Cuando se discutía el proyecto de ley de aborto en tres causales, entre las que se cuenta la violación, Paula investigó cómo funcionan las Residencias de Protección para Madres Adolescentes, programa que depende del Sename y al que llegan las menores de edad embarazadas, muchas veces debido al abuso de algún adulto cercano. Ad portas de su publicación, la residencia investigada interpuso cinco recursos judiciales para evitar su difusión, dos de los cuales fueron acogidos. Un reciente fallo de la Corte de Apelaciones levantó la prohibición de informar y ahora se puede dar a conocer este reportaje que relata historias de soledad, encierro y maltrato.
Texto: Carolina Rojas / Fotos: Rodrigo Chodil / Revista Paula
El Hogar Refugio de la Misericordia se ubica en la comuna de Estación Central y es una casa patronal de baldosas rojas al lado de la capilla de la Congregación del Amor Misericordioso. Las murallas miden más de tres metros y están cercadas con alambres de púas. En la pared de entrada hay un rayado con lápiz que dice: “Hija mía, te amo mucho”.
La casa es el vestigio de la que existió hace un siglo y que funcionaba como lugar de acogida para mujeres solteras y embarazadas fuera del matrimonio, que eran asistidas por las religiosas al mando de la monja benedictina. Hoy cumple una función similar: es una Residencia de Protección para Madres Adolescentes (RPA) que funciona en convenio con el Servicio Nacional de Menores (Sename).
El programa de residencias existe desde 2005 y fue creado para entregar a las menores de edad atención sicosocial y potenciar sus roles maternales. Las cifras son elocuentes, el número de víctimas de abuso sexual que quedan embarazadas e ingresan al sistema de protección del Sename es alto: desde que se creó el programa, 1.111 jóvenes madres han pasado por las siete residencias que hay en el país. El Hogar Refugio de la Misericordia es la única que funciona en Santiago. En enero de 2016, cuando Paula lo visitó por primera vez –con autorización del Sename–, había 17 adolescentes viviendo allí; tres embarazadas prontas a parir y 14 viviendo con sus hijos.
En la residencia, Sonia se deprimió y dejó de levantarse de la cama. No tenía ganas de ver a su hija ni de cuidarla. Estaba irascible y no quería comer. “Me hacía cortes de Gillette en los brazos; necesitaba desahogarme”, dice. Y agrega: “Otras niñas también se cortaban en la residencia”.
ENSEÑAR A SER MADRES
Jimena Briones (38), la directora técnica del hogar, camina por el patio para mostrar las actividades que se realizan y cómo trabajan para generar un vínculo entre la joven madre y su hijo. Hace hincapié en que el principal objetivo es formar las habilidades maternales de las jóvenes, aun cuando para ellas ser madres no fue una elección.
Las jóvenes llegan a la residencia por orden de un tribunal de familia cuando existe un historial de abandono y negligencia. La mayoría ya pasó por algún programa de atención ambulatorio (a cargo del Sename, dirigidos a la reparación del daño que presentan niños y adolescentes) como el Programa de Intervención Especializada (PIE); el Programa de Protección Especializado de Maltrato Infantil Grave y Abuso Sexual (PRM) o el Programa de Protección Especializada en Explotación Sexual Comercial Infantil y Adolescente (PEE). “Desde allí se envía un informe en el cual postulan a la residente. La adolescente llega a una entrevista previa para conocer las dependencias y las normativas. Como directora técnica les hago un recorrido por la residencia y después, cuando ya se hace el ingreso efectivo, hacemos una ficha, se le presenta el personal, a las otras residentes y se les acomoda en la habitación”, explica Jimena Briones.
Una joven con varios meses de embarazo cruza el patio con zancadas apuradas. En una de las murallas del jardín trasero se asoma un tendedero lleno de piluchos, pañales y una jardinera azul que se mecen con el viento. Al costado están las casas de acogida, con cuatro habitaciones cada una, dos baños, un mudador y un comedor. En el pasillo, una pequeña de pelo crespo descansa sentada en su coche y agita los brazos, mientras balbucea para llamar la atención de su joven mamá.
Jimena observa y lanza una advertencia: “No pueden hablar con las adolescentes”, dice, antes de tomar en sus brazos a uno de los pequeños.
La residencia tiene una sala cuna decorada con un mural del arca de Noé con ballenas y un móvil de payasos. En la puerta están los horarios de las actividades de cada jornada: a las 9 de la mañana estimulación; a las 11:40 juego libre; a las 12:30 mudas y a las 13:00 horas viene la siesta. La puerta de salida tiene algunos recordatorios para las madres: “Mamá despídete antes de salir”, “¿Me dejaste mi muda, mis pañales, mi mamadera?”, “Chao, mamá, te quiero. Nos vemos”.
Ante la pregunta de si tienen alguna alternativa de entregar en adopción a sus hijos, Daniela Peña, sicóloga del hogar, responde que hay un protocolo estricto: si la adolescente manifiesta la intención de no conservar al recién nacido, se contacta al Sename y a una casa de adopción. Pero aclara que hasta el momento todas las internas decidieron voluntariamente quedarse con sus pequeños. “Muchas de las adolescentes reconocen que, previo al ingreso acá, sí han manifestado su interés de entregar a su hijo en adopción, pero el sistema no dio la alerta o no acogió esa demanda”, comenta y mira a la directora, quien supervisa en todo momento lo que dice la sicóloga.
