Sabemos que la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich o Bull-rich, es dueña de una verba fanfarrona y muy provocadora. Bull-rich se deleita subiendo las apuestas mientras afina la puntería. Y cuando lo hace, al tiempo que mueve ligerito la cabeza de un lado a otro torciendo la boca, la mueca delata soberbia y cinismo. Repasemos algunas de esas declaraciones y tengamos presente su rostro para reconocer el matonerismo que, a esta altura, es una marca registrada de su gestión.
“No hay ningún caso de gatillo fácil”. “El gatillo fácil es cuando un policía no le gusta la cara de alguien y lo mata”. “Disparar o no por la espalda depende de la situación”.
“Nosotros estamos con toda la capacidad para determinar cuál tiene que ser la política criminal del país. El mensaje a las fuerzas es que, frente a una situación de delito, de flagrancia, tienen que actuar”.
“[Se] respalda a la Policía en su accionar porque son quienes nos defienden”.
“No puede suceder que un policía sea llevado preso cuando hizo una acción legal que hay que analizarla en el contexto”.
“Si la Policía siente que cada vez que actúa termina en una situación de ser analizada por la Justicia, cuando lo hace en defensa de un ciudadano, lo único que se va a generar es parálisis”.
“Seguimos pensando que el Policía hizo lo que tenía que hacer”.
“El Gobierno dice y expresa que cuando hay una situación de peligro de vida los policías deben actuar. Durante muchos años se vivió al revés en Argentina”.
“Nosotros tenemos un modelo de monopolio de la fuerza en las fuerzas. Eso significa que las acciones que se realizan para defender a la población, a terceros, como dice la Constitución, a la propiedad, son legítimas”.
“Cuando un miembro de una fuerza policial, en persecución de un delito, de un delincuente, tiene que utilizar su arma, está haciendo una acción legítima”.
“De acuerdo a reglas de muchos años en la doctrina policial dadas a partir de un entrenador norteamericano, toda situación en la que hay una persona con un cuchillo, el policía no debe acercarse a menos de seis metros”.
“La acción que llevó a cabo el policía no es de legítima defensa. Es una acción de cumplimiento de los deberes de funcionario público. Esto ratifica una mirada de nuestro gobierno que las fuerzas de seguridad no son, como lo fueron durante muchos tiempo, la principales culpables a la hora de una enfrentamiento”.
“Estamos cambiando la doctrina de la culpa hacia el policía y estamos construyendo la doctrina de que el Estado realiza las acciones para impedir el delito”.
“Desde el principio de la gestión dijimos que vamos a cuidar al que nos cuida. Chocobar actuó como policía y lo vamos a ayudar en la defensa legal”. “Con esto, lo importantes es que vamos a dar vuelta la realidad”.
Me pregunto si con estas declaraciones la ministra no está reintroduciendo por defecto la pena de muerte, avivando el fuego, habilitando la discrecionalidad policial fuera de su disposición a actuar de esa manera en muchísimos casos; me pregunto si Bull-rich no está confundiendo el monopolio de la fuerza con la política del garrote.
De hecho, las referencias a la “legítima defensa” o a la “acción legítima” constituyen una estrategia retórica y oportunista. Bull-rich busca hacer que afloren las pasiones punitivas que se esconden detrás de frases taquilleras como “uno menos”, “ese no jode más”, “el que las hace las paga”, “el que mata tiene que morir”, y “corta la bocha”. No son expresiones excepcionales sino recurrentes, frases calibradas por el hombre común para legitimar lo que no es legal. En efecto, el punitivismo de arriba sólo puede entenderse con el punitivismo de abajo. Hay una relación dialéctica entre el gatillo policial y el linchamiento vecinal, entre el matonerismo estatal y el patoterismo vecinal. De hecho los linchamientos o tentativas de linchamientos, físicos o simbólicos, los casos de justicia por mano propia, las quemas de vivienda, los saqueos masivos a comercios en los barrios y la lapidación y tomas de comisarías son la expresión de la frustración ciudadana. En todos estos casos los vecinos no están denunciando la ausencia del estado sino rezongando su indulgencia: el estado no estaría presente como ellos quisieran que lo esté. Los vecinos no sólo demandan la presencia de más policía, más patrulleros, sino de una policía intolerante, implacable, eficaz. Tanto para Bull-rich como el vecino alerta la tolerancia cero debe completarse con la mano dura.
En ese sentido, las declaraciones de Bull-rich se hacen eco de la estupidez que caracteriza a los vecinos, son el espejo brutal donde se refleja el bestiario de la vecinocracia. Bull-rich lo sabe por eso increpa y apela al lenguaje matón. Sabe que su hinchada no está hecha para los derechos humanos sino para la mano dura. Y que conste que usamos la palabra “estupidez” haciéndonos cargo de las interpretaciones que ensayó Kant en su Antropología para caracterizar a aquellas personas que, aun siendo inteligentes, no saben pensar, son incapaces de ponerse en el lugar del otro, de sentir al otro.
