Marcela Turati – Proceso.-
Nunca vi nada así, se le escucha decir al nervioso policía apostado en la punta del monte, el rifle atento. A unos pasos la tierra cortada; hay seis hoyos bien trazados, son seis fosas que escondían los fragmentos de 23 cuerpos calcinados. Bajo la arena retirada a golpes de pala se logran ver troncos de árboles chamuscados, ramas marchitas manoseadas por el fuego. Un pedazo de pantalón de mezclilla. Banderines rojos que marcan el terreno y una cinta amarilla desmayada con el rótulo “Escena del crimen”.
“¿Te imaginas todo lo que pensaron mientras llegaban acá?”, suelta una fotógrafa jovencita, la mirada de tristeza. El silencio que se impone.
La identidad de esos cuerpos no está confirmada, pero nadie puede espantar de la mente el testimonio de los dos detenidos que declararon a la Procuraduría General de Justicia de Guerrero que ahí asesinaron y enterraron a 17 de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos; los que fueron arrestados por policías municipales y entregados a sicarios de la narcomafia local Guerreros Unidos.
El pesado silencio queda ahogado por un zumbido: es el concierto de las moscas.
Un reportero local lanza como telegrama los que imagina fueron últimos momentos de los condenados a muerte: “Los obligaron a subir caminando. Los ejecutaron. Pusieron una cama de troncos. Los quemaron. Ahí mismo los enterraron. A ellos mismos les hicieron cavar sus tumbas”.
La fragancia de la muerte impregna el monte. Ese olor cada vez más frecuente en esta interminable fosa común en la que se ha convertido México. El mismo lodo podrido, con mezcla de masa orgánica, que se pisa en Tijuana, en los terrenos regados con ácidos con los que los cadáveres son disueltos. El mismo olor que despiden las fosas donde quisieron ser reducidos a nada los migrantes masacrados en San Fernando, Tamaulipas. El mismo que se hace presente, cada vez con más frecuencia, en episodios que por comunes pasan desapercibidos para la prensa.
Es un olor dulzón y rancio que hace nido en las fosas nasales, asfixia la garganta, se atenaza en el cerebro. No se quita por más que te bañes o recurras a los perfumes. Es un recordatorio que deja el sufrimiento de un ser humano que se niega a ser desaparecido, enterrado a escondidas martirizado.
Una mariposa negra y amarilla aletea al borde del corte de la tierra. Avanza y retrocede. Testigo de primera fila. Centímetros abajo agua de lluvia que al contacto con la tierra se convirtió en un caldo pútrido, un charco estancado, con nata en la superficie que impide cualquier reflejo.
Para subir a las fosas de Iguala hay que salir de esta ciudad –la tercera más importante de Guerrero– y dirigirse a la periferia, donde la ciudad se convierte en campo. Hay que guiarse por un cerro con pelo verde, andar por calles sin pavimento, preguntar por Jardín Pueblo Viejo, luego por la vereda a La Parota.
Derecho por la vereda formada por piedras hay que seguir el camino marcado por las pisadas pioneras. Es un sendero paralelo a un maizal del que se va perdiendo la perspectiva porque a lo largo se extiende una bóveda de ramas y arbustos que hacen pensar en la entrada a una selva.
No hay pérdida si se sigue la vía marcada por los cubrebocas azules colgados de los matorrales, tirados en el piso, aventados en la cuneta, como en una urgencia de quienes querían desprenderse pronto de la peste. Para más referencias se pueden buscar las marcas que dejó en algunos arbustos el enviado de una televisora deseando que nadie se perdiera.
Impresas en el lodo del suelo se notan huellas de distintos tamaños, de botas, de tenis, de huaraches. Son las huellas de la gente que ha subido a ese cerro. Me pregunto si alguna de ellas será de los asesinados, si sabrían que ese iba a ser su destino, que ese es monte sería su cementerio. Pocas, casi ninguna huella van en sentido contrario. Claro, ellos no bajaron. Ellos se quedaron arriba.
Caminar. Subir. El único ruido es el de la propia respiración y la orquesta de insectos. Hasta que se llega al lugar marcado por las moscas, el inconfundible sitio de la muerte. El lugar que condensa el horror de la narcopolítica mexicana. La presentida confirmación de la identidad que nadie desea. ¿Asesinaron aquí a los estudiantes normalistas rapados durante la novatada que les hicieron en su escuela que ni siquiera habían cumplido los 20 años? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Quiénes? ¿Por qué así?
