Ilustración: Federico Mercante
La computadora con dos monitores, las cuatro guitarras, una consola, un teclado, cables y más cables. Todas las cosas que eran parte del paisaje natural de su departamento ahora están en mi casa. Los primeros días sólo podía mirarlas intentando pensar en dónde guardarlas para no verlas todo el tiempo.
Pablo y yo estamos juntos hace cuatro años y medio. Hasta el 20 de marzo cada uno vivía a cinco comodísimas cuadras del otre. Cuando la cuarentena obligatoria se veía venir fue obvio que se mudaba a mi casa.
Vivimos un momento raro, mezcla de miedo, aburrimiento y angustia. Pero es mejor juntes. No porque nuestra vida se haya convertido en una película porno en un dos ambientes de Villa Crespo, sino porque la nueva cotidianeidad es al menos debatida.
La cuarentena se llevo puestos los ordenamientos que usábamos hasta ahora para pensarnos y proyectarnos en un vínculo y también esas estructuras a donde solemos intentar meter esas relaciones (los pasos, las instancias de formalización, lo de la familia, lo de quedarse a dormir, lo de irse de vacaciones, etcétera).
Hago un esfuerzo optimista y pienso que quizás haya una revolución construyéndose desde la tranquilidad de los balcones, en el silencio de los departamentos internos que dan a pulmón, incluso en la pasividad de las pantuflas.
Lo primero fue el miedo rudimentario a habitar sole esta realidad desconocida: hacer yoga en el living mirando la pequeña parte de cielo que queda entre los edificios vecinos, hacer el operativo supermercado, rociar de lavandina cualquier compra, reeditar reuniones de trabajo, salidas a bares after office y fiestas fuertes de sábado a la noche, todo en 40 metros cuadrados con humedad, abandonando el jean por quién sabe cuánto tiempo más. Todo en la intimidad con une mismo. El pánico originario a la intemperie funcionó como un rayo de honestidad:
-No quiero estar sola. Te necesito, vení a vivir conmigo.
Mi amiga Clara conoció a Milton por Tinder hace tres meses. Desde el inicio del aislamiento viven juntes. “Hasta la pandemia no habíamos dormido más de una noche seguida juntos- cuenta- Cuando empezó a circular la noticia de que íbamos a tener que pasar varios días de cuarentena me animé a preguntarle si quería que la hiciéramos juntos. Me asustaba la idea de pasar tantos días sola en mi departamento. También me entusiasmaba mucho la posibilidad de compartir esos días con él, hacernos compañía, coexistir en mis 43 metros cuadrados. Me respondió: sí, quiero. Un poco me asusté. Durante el día él atiende pacientes por skype encerrado en mi habitación y yo trabajo en el living. Al la noche nos juntamos a charlar, cenar y ver series. Creo que puedo decir que soy de las pocas personas que la está pasando bien en la cuarentena”.
En el caso de Agustina la revolución consiste en un pulido y plastificado de sus fobias y neurosis. Se fue a vivir con el novio y su familia: “Nos conocimos de casualidad en el cumpleaños de una amiga en común hace siete meses. Hasta ahora nos veíamos dos veces por semana. La relación fue de a poco, primero compartir momentos, gustos y lugares. Después vinieron los sentimientos. Ahora me encuentro en esta situación completamente “bizarra”: viviendo con él, su papá, su hermano y mi perro. Un montón que procesar. Todo viene diez puntos: ricas comidas, series compartidas, libros, sexo, caricias, compañía”.
Quizás sea el miedo a la amenaza externa borrando temporalmente las diferencias. O este tiempo de singularidad nos pone en contacto total con eso que nos hace genuinamente felices: sin mandatos, sin opresiones, sin necesidad de agradar a nadie más a que a une misme en la intimidad de ese monoambiente. El tiempo y el espacio entendidos solamente desde esa variable.
En este nueva organización social convivir con un otre tiene otro matiz: las expectativas y pretensiones que conocíamos hasta acá se relajan y emerge una intimidad profundamente desconocida. Algo de libertad en el confinamiento en una época de excepción.
En tanto el futuro es incierto, vivir juntes no es un paso previo a otra instancia (casamiento, hijos, compartir obra social). Se trata de atravesar este presente: el inicio de una nueva cotidianeidad, con más colores, variantes y potencialidades que las que ofrece el encierro en la más antigua soledad, en lo que antes conocía como mi propio paisaje natural.