Gramsci y Althusser nos enseñaron que en el capitalismo occidental, la violencia del estado, no necesariamente se organiza y funciona a través de la represión. La gran mayoría de las veces, la violencia se nos presenta de una manera transfigurada. Por un lado, Althusser nos dice que la violencia puede condensarse hasta volverse fuerza de ley, incluso, me atrevería a agregar, terror. El estado es una máquina que transforma las relaciones de fuerza en relaciones jurídicas. La violencia se vuelve invisible cuando se convierte en valor o creencia. Pero la violencia continuará respirándose en el ambiente, se la seguirá escuchando en las habladurías hechas de clises que destilan el resentimiento vecinal.
Para Gramsci, la hegemonía no necesariamente es el resultado de las concesiones hechas por el funcionariado de turno. Sabido es que a través de la política de salarios altos y subsidios, incrementando la capacidad de consumo, las clases dirigentes pueden dirigir o recuperar la adhesión de los sectores subalternos. Pero otras veces, la violencia tiene los mismos efectos, persigue los mismos objetivos. Es una violencia paradójica, porque no se busca reprimir sino hegemonizar. Gramsci llamó a esto “cesarismo”: la oportunidad de ganarse el consentimiento de importantes sectores sociales apelando a la violencia explícita, sea la violencia de las palabras o la violencia de las balas.
Porque, tratándose de las palabras que utilizan los funcionarios, hay una continuidad entre las palabras y las balas. Como dijo Austin en su libro Cómo hacer cosas con palabras, las palabras además de ser descriptivas pueden ser realizativas o performáticas. Prueba de ello son las declaraciones de los altos funcionarios: producen eventos, realizan acciones con ellas. Y las declaraciones de las que estamos hablando, por más que hayan sido vertidas por Twitter o en conferencias de prensa o improvisadas en ruedas frente a los movileros, es decir, que no constituyan auténticos actos de gobierno publicados en el Boletín Oficial, no serán ingenuas y mucho menos inocentes: tienen la capacidad de generar hechos, de producir realidad. La ministra manda mensajes para alistar y cubrir a la tropa, para amparar la discrecionalidad policial, el uso de la violencia más allá del estado de derecho; para apurar y apretar a los fiscales y jueces para que no pidan rendición de cuentas a los policías que usaron la fuerza letal en casos de “legítima defensa”, “enfrentamientos” o “persecución”. Pero también manda mensajes a aquellos sectores de la sociedad que reclaman mano dura. Bull-rich le dice a la gente como uno lo que esta quiere escuchar. Bull-rich está preparando el terreno y la gente le responde.
Quiero decir, hay en la capacidad de fuego un insumo moral para componer consensos afectivos, para revalidar las adhesiones que el macrismo supo reclutar en las dos últimas elecciones. De la misma manera que la violencia del estado fue avalada por el hombre común en la última dictadura cívico-militar, después de cuatro décadas de democracia, la violencia o la amenaza de violencia sigue despertando el entusiasmo de importantes sectores de la ciudadanía. Las declaraciones de Bull-rich ponen a la vida cotidiana en un umbral de indeterminación entre la democracia y el autoritarismo, corriendo el riesgo de transformar la democracia en un sistema totalitario. Lo digo con las palabras de Giorgio Agamben en Estado de excepción: “El totalitarismo moderno puede ser definido, en este sentido, como la instauración, a través del estado de excepción, de una guerra civil legal que permite la eliminación física no sólo de los adversarios políticos sino de categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político.”
Las declaraciones de Bull-rich son la expresión de la articulación que traman diferentes actores institucionales y de la sociedad civil para hacer frente a determinados fenómenos que son referenciados como problemáticos. Estas respuestas estratégicas necesitan un marco que las habilite. Ese marco se está montando alrededor de la noción de enemigo que, en esta gestión,asume diferentes formas. El enemigo es la figurita comodín que le permitirá desplegar y utilizar la violencia en distintos escenarios. Vaya por caso la figura del pibe-chorro, la del narco-villero y la del indio-terrorista. Tres enemigos a la altura de las series de Netflix y los fantasmas que surcan el imaginario de la vecinocracia. Este es el triunvirato del misterio de seguridad, a través del cual el gobierno persigue tres objetivos concretos: uno, agregarle legitimidad a las políticas de seguridad; dos, correr el centro de atención a problemas menores, desplazando la cuestión social por la cuestión policial; y tres, construir consensos sociales que les permita ganar tiempo para seguir encarando las reformas de estado.
Las palabras de Bull-rich son las sondas que el gobierno lanza al espacio público para alcanzar aquellas regiones del imaginario social donde se fueron depositando las pasiones punitivas durante generaciones.
Sabemos, como dice el refrán, que el que juega con fuego se terminará quemando. Pero mientras eso sucede, el fuego atrae, entretiene, mantiene absortos e hipnotizada a la vecinocracia.
Bull-rich es el toro fecundo, intenso, vibrante pero también cómico de la política argentina. No es nuestra intención reírnos de ella, pues sabemos, como nos enseñó Nietzsche, que donde empieza la parodia empieza la tragedia.