Por Marisa S. Tarantino*
Una tarde de agosto de 2019 escuché a Zlotogwiazda contando una efeméride que me llamó la atención, la del nacimiento de una de las categorías del campo psi más famosas y controversiales: el “síndrome de Estocolmo”.
Su relato, palabras más palabras menos, fue algo así:
El 23 de agosto de 1973, un hombre intentó asaltar un Banco en Estocolmo, Suecia. Tomó de rehenes a cuatro empleadxs y lxs hizo permanecer en cautiverio durante varias horas. Una vez liberadxs, una de las mujeres capturadas hizo declaraciones públicas en las que afirmó que no había sentido ningún temor hacia ese hombre, a quien no consideraba peligroso. Es más: dijo que era capaz de viajar por el mundo con él. Lo que en cambio sí le había generado mucho miedo era el accionar de la policía.
Me dio curiosidad, así que indagué un poco más y encontré otras precisiones:
Ciertas fuentes aluden no a una, sino a dos mujeres rehenes que hicieron aquellas declaraciones. Lo que dijeron generó tal estupor que enseguida apareció una interpretación que intentó “normalizar” la rareza. Nils Bejerot, psiquiatra asesor de la policía sueca durante el asalto, acuñó la categoría síndrome de Estocolmo para categorizar esta “anomalía”: sostuvo que consistía en un vínculo “afectivo” creado entre rehenes y captores durante el cautiverio, a causa de que las víctimas “malinterpretaron” la ausencia de un trato violento como si se tratara de un rasgo humanitario.
Desde aquel evento, la categoría fue adquiriendo diversos usos coloquiales. El imaginario social apeló a él para aludir a las víctimas que se “enamoran” de su captor, o que tienen apego a personas o situaciones que les generan padecimiento. Sin embargo, como categoría de diagnóstico del campo psi nunca fue aceptado.
La psiquiatría auxiliando el poder represivo
Lo que habían hecho aquellas rehenes suecas no fue otra cosa que un profundo reclamo político a las autoridades: ellas pusieron en tela de juicio el tipo e intensidad de la respuesta dada a la emergencia, señalaron la desproporcionada violencia que habían percibido en el despliegue policial, y objetaron la construcción tendenciosa de su captor como “sujeto peligroso” con la que se justificaba tal respuesta.
Luego, la construcción de un discurso donde esas mujeres aparecían como víctimas de este síndrome psicológico, ligadas afectivamente a su captor –al que “malinterpretaban”- no ha sido nada inocente. Tuvo por misión hacer virar la atención del reclamo político hacia la estabilización de un criterio de normalidad/anormalidad donde la protesta lograba disiparse, y donde las autoridades quedaban indemnes a toda crítica. El hecho podía mantenerse, así, dentro de una lógica binaria víctima-victimario, a la que solo podía caberle una respuesta punitiva. La psiquiatría, una vez más, había salido al auxilio del aparato represivo despolitizando la actitud de quienes pusieron en evidencia su lógica irracional.
La explicación volvía a colocar a las mujeres en el lugar de siempre: alteradas psicológicamente, seres débiles a quienes quizá les gustaba un poquito que las trataran mal; y en definitiva, personas con dificultades para ejercer una correcta interpretación. Impedidas de dimensionar su contexto, no habían sido capaces de comprender el verdadero daño que habían sufrido.
Al repasar cómo fueron estos hechos, lo que más me conmueve es su pasmosa correspondencia con algunas experiencias que pude recoger como operadora judicial.
Las putas bajo el síndrome
Las primeras organizaciones de trabajadoras sexuales en el mundo datan de la década de la década del ´70. La de nuestro país, de fines de 1994. Desde su creación como sindicato -integrante de la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA)- AMMAR viene trabajando colectivamente en una construcción política que reivindica la posición por el reconocimiento de los derechos laborales de las trabajadoras sexuales, y lucha contra el estigma, la discriminación y la violencia institucional.
Diversos informes de investigación presentados durante los últimos años, demuestran que las políticas antitrata que se impulsaron en Argentina a partir de 2008 -con una fuerte impronta del activismo abolicionista- no han logrado otra cosa que empeorar las condiciones en las que ejercen su actividad: clandestinizaron aún más los intercambios, las expusieron a mayores y más intensas violencias institucionales y les obstaculizaron el acceso a derechos básicos. Como si fuera poco, sus resultados en términos de criminalización femenina triplican o cuadriplican las proporciones de representación en delitos comunes, y duplican las de otros universos problemáticos, como es el de drogas. En otras palabras, se ha dado la paradójica situación de que una política criminal pensada para proteger a las mujeres, está produciendo el mayor porcentaje de persecución penal contra ellas.
Las políticas impulsadas en nuestro país contra la trata de personas se corresponden con un avance global promovido por los Estados Unidos, que en diversas partes del mundo occidental viene reproduciendo lo que Laura Agustín ha dado en llamar “industria del rescate”. Desde este paradigma, se ha consolidado la idea de una víctima silenciosa, puro cuerpo sufriente, incapaz de tomar decisiones, capturada por el engaño y la “naturalización de la violencia”, esa que se presume siempre intrínseca a toda forma de “prostitución”.
El discurso psi construido por las profesionales de rescate que suelen dar asistencia en las causas de trata (y que, en los hechos, terminan dando definiciones sobre quiénes y cómo son las víctimas de este delito) se traduce obviamente en las prácticas de nuestras agencias penales. Así, la autoridad que fue adquiriendo este nuevo saber de las rescatistas, logró permear fuertemente en los discursos judiciales y provocó un efecto de despolitización: lo que durante varias décadas había sido solo -y nada menos que- el objeto de una de las disputas más persistentes del debate feminista, se tradujo en categorías rígidas que neutralizaron todo ese contenido político. Así, nuestros jueces comenzaron a leer la reivindicación del trabajo sexual también como producto de una “mala intepretación”, de la imposibilidad de las mujeres que hacen trabajo sexual de comprender acabadamente la violencia que padecen. En ese camino, tal como argumenta Agustina Iglesias Skulj, la idea de vulnerabilidad fue el dispositivo clave que permitió la interpretación judicial que desestima sistemáticamente toda posibilidad de optar por el trabajo sexual.
Así de claro lo ha dejado la mismísima Zaida Gatti, titular de la Oficina de Rescate y Acompañamiento a las víctimas de trata de personas, que en una entrevista de 2017 reconoció que de 7.000 mujeres rescatadas, sólo el 2% se reconoce como víctima. Su explicación a este escaso número fue, una vez más, que todas estas mujeres tienden a “naturalizar” su situación de explotación a causa de su vulnerabilidad. Como no han tenido verdaderas opciones de vida digna, no hay allí una auténtica elección.
La discusión feminista en torno a cómo caracterizar el trabajo sexual es un problema eminentemente político; un debate histórico que ya tiene muchos años de antigüedad. Sin embargo, la institucionalización de la perspectiva abolicionista en nuestro país ha venido produciendo este nuevo síndrome de Estocolmo: una forma de procurar que se vuelva invisible toda una historia del debate feminista en torno a la prostitución; un artilugio nada inocente con el que se han querido silenciar 25 años de organización política de las trabajadoras sexuales.
*Feminista. Abogada. Aliada de las trabajadoras sexuales nucleadas en AMMAR-CTA. Integrante de RESET Política de Drogas y Derechos Humanos.