Por Darío Martelotti. Fotos: César Lemo y Ailén Iglesias.
El 20 de julio de 1976, Oscar Alfaro cenaba con su mamá, su papá y su hermano, de 14 años. Era una noche fría y estrellada en Ledesma, Jujuy. Un golpe seco los sorprendió. Veinte militares uniformados tumbaron la puerta y se metieron en la casa, los golpearon y los arrastraron hasta la calle. Mientras se lo llevaban, Oscar llegó a reconocer al comisario a cargo del operativo. Desde el piso pudo ver la camioneta con el logo del Ingenio Ledesma.
Así empezó la Noche del Apagón. Un operativo conjunto entre la Policía, Gendarmería y el Ejército y personal de seguridad del Ingenio que durante una semana secuestró a más de 400 obreros, estudiantes, sindicalistas y dirigentes de Libertador General San Martín.
Cuarenta y dos años después, en una nueva y multitudinaria Marcha del Apagón, al pedido de justicia, cárcel común y efectiva a los responsables militares y civiles se suma la denuncia del estado policial en la provincia gobernada por el radical Gerardo Morales y el reclamo por la libertad de los presos políticos, entre los cuales se encuentra la dirigente social y diputada del Parlasur Milagro Sala.
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Oscar estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán y participaba en el Centro de Estudiantes. Era delegado del comedor universitario, un espacio en el que se discutía sobre política. “Eran los tiempos de obreros y estudiantes, unidos adelante”, recuerda. Hoy tiene 64 años. Se define como un militante de los derechos humanos y activa en Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos de Jujuy. Como sobreviviente, fue testigo y querellante en los juicios contra los crímenes de lesa humanidad
Cuando le preguntan por qué sigue yendo a las marchas, él responde: “Porque creo que mis compañeros desaparecidos harían lo mismo por mí”. “En cada una de las movilizaciones tengo el convencimiento de que lo estoy haciendo por ellos también. Es nuestra obligación que tenemos como sobrevivientes para visibilizar y que la memoria siga vigente”, dice.
En junio comenzó el sexto juicio por delitos de lesa humanidad en la provincia en el Tribunal Oral Federal de San Salvador de Jujuy, que por la cantidad de hechos a juzgar, víctimas (113), imputados (23) y testimonios (más de 300 testigos) promete seguir el mismo camino que la Megacausa ESMA. Se espera que no dure más de tres años. Los juicios de lesa humanidad se iniciaron en la provincia recién en 2012. La impunidad es una verdadera carrera contra el tiempo.
“La expectativa de este juicio es que las condenas sean perpetuas y en cárcel común”, sostiene Georgina Torino de HIJOS Jujuy, aunque por el contexto político cree que quizás el resultado sea otro. “Estamos conformes de que los juicios continúen, sabemos que hay provincias que tienen los juicios paralizados y han mandado a los represores a sus casas”, señala.
Entre los hechos que serán juzgados está la causa Blaquier, en la que se investiga la complicidad-responsabilidad empresarial del Ingenio Ledesma. El dueño de la empresa, Carlos Pedro Blaquier, no figura entre los acusados: en primera instancia y la Cámara de Apelaciones fallaron a favor de su enjuiciamiento, pero la Cámara Federal de Casación Penal dictó la falta de mérito en 2015.
Los mismos jueces que ratificaron la condena a tres años de cárcel a Milagro Sala por instigar un escrache contra Morales sostuvieron que aunque la empresa azucarera le facilitó a los genocidas los vehículos para llevar a cabo los secuestros no se puede asegurar que Blaquier haya estado al tanto del uso que se les iba a dar.
“Con la presencia o no de Blaquier, este es un juicio contra la complicidad empresarial del Ingenio”, dice Oscar con optimismo. Destaca la cantidad de gente movilizada, que calcula en cinco o seis mil personas, aunque recuerda que años atrás esa suma se multiplicaba por diez. Cuando Milagro Sala estaba libre y la Organización Barrial Tupac Amaru había organizado al “lumpenaje”, como dicen en Jujuy.
