En las últimas décadas ha habido gigantescos avances en materia legislativa respecto de reconocimiento de derechos de las mujeres víctimas de la violencia en general y en especial de delitos sexuales. Hace más de 20 años, al reformarse la Constitución Nacional, las Convenciones de Derechos Humanos fueron incorporadas con la máxima jerarquía legal (art. 75 inc. 22). En ellas, se garantiza a cada niña, niño, mujer y hombre de nuestro país, todos los derechos que hacen a su integridad física y emocional. Sin embargo, más de dos décadas después, miles de mujeres siguen siendo atormentadas, violadas y asesinadas con una frecuencia inusitada que desdibuja aquellas anunciadas garantías.
Es que no alcanza con leyes protectoras, que son imprescindibles, pero no resultan suficientes. Ningún violento consulta el Código Penal antes de aterrorizar a su pareja, violarla o asesinarla. La impunidad de esos hechos es tan alta, que actúa como imperceptible y brutal incentivo para la reiteración de los crímenes. Y en ese plano, las leyes son sólo tinta sobre papel. Tal vez, ya es hora de comenzar a pensar en las causas profundas no sólo del fenómeno, aspecto en que como se dijo, se avanzó mucho, sino en las que mantienen ese nivel de impunidad obsceno y que no radica en la falta de leyes. En todo caso, en la falta de sanciones y eso apunta a quienes tienen la responsabilidad de aplicarlas, los policías, fiscales y jueces.
En esa tarea, no es lo mismo ser un funcionario seleccionado y formado en una cultura de comprensión y sensibilidad hacia las víctimas, que uno que es indiferente, que duda de ellas, o incluso se identifica con el agresor. Tampoco es lo mismo que quien no cumplió la normativa protectora y desatendió las denuncias y dejó de tomar las medidas protectoras que hubieran salvado una vida, continúe en su cargo y no sea sancionado.
En ambos casos, y en distintas etapas, falló el Estado. El mismo que impulsó buenas leyes, no es capaz de hacer que se cumplan. Y ahí, en la médula del fenómeno, lo que define es la ideología. Y en materia de violencia física, psicológica, sexual o de cualquier otra índole hacia la mujer, predomina la mirada del varón, que es la que a lo largo de la historia, dictó las leyes, las interpretó y aplicó. Y es la misma mirada del agresor, que siente que puede seguir siendo violento, porque una parte de nuestra sociedad, lo tolera, lo apaña y en muchos casos hasta se solidariza con él. Cuando un comunicador ridiculiza una víctima, el primero que se ríe es el victimario. Pero, cuando los encargados de aplicar las leyes actúan guiados por la misma ideología misógina de los siglos anteriores, no sólo se están solidarizando con el violento, lo están alentando.
Modificar drásticamente los sistemas de selección de funcionarios de todas las áreas vinculadas a la violencia es uno de los pocos caminos efectivos para lograr a mediano plazo menos violaciones y muertes. Mientras tanto, denunciar y desenmascarar cada día a quienes amparan a los violentos, nos acercará al momento en que las políticas públicas sobre violencia de género superen la letra muerta de las leyes y reemplacen a todos los policías, fiscales y jueces que no sean capaces de respetar una legislación que tanta sangre costó sancionar.
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