[Capítulo 1 – La última noche del libro El retrato del olvido de Matías Cambiaggi]
El 16 de Junio de 1985, mientras juntaba apurada sus cosas, la Doctora Cecilia Giubileo se sorprendió frente al espejo. Sabía que tenía el tiempo justo para llegar a cumplir con el horario de su guardia, pero algo la retenía. Lo que había visto no le gustaba. Su rostro ya no era el de antes o el que ella recordaba tener. El que la miraba desde el espejo parecía ser el de alguna otra mujer. El de una mujer más grande.
Su reflejo era el que se lo decía y ella lo podía ver con la claridad del descubrimiento. Veía como por primera vez las líneas que sus expresiones habían dibujado con el tiempo en su cara y no le gustaban. Todas las que recordaba tenían que ver con preocupaciones o incluso con el miedo que la perseguía. Le molestaba verse, pero cuando le empezó a doler cerró sus ojos y se dio vuelta para agarrar, con un movimiento brusco, las llaves de su auto. Caminó con pasos largos y rápidos hasta atravesar los pocos metros que la separaban de la puerta. Cuando llegó a la calle respiró profundo, como buscando un aire que no encontraba. Siguió hasta su Renault 6 blanco y se dejó caer sobre su asiento.
Tomó la ruta provincial que usaba siempre, pero esta vez, y a pesar del frío, con la ventanilla baja, como si buscara borrar su propia imagen a golpes de viento, o tal vez sólo para tomar el aire que necesitaba y llegar despejada a su trabajo.
Arribó a la Colonia cerca de las 21:30, subió los pocos escalones de la Casa Médica –el edificio que ocupaban los doctores en el asilo– y firmó el libro de entradas. El espejo había quedado lejos, igual que el recuerdo de sus marcas y los pensamientos que le nublaban la vista.
Esa noche, en la que todo parecía difícil, otros dos médicos debían cumplir con ella el mismo turno, pero por distintos motivos no se habían presentado y la Doctora Giubileo se sintió más sola y aburrida que de costumbre, con la sensación de que las agujas de todos los relojes conspiraban contra ella.
Después de esa primera hora de espera, casi elástica, en la Casa Médica, y sin casos para atender, una de las enfermeras llegó de su recorrido con la noticia de un paciente con fiebre. La doctora Giubileo salió hasta el pabellón para atenderlo, le dio la medicación que necesitaba y la noche pareció empezar a ponerse en movimiento.
Algunos minutos más tarde volvió a atravesar el descampado cuando llegaron los familiares de una paciente que había fallecido por la tarde, para retirar su cuerpo. La doctora habló con ellos, les dio su pésame y firmó el acta de defunción para que pudieran realizar el traslado. Más tarde, Miguel Cano, un paciente con quien tenía alguna confianza, la fue a buscar y con la respiración entrecortada por la agitación le pidió que lo acompañara para atender a uno de sus compañeros del pabellón siete.
Después de ver a ese paciente, de vuelta hacia la Casa Médica, ya pasada la medianoche, se cruzó con uno de los supervisores de la Colonia e intercambiaron unas pocas palabras atravesados por el frío y el tedio de las horas de guardia. Eran las 23:45.
–¿Cómo, doctora, no me dijo que se iba a acostar temprano esta noche?
–Sí, pero me llamaron del pabellón siete. Acabo de atender una urticaria gigante –dijo Cecilia, casi al pasar y siguió caminando, enterrando sus pies en el pasto húmedo.
Cuando llegó de nuevo a la Casa Médica se sentó para sacarse el barro de sus zapatos y descansar un poco de la caminata. Unos minutos más tarde discutió con otra supervisora y decidió salir a recorrer los pasillos de la vieja casona para distraerse.
Con el enojo todavía atragantado buscó a un enfermero y le pidió unos cigarrillos.
–Dame tres cigarillos –dijo, casi ladrándole.
–¿Estás enojada?
–Un poco. Me voy a leer a la habitación a ver si puedo dormir. Cualquier cosa avisame.
La doctora siguió caminando, cruzó la puerta de su habitación y de un golpe, la cerró con fuerza.
Los diálogos eran intrascendentes. Como los de cualquier noche, parecida a todas las otras. Como casi todo lo que decimos. Sin embargo, estos fueron registrados y publicados algún tiempo después por los periódicos de la época, igual que cada uno de los pasos que dio Cecilia Giubileo aquella noche hasta volverse noticia.
El 17 de junio amaneció tan frío como el día anterior en todo el partido de Luján, pero algo había cambiado para siempre en la Colonia Montes de Oca.
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