tuvo miedo, me dijo que no me alejara de ella, cómo se me ocurría enfrentarme a un desconocido, ella no tenía arma, poco podía hacer y él sí podía hacernos daño. No fue la reacción más tranquilizadora del mundo.
–Ahora me quieren decir qué tengo que hacer, a mí nadie me baja del vagón, yo puedo subirme donde me dé la gana…
Un grupo de mujeres empezó a rodearnos. Una de ellas me abrazó. El hombre finalmente subió al siguiente metrobús. Pasó media hora más antes de que me atreviera a subirme a otro vagón.
Para entonces, Gabriela ya había abierto Atrévete DF. Así que al enviar mi testimonio recibí un “¡Gracias por compartir! Tu historia ayuda a terminar con el acoso en las calles”.
El 63% de las mujeres que utilizan el transporte público en la ciudad han vivido alguna vez una forma de violencia sexual, contra sólo 12% de los hombres. Aunque una sola ciudad mexicana, Juárez, ha acumulado 1,091 feminicidios desde 1993, donde más se ejerce violencia en el país es en las calles, transporte y zonas públicas.
De los 225 casos de violencia que se reportaron el año pasado en el transporte público del Distrito Federal –la mayoría contra mujeres y todos provocados por hombres–, sólo en 13 se inició procedimiento legal contra el presunto responsable. Sólo 5 de las 175 estaciones del metro tienen módulo de atención a víctimas.
“He visto mujeres que las manosean, las tocan todas, detenemos al agresor pero cuando saben que tardarán todo el día en la delegación, prefieren dejarlo ir y no denunciar”, me cuenta una mujer policía de la estación Nuevo León. Quizá por ello mi caso tampoco formará parte de las estadísticas.
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De la Glorieta de la Palma al Monumento a Benito Juárez, sobre Reforma, caminaron esa mañana de junio las putas. Apenas el 0.43% de las mujeres que habitan el Distrito Federal.
Los carteles contaban las razones. Desde un padre que comparte con dolor: “Cuando pregunté por qué habían violado a mi hija, me dijeron ella se lo buscó por puta”, hasta la solidaridad con humor de unos chicos con pelucas y tacones: “Los putos apoyamos a las putas”.
Pero mostrar la piel en día soleado tiene sus consecuencias. Aunque sea durante la Marcha.
-¿Por qué está vestida así?- me pregunta un reportero.
-¿Así cómo?
-¡Pues así, con una falda tan corta, con tan poca ropa! Vestida así: ¿hasta dónde le permite llegar a un hombre en la calle?
Esa mañana había sacado del cajón una minifalda a cuadros que hace bastante tiempo no me atrevía a usar. Le presté otra a la amiga que me acompañaría y salimos a la calle.
Decidimos caminar hasta el lugar de inicio de la marcha. Treinta minutos de ¿no está muy corta la falda? ¿qué me ve ese tipo? ¡deja de verme pendejo! Ir a manifestarse en una marcha de las putas no es justificación, la ciudad simplemente es así.
Mujeres en falda, short, pantalones ajustados, piernas o senos al aire. Durante dos horas todo fue permitido. Mientras no salieran de Reforma a toparse de frente con los hombres anónimos que miran, babean, silban, gritan.
Gabriela Amancaya y Minerva Valenzuela todavía leían su manifiesto contra la violencia verbal callejera, cuando la marcha empezaba a diluirse y en la estación del metrobús más cercana las mujeres en minifalda volvían a ser todas putas.
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