Sólo queda lanzar en silencio un rezo en este espacio de muerte y pedir que (sea quien sea) quien murió aquí encuentre la paz, que sus restos regresen a su casa.
A unos metros del área marcada, en un claro aplanado se ven un montículo formado por ropa, basura, plásticos, cobijas. Es fácil pensar que esa era una guarida de los dueños de estos caminos prohibidos. Donde descansaban porque las masacres implican trabajo.
El camino de regreso a la ciudad lo marca el botadero de bolsas de basura de plástico rojo con signos que indican toxicidad. Y más cubrebocas, decenas de ellas, guantes de látex, botas de plástico, empaques de geles o desinfectantes tiradas a lo largo del camino, como si quienes participaron en las exhumaciones hubieran querido quitarse de encima el horror aferrado en la piel. Como si quisieran dejar atrás la pesadilla.
Un reportero local dice que este horror no es peor que el de las fosas de los 18 turistas michoacanos enterrados en una huerta de coco en Acapulco y exhumados un mes después de sus asesinatos. Su error fue haber viajado juntos a bordo de un autobús que llevaba placas del lugar equivocado, de su estado natal que engendró también un cártel rival a los de Guerrero.
Estos duelen distinto porque las declaraciones apuntan a que aquí quedaron puros estudiantes, los mejores de sus pueblos, los que se inscribieron a la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa porque desafiaron su destino y quisieron ser alguien.
Iguala es tierra fértil para la siembra cadáveres.
Según el Departamento Municipal de Panteones, 76 personas no identificadas han sido enviadas a fosa común del cementerio durante la administración interrumpida del alcalde perredista prófugo José Luis Abarca (quien gobernó dos años).
Los cuerpos de desconocidos provienen de diferentes hallazgos.
En mayo de 2013, en San Miguelito, parte trasera del Cerro de La Parota, fueron desenterradas 33 osamentas. Hace cuatro meses, de camino al municipio vecino de Taxco, en Mezcaltepec, se descubrieron 17 cuerpos (el sexenio pasado encontraron a 55 adentro de un pozo). Ahora la tierra engendró cadáveres en La Parota, ese cementerio clandestino que algunos funcionarios locales dicen que era usado desde hace más de un año para eliminar seres humanos.
Esto ocurre en Iguala, la cuna de la bandera nacional. La ciudad que se ufana de tener el lienzo tricolor más grande del país enarbolada desde uno de sus cerros. Por toda la ciudad se ven bardas ilustradas con episodios de la Independencia que se comenzó a esbozar aquí hace 200 años, aunque al día de hoy la gente vive como esclava, sometida por el crimen organizado que de día impone su ley y en las noches su toque de queda.
Antes de subir a La Parota un reportero local que acudió a la despedida de los policías municipales enviados voluntariamente-a la fuerza a reeducarse en una academia de policía en Tlaxcala me mostró una fotografía que lleva en su celular: tirados sobre el piso se encuentran seis cuerpos inflados, brillosos, tapizados por arena café.
El reportero aseguraba que corresponden a los cuerpos recuperados de esa fosa, que son la prueba de que los exhumados no son los de los normalistas. “No son los estudiantes –afirmaba mientras agrandaba con sus dedos la fotografía en su celular–, estos cuerpos son de adultos, no son de jóvenes. Este cinturón de cuero no es del que usan gente como los normalistas”.
Yo veo bultos inertes. No sé distinguirles la humanidad, salvo por la silueta. No sé qué cinturones usan los estudiantes más pobres de México, los que buscan superarse estudiando la carrera de maestro en una escuela normal.
Más tarde un forense que participó en las exhumaciones corregirá la información sobre esa foto de los cadáveres inflados que se publica en un diario de nota roja.
Asegura que las personas enterradas en La Parota podrían haber sido asesinadas ocho días antes. Los restos recuperados no estaban completos. Estaban podridos. Quemados. Fragmentados.
“Quién hizo esto trató de no dejar huella, fue como una cremación. Sabía. Trataba de borrar rastros”, explicaría el especialista bajo la condición del anonimato.
Según se rumora, la noche que cavaron su propia tumba en La Parota, después de que fueron asesinados una lluvia impidió que esos cadáveres rociados con diesel y prendidos con lumbre quedaran reducidos a cenizas. Como si la naturaleza se hubiera resistido a destruir la evidencia. Como si ella también esperara a que en México algún día se haga justicia.
Foto: Octavio Gómez
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