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Desde la mañana empezó a juntarse gente en la sede de Calilegua de la Tupac Amaru, una pequeña construcción con techo de chapa entre calles de tierra con dos entradas, dos habitaciones cada una, y un patio en el fondo. Es 19 de julio y desde temprano tupaqueras y tupaqueros cocinan en ollas gigantescas un locro para unas 300 personas. No hay margen de error pero tampoco nervios: la logística de la organización está aceitada por la necesidad.
Esperan militantes de todos lados y hay expectativa por ver cuántos se movilizan, cuánta respuesta hay un jueves gris y lluvioso, una rareza en estos pagos. La fuerza se sigue midiendo en las calles.
En la sede concentraron la Tupac, los Comités por la Libertad de Milagro Sala de todo el país y una delegación de ATE Capital. Los que viajaron desde otras provincias son alrededor de 100 personas. Llegaron ayer después de casi un día de viaje y se hospedaron en la sede de Palpalá, ante la apropiación ilegal de la sede de San Salvador de Jujuy el 6 de junio pasado. En Palpalá, la segunda sede más grande, esperan que la intervención suceda en cualquier momento. “Quieren convertir la sede en una central de policía, esa sería la peor burla para nosotros”, dice Ariel, su responsable.
De a poco van llegando contingentes. El año pasado la Tupac movilizó tres colectivos. Hoy se esperan ocho.
El locro se sirve abundante en bandejas de plástico. Lo comen parados bajo una llovizna suave. “Nos decían choriplaneros, ahora somos locreros”, bromea Noemí con la campera beige de la organización. La mujer se acercó a la organización en 2013, cansada de recorrer durante meses oficinas de Desarrollo Social después de que se le incendió la casa.
Al día siguiente que se acercó a la Tupac, los muchachos y muchachas de la organización estaban trabajando en su casa. También le llevaron juguetes para sus tres hijos. Ese día empezó a militar. “Yo les enseño a mis nietos para que sean mejores”, dice.
Los tres chicos revolotean a su alrededor. “En un momento pensábamos lo que decía la tele: que los de la Tupac eran chorros y vagos”, dice Andrea, que trabaja como boletera en la estación. Yamila, la más chica, no se separa de su madre. Sacude un banderín de más de tres metros de altura de la Tupac con los rostros en negro sobre blanco del Che Guevara, Tupac Amaru y Evita.
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La sede de Calilegua es conocida como la “sede de la resistencia”. Está a cargo de Javier y Carla, una dupla de jóvenes tupaqueros. A pesar de la falta de recursos, deben mantener las actividades para el barrio y resistir. Resistir para la Tupac significa impedir que el Gobierno se apropie de los bienes e instalaciones. En septiembre del año pasado, la fábrica textil fue atacada por la noche y saqueada: “Dejen de joder con la Tupac. Milagro Sala no vuelve más a Calilegua”, escribieron en las paredes.
El desafío es mantener vivas las sedes. “A partir de los comedores, volver a tejer los lazos con el barrio y la comunidad a pesar del miedo”, explica Javier. Sin embargo, a las dificultades ya mencionadas, se suman las propias: a poco de asumir, la concejala electa de Calilegua por el FUyO (Frente Unidos y Organizados por la Soberanía Popular) “se pasó de bando”. Carla y Javier se postularon en las últimas elecciones: quedaron terceros.
Ariel Yapura recibe preguntas y da indicaciones, va de acá para allá y todos lo buscan. Se lleva el celular a la oreja, conversa unos instantes y sigue. Pero mantiene la calma y el mismo gesto indiferente. Parece estar acostumbrado. Es el encargado de la coordinación de la jornada de hoy. Es uno de los militantes más antiguos y uno de los más activos hoy. En una charla interrumpida varias veces, asegura que hay una especie de doble juego: hay quienes están volviendo a acercarse a la orga a pesar del miedo porque ven y sufren lo que está pasando, la realidad de despidos y el ajuste de Macri-Morales, que en algún momento siempre llega, mientras que otros lo hacen por bronca. Es que la intervención y posterior vaciamiento de la sede nacional -”Corazón de la Tupac”-, ahora con custodia policial, es una afrenta intolerable para quienes se distanciaron por miedo o diferencias, sí, pero que lo hicieron sin odio.
