Por Solana Camaño
Una está hecha de símbolos que dejan marcas en su identidad. Una comienza a relacionarse con el mundo a través del lenguaje que le enseñan. Yo aprendí, antes que a leer o a sumar, que la vida es esa cosa impredecible que transcurre entre 22 tipos (y minas, descubriría más tarde) gritando que no se dejen comer la espalda, que están perdiendo todos los rebotes. Aprendí que están lxs osadxs que se animan a salir jugando y lxs que creen que no hay mejor fórmula que un buen pelotazo al nueve y a guardar. Que hubo un tipo de Fiorito que hacía todo eso, pero mejor, con una destreza que a algunos les recuerda a Bochini en el Rojo, y que otros directamente describen como incomparable.
Soy hija del fútbol, de la generación que lloró al ver al Diego salir de la cancha con la enfermera en el 94, de la que vio en él la posibilidad de ser genuinamente felices, de la que clasifican a las personas entre menottistas y bilardistas. Mi papá, Juan Carlos Camaño, jugó en Tigre en los ochenta. Cuando nací en la década siguiente, ya se había retirado. Yo le preguntaba si extrañaba. Siempre me respondía lo mismo: “Jugué tanto, tanto, pero tanto a la pelota, que me puedo morir sin volver a tocarla”.
Y yo no le creía nunca.
Así crecí, rodeada de historias de vestuario, los únicos cuentos que mi viejo me contó de chica. Siempre en el Coliseo de Victoria, detrás del alambrado, quedándome en silencio cuando la barra coreaba “nos chupan la pija todos esos putos de la federal”, porque no estaba bien visto que una niña cantara eso. No me identificaba. Mi infancia futbolera era la de una mera espectadora. Volvía de la escuela y tomaba la chocolatada mientras veía los mejores goles de Maradona en el bicho, la bombonera y Nápoles, o escuchando el relato de Víctor Hugo del Gol del Siglo en loop.
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Pero no fue hasta que ocurrió un milagro en mi adolescencia que terminé de armar el rompecabezas del vínculo entre el diez y mi papá. En diciembre de 2012, Tigre jugó la final de la Copa Sudamericana contra San Pablo, la primera y última en sus 100 años de historia. Ese partido es recordado por ser el único donde se disputó un solo tiempo cuando el club brasileño ganaba por dos tantos. Un conflicto con la policía se encargó de arrebatarnos el deseo a quienes habíamos viajado.
Derrotados, escapamos con papá del humo de esa ciudad de calles cortadas y nos sentamos a tomar mate en una playa al atardecer. Hicimos lo que más nos gustaba: hablamos de fútbol. Del de antes, de Caniggia, Valdano y Batistuta. Le pedí que me lo contara todo, como una clase. Mundial por mundial, detalle por detalle. Desde el 78 hasta el 2010. Y ahí lo soltó, como quien cuenta que el domingo jugó un picadito con los pibes: en el 86, el matador había sido sparring de la Selección Argentina y él, que jugaba de 5, tenía que marcar al más grande de todos. O intentarlo.
En ese entonces, el diez estaba a un mes de convertir el gol más recordado del mundo. En la única foto que le quedó a mi viejo de esa época se lo ve al fondo, con la porra y los cortos que se usaban en ese momento, colándose en el recuerdo de otros. No dimensionaba que estaba jugando con quien sería el hombre más venerado y defenestrado del país. Todavía no era “El Diego”.
Cuando empecé a jugar a la pelota, recién a mis 20 años, repliqué esa inocencia. Me puse los botines y pedí la 10 en la camiseta, a ver si Dios me contagiaba un décimo de habilidad. El talento no vino nunca, pero me adentré en un universo deportivo que desconocía: el del compañerismo entre las pibas, disputando la pelota y concibiendo la rivalidad desde otras lógicas.
Papá nos empezó a dirigir en el torneo, era la primera vez que nos parábamos juntos sobre la línea de cal. Le reproché que no me había enseñado a jugar antes, y se excusaba con que en su época los padres no mandaban a sus hijas a la escuelita de fútbol.
Eso sí se lo creí.
A la comunicación feminista llegué un tiempo después. Empecé a cubrir situaciones de violencia de género, torneos femenino de fútbol, a dar clases de Educación Sexual Integral. La pregunta de mi entorno, cerveza o historia de Instagram de por medio, era inevitable: “¿Y vos qué pensás de Maradona?”. Mi respuesta, siempre provocadora, era que mi Diego favorito era el de la época dorada en Italia. Es que yo reivindicaba mi derecho a hablar de fútbol, tan simple como eso, a legitimarme como enunciadora, a hacerlo en igualdad de condiciones que mis amigos o mi viejo, a que ese fuera mi acto más revolucionario.
Pero sabía que me debía una complejización del análisis, que el fenómeno maradoneano trascendía lo deportivo, y que mi devoción por ese símbolo de la cultura popular que se enfrentó a todos era, además, un asunto político. Sabía, también, que reflexionarlo en clave feminista significaba repensar la crianza de mi viejo y mi admiración a la figura más cuestionada de todas; que podía tirarme a barrer cada una de las certezas (o contradicciones) sobre las cuales muchas de las hijas de la generación del diez habíamos construido quiénes somos.
Cuando me enteré de la noticia de la muerte, estaba almorzando sola. Lo único que pude hacer fue sacarle una foto a la televisión y mandársela a papá.
Esta vez fue él el que no me creyó. No lo culpo. Diego Armando Maradona fue una metáfora de su juventud y de mi infancia. Las canchas vacías hoy serán siempre metáfora de su ausencia.
Hasta siempre.