Por Ivonne Coñuecar*
En Chile el contagio comenzó en octubre con el estallido social y un estado de excepción marcado por violaciones a los derechos humanos. Violaciones que aún hoy continúan.
En marzo, con el virus expandiéndose por Latinoamérica, el gobierno chileno ordenó como medida sanitaria de base un toque de queda para proteger artefactos y empresas que -además- le diera cierta ventaja para borrar las marcas de la revuelta y a las personas.
Son días confusos, agotadores. Se nos quedó octubre en el pecho y quemando, en la panza con vértigo, esa estrella de la esperanza que cantaba Víctor, para las nefastas reminiscencias que han traído a la memoria estos casi ocho meses de la crisis más telúrica desde la dictadura.
Como una retroexcavadora, el gobierno pretende borrar experiencias pintando los muros, sembrando en las plazas que sabemos rojas de sangre. Hay una costra en las calles de Chile, y ahora el virus reitera y confirma la necropolítica de Piñera, la devastación adornada con las sistemáticas declaraciones del ministro de salud, Jaime Mañalich. Tres meses de improvisación, información parcializada e incoherencias: que el virus se volvería buena persona, que descubrió que en Chile existía la pobreza, que se sintió seducido por modelos epidemiológicos, y que se cae todo como un castillo de naipes. Mañalich se lavó las manos y se sumaron otros ministerios en este concierto pornográfico de indolencia y miseria.
Un proceso constitucional aplazado nos convoca a un nuevo octubre. La furia hierve puertas adentro alimentándose. Imagino las calles luego de esta inconcebible burla macabra y castigo.
Esta pandemia tiene tanto de estallido: hambre, ollas comunes, represión, censura, empobrecimiento, alineación de poderes ejecutivo y legislativo.
Como pueblo, desconocíamos que el aprendizaje del ejercicio democrático, de tantos intentos, podría ser tan cruento, costar tantas vidas, habitar la impunidad de la metanarrativa de discursos hegemónicos. La sumisión neoliberal nos condujo a posiciones infantiles que nos atraviesan como pueblo. Es estructural la falta de representatividad y la venia con que la oposición habilita el desastre. Ellos se lavan las manos.
Habito dos países: el de origen, Chile, y el elegido, Argentina. Y veo dos maneras de enfrentarse a la pandemia. Argentina se recuperará de un modo más saludable, será otro estado emocional con el que reconstruyamos lo que haya que reconstruir. Un Estado presente es un lugar que no conocí antes: en Chile lo perdimos en ese largo eclipse que permanece desde 1973.
Ahora el monstruo es gigante. La mirada miope y cortoplacista del gobierno de Chile está enfocada en cuidar a las empresas como si fueran la unidad básica de la sociedad. La inversión pública es un juego de manos y discursos que luego desdicen mientras la muerte avanza y se actualiza a diario, con decenas y ahora cientos de muertos que se suman a los reportes devenidos en una varieté de la crueldad. Se les ven los colmillos detrás de la mascarilla. Para todo dicen “economía”. El gobierno pretende seducir con su oasis de pandemia. Ya no se puede pensar económicamente del mismo modo porque los cuerpos son el blanco para las balas y este virus nos mantiene en el encierro e incertidumbre mundial.
Pienso en todo ese silencio antes de octubre, en esa imagen internacional de oasis que instalaba Piñera. Pienso en Lastesis cuando pienso en mundial, pienso en Chile y las porteñas que fijaron el epicentro del feminismo. Pienso en palabras, en construcciones iluminadas de Santiago. Pienso en los artistas lumínicos de Delight Lab, censurados por proyectar la palabra Hambre. Los hermanos Andrea y Octavio Gana iluminaron cada corazón chileno que ha soñado un país colectivo o que se acostumbró a vivir en dos países; frases del imaginario con el que crecimos o soñamos, de artistas; también los rostros de los asesinados, de nuestro pueblo mapuche que históricamente hemos resistido en ese mestizaje de raíces que nos cobran, entonces el pueblo en las calles se reconoció indígena levantando la wenufoye, nuestra bandera, y con ella los cuerpos de nuestros pu lamngen asesinados, los cuerpos criminalizados de nuestras comunidades.