Se hace la hora para arrancar y sobre la calle de tierra (hoy barro) empiezan a armarse las columnas. Sin Milagro, Juan Manuel Esquivel, diputado provincial por el Partido de la Soberanía Popular, asume el micrófono: “¿Quiénes somos? ¿Qué queremos?”, lanza la típica arenga tupaquera. “Trabajo, educación, salud”, la respuesta es por ahora tibia. Él corrige: “¡La libertad de Milagro queremos, mierda!”. Se animan bombos y redoblantes, suenan las murgas y la marea tupaquera reversiona, resignifica el típico cántico peronista: “Somos de la gloriosa juventud argentina, somos los herederos del Che y de Evita…”. En estas tierras, no hay lugar para el General.
El malón empieza a abrirse paso entre callecitas apretadas y las miradas de vecinos que observan atentos desde las esquinas, los portones y detrás de las ventanas de sus casas, sin hacer una mueca, un saludo, nada. En la plaza esperan los organismos de derechos humanos de Jujuy, que desde 1983 encabezan el reclamo de Memoria, Verdad y Justicia. Son 10 kilómetros de ruta hasta Libertador General San Martín, dos de los pueblos que 42 años después se siguen rebelando ante el verdadero poder de Jujuy: el Ingenio Ledesma.
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Cuando detuvieron a Milagro y comenzó la cacería, los militantes de la sede de Parapetí, al sur de la Provincia, departamento de San Pedro, se reunieron para decidir qué hacer. La asamblea duró horas y horas y llegaron a un acuerdo: dar un paso al costado. Además de la falta de dinero, compañeros y compañeras empezaban a ser detenidos y la policía tenía vía libre para emprender el hostigamiento, allanamientos clandestinos y detenciones incluidas.
Sin embargo, cuenta Beto, referente de la sede, “cuando ya habíamos tomado la decisión se levantó Filipa y nos dijo esto: ‘Cuando nosotros empezamos no había Copa de Leche, no había nada, no teníamos plata, el Ingenio estaba mal. Ahora Milagro está presa, pero tenemos el centro de salud, tenemos vivienda, tenemos la sede, tenemos la guardería. ¿Ella nos dejó con muchas cosas y queremos dejar todo?’”.
La interpelación tuvo efecto. La intervención de Filipa, la más anciana, quien había iniciado la Copa de Leche en el barrio, origen de todo lo que vendría después (la pileta, las cooperativas, el centro de salud), conmovió a todos. Hubo llanto y abrazos, la asamblea se echó atrás y adoptó la dirección contraria: seguir y redoblar la lucha. “Resistir, hasta que salga Milagro”.
A principios de siglo, la crisis económica y social que sufría el país luego de una década de neoliberalismo se sentía especialmente en el norte argentino y en los pueblos como Parapetí que dependían casi totalmente de la vida y gracia de los ingenios. Muchos de ellos, incluso, habían sido planificados y construidos por las mismas empresas azucareras.
Antes de que la Tupac levantara viviendas, los vecinos vivían en casillas precarias y había unas 50 letrinas para las 1500 familias asentadas. “Había un solo baño a 10 kilómetros donde iba toda la gente. Agua tampoco teníamos, había un solo caño para toda la comunidad”, recuerda Zulema, la hija mayor de Filipa y la encargada de continuar su legado. “Vos tenés que seguir, vos tenés que ser más fuerte”, cuenta que le insiste en la intimidad. “No teníamos nada. Había hambre. Empezamos de abajo a vender bollo, empanadas, para recaudar fondos y darle de comer a los niños”. La experiencia se multiplicaba en los barrios.
En Parapetí, los propios vecinos organizados en cooperativas construyeron más de 400 viviendas, un polideportivo, un centro de salud y una pileta, hasta entonces símbolo de las clases medias. En 2000, sólo había dos piletas públicas y ambas estaban en San Salvador; entre 2004 y 2015 la organización construyó 21, todas en el interior. Parapetí se transformó por completo.
“Milagro nos cambió la vida: de vivir en esa pobreza, vos podías brindarle a tu hijo otra manera de vivir. Un baño, una vivienda digna. Eso es lo que nos enseñó Milagro: a seguir luchando por los que menos tienen y esa es la militancia que nosotros llevamos en el corazón”, dice Zulema.
Llevar adelante la decisión de la asamblea no fue fácil. Después de la detención de Milagro, vinieron las amenazas, los robos (les robaron hasta los tanques de agua del polideportivo) y las topadoras del Gobierno. Advertidos, se propusieron nunca más dejar entrar al barrio a funcionarios. Para colmo, la situación económica se tornó cada vez más complicada. “Eran 1800 los obreros que trabajaban en el Ingenio La Esperanza, el año pasado echaron a la mitad y hoy quedan solo 600”, explica Beto en una de las entradas al barrio.
Beto es el referente. Tiene unos 50 años, baja estatura y algo de panza; el rostro mestizo, lampiño y los ojos achinados. Habla sin parar. Está indignado, pero sonríe: tiene la fuerza de la razón. A él no se la contaron, la vivió. Está emocionado por la visita. Cuenta que los vecinos están al tanto y esperan impacientes en el centro de salud. Habrá torta frita y api, una típica bebida del altiplano andino.
A partir de la intervención ilegal de la sede nacional, los compañeros y compañeras esperan el golpe en cualquier momento. “El Gobierno hoy se siente fuerte por eso, ha avanzado con las localidades y nos está quitando las cosas”. El debate hacia dentro es qué hacer en caso de una nueva arremetida. La posición de Beto está tomada, la obra de la Tupac es su vida.
Ante la posibilidad de un desalojo, los compañeros han adoptado la táctica del repliegue. Abandonaron la sede y decidieron que uno de ellos la utilice como vivienda. Se mudaron enfrente, al centro de salud, donde llegó a funcionar en doble turno una sala odontológica que hoy permanece intacta, como a la espera. “Ya no tenemos recursos para seguir el comedor, pero nos organizamos para dar clases apoyo para los chicos y una merienda de chocolate con facturas, arroz con leche, o lo que consigamos”, dice Zulema.
Entre muchas anécdotas, Beto recuerda una en particular. Habían construido la primera escuela en el barrio y los vecinos querían más: un secundario. Así que tomó coraje y la encaró, nervioso, a su líder. “Milagro, queremos el secundario en el lugar donde vivimos”, le dijo. “Ella se dio vuelta, me miró y yo me asusté en ese momento, ¡uh! Se quedó en silencio y me dijo: ‘Dale, metele pata, el lunes está el secundario en el lugar donde vos vivís”. El asustado pasó a ser él: ¿cómo que el lunes? ¿con qué pizarra? ¿con qué edificio? ¿con qué escritorios? Se acercó de nuevo y le pidió “un tiempito”. Milagro insistió en el lunes. Parecía imposible, pero se hizo. Vinieron docentes de Jujuy y los vecinos se encargaron de realizar la convocatoria.
El cambio fue total: “De trabajar para comer y sobrevivir, con Milagro empezamos a hablar de la situación en Ledesma, a relacionarnos con los barrios… Ella apostó por los chicos. Les daba trabajo y los chicos cambiaban”.
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En Alto Comedero, barrio emblema de la Tupac Amaru, todo está intervenido, paralizado y abandonado: el centro de salud, la escuela, la bloquera, la pileta, la textil. Todo excepto la metalurgia, que funciona en un enorme galpón entre motivos y murales andinos y con la imagen enorme del Che Guevara en la entrada.
Allí Rubén junto a algunos compañeros resisten. “Antes trabajábamos en tres turnos y no dábamos abasto. Producíamos ventanas, puertas y portones para las viviendas que se construían en todo Jujuy. Hoy trabajamos por encargo de privados. Éramos 33, ahora somos 5 o 4, a veces 2. Hacíamos todo, ahora no hacemos nada”.
No se muestra angustiado, desesperado, ni siquiera triste. “Hemos nacido de abajo y vamos a morir de abajo. Estamos acostumbrados a pelear”, dice.