Fue la palabra Hambre la que incomodó al poder y la censuraron poniendo otras luces sobre el edificio. Pero el hambre es voraz, es pandemia y no se detiene.
Pienso en palabras que permanecen, como la historia de amor que leí en instagram de la Tía Baila Pikachú, Giovanna Grandón, una mujer conductora de un bus escolar que hastiada salió a la calle con un traje del personaje japonés en la insurgencia de las performances más ridículas, amorosas y tiernas de un pueblo que respiraba libertad. La historia la escribió Salta Mario, su marido-personaje. Era una historia sencilla, como Chile y su deseo de democracia participativa sobreviviendo al neoliberalismo centrífugo que expulsa.
La glotonería caracteriza al poder que desprecia a su propia gente, enguatados de paisaje, como le escribió Lemebel a Piñera, personaje que ingresa por la puerta trasera gracias a ese 49 por ciento que no votó. Me pregunto dónde estará ese 49 por ciento de los catorce millones ahora. Quizás en los pasillos infinitos del metro, trasladando el virus de un lado para otro, esperando en los hospitales, haciendo cola en algún lugar.
Sobrevivir se vuelve un arte. El virus está desbocado y el sistema sanitario colapsado. Ellos se lavan las manos.
Creíamos que el virus serviría para sacarnos de las calles, creímos en el uso político. Recién dimensionamos cuando se avistaba el tsunami de contagios en las costas y costras latinoamericanas. Las cuarentenas y cierres de fronteras aparecieron a convocarnos a un nuevo escenario.
Pidieron medidas preventivas, aislamiento total en todo el territorio: la respuesta fue sacar a los milicos y hacer malabarismo con las cuarentenas. Escuchamos a diario la fantasía de los ventiladores mecánicos, luego la entrega de cajas de comida comprada en sus supermercados para darles a las familias vulnerables, de acuerdo a criterios de porcentajes sobre porcentajes. El dinero no se lo dieron a la gente porque se lo podrían gastar en cualquier cosa. Es Chile, se le paga al poder, sobre todo por derechos.
El desempleo ahoga, la impunidad hace pus en las heridas, el estallido no ha terminado. Mutilados, heridos, encarcelados, muertos, perseguidos. Las redes sociales están de obituario, la agenda noticiosa y personal también colapsa. Desaprendemos a tocarnos y vernos de cuerpo entero, y los mismos de siempre lucrando con la muerte para salvar el chiringuito que les ha regalado la política, el nepotismo, la endogamia infectada del poder. Una imagen zombi: el permanente último capítulo de una serie distópica.
Hacen de la vida y de la muerte una burla insoportable. Primer concurso literario Luis Sepúlveda “el coronavirus y yo”, se llamaba el certamen organizado por los Ministerios de Ciencia, y de Culturas que pensaron como homenaje al escritor chileno que murió por coronavirus a mediados de abril en España. Ese desprecio tan propio e ignorante, operando desde la oscuridad con métodos de venganza, como el nombramiento de la ministra de la mujer y equidad de género, una defensora de la dictadura, sobrina nieta de Pinochet, que arribó con su moral antiderechos, y responsable del spot contra la violencia de la mujer donde figura un anciano torturador intentando exculparse con su nieta.
No alcanza el mal gusto. El gobierno prefiere la narrativa de la guerra porque es simple, solo hay dos bandos: uno donde ellos se autoproclaman los buenos y le declaran la guerra al pueblo, alienígenas que deben ser sometidos a pruebas para ver de qué están hechos. No hay justicia social, solo una democracia de no votantes y cuerpos que dejan morir.
Nunca es fácil hablar de Chile ni de cuánto resiste un cuerpo, un pueblo o si se sobrevive a la implosión.
*Escritora y periodista. Becaria de Cosecha Roja.