Jimena Briones explica que en esta residencia las jóvenes internas permanecen de 12 a 18 meses y pueden recibir visitas los días sábados desde las dos hasta las seis de la tarde, previa entrevista con ella. Las salidas fuera del hogar están determinadas por el tiempo que lleven dentro y el buen comportamiento que demuestren durante su estadía. Pero un fin de semana, durante el reporteo en terreno, es posible observar que no llegan visitas y que la mayoría de ellas se encuentra en completo abandono.
¿Qué pasa cuando cumplen los 18 años y egresan de la residencia? Son adolescentes que no cuentan con la protección de sus familias ni redes de apoyo, muchas no han terminado la enseñanza básica y ni pensar en un oficio. Y, además, tienen un hijo que depende de ellas. La directora responde que las internas de la residencia están completando sus estudios. Ocho están cursando entre quinto y octavo básico en un colegio dos por uno; una está terminando tercero medio y la mayor acaba de terminar la enseñanza media. Las otras siete no asistieron el segundo semestre de 2015 al colegio, porque llegaron al hogar después de julio y no fue posible conseguir matrícula, se encontraban con embarazos muy avanzados o con niños recién nacidos.
Durante el año 2014 ingresaron al sistema de protección del Sename 667 jóvenes víctimas de violación. En 52 casos se pudo confirmar que las adolescentes quedaron embarazadas tras la agresión. 22 de ellas tenían menos de 14 años y cuatro eran menores de 12.
SONIA QUIERE ESCAPAR
“Hay una niña que quiere hablar para el reportaje, porque anoche le pegaron entre todas”, decía el Whatsapp que llegó de una interna del Hogar Refugio de la Misericordia el pasado 20 de enero. Quería alertar sobre una golpiza que había sufrido una de sus compañeras: Sonia (su nombre ha sido cambiado) de 18 años y madre de una hija de 3.
“Quiero hablar porque quiero que se acaben los malos tratos”, dice Sonia cuando nos ponemos en contacto por primera vez.
Sentada en la banca de un restorán, a pocas cuadras de la residencia, Sonia advierte que tiene 15 minutos para detallar lo sucedido: salió del hogar con la excusa de cargar su celular. Su voz es suave y monocorde, pero imposta un tono seguro. Sus ojos lucen cansados, porque en la madrugada fue golpeada por cuatro compañeras a quienes acusó de haber llevado hombres a la residencia. “Ser soplona se paga caro”, dice y deja ver los rasguños en sus antebrazos. Saca su celular y muestra el video del episodio:
“¡Eso te pasa por andar hablando, ah!”, dice el grito de una joven en las imágenes que registran la pelea. Se escucha el llanto de los pequeños hijos de las adolescentes que viven en el hogar. Sonia sale en cuclillas intentando zafarse del grupo, pero un pulpo de manos y pies la arrastra del pelo, mientras se oyen los golpes secos de las patadas y los combos en su cuerpo. Todo ocurrió a la una de la madrugada y en la grabación se ve cómo las llamadas “educadoras de trato directo”, encargadas de cuidar a las jóvenes, pasan por el lado sin interrumpir el ataque.
El video sigue: la golpean tres adolescentes. Ella resiste. No llora. La lanzan contra un ventanal.
“Esto parece más una cárcel que un hogar para madres adolescentes”, dice cuando el video concluye.
Hoy existen siete residencias para madres adolescentes en el país que son administradas por instituciones colaboradoras del Sename. Solo hay una en Santiago, dos en Valparaíso y el resto en las regiones del Maule, Biobío y Los Ríos.
Sonia llegó hasta el Hogar Refugio de la Misericordia en septiembre de 2014 porque necesitaba protección: a los 14 años se había embarazado, víctima de la violación de su hermano mayor. Nadie la acompañaba en los controles médicos y en el hospital enviaron una denuncia al tribunal, pues se trataba de una menor de edad con un embarazo vulnerable. Pasado el tiempo, con su hija de un año, acudió a la audiencia. El mismo día, con su pequeña en los brazos, fue internada en el hogar. Estaba asustada.
Allí se encontró con otras jóvenes madres que tenían historias calcadas a la suya. Pero lo que debería haber sido un lugar acogedor para reparar lo vivido, no lo fue para Sonia.
Por un lado, está el encierro y la sensación de claustrofobia. “Las dos puertas de salida siempre están con llave”, dice. Por otro, la falta de actividad y los frecuentes conflictos con las compañeras. La rutina diaria comienza con la limpieza de la habitación, “luego de alimentar a mi hija, no hay nada más que hacer; salvo ver televisión”. Dice que los dos talleres (zumba y manualidades) los tiene vetados: dejó de asistir tras la amenaza de un grupo de compañeras. Comenta que las adolescentes peruanas, lo pasan aún peor. “Les gritan: ‘¡Come palomas!’, ‘¡Ándate a tu país!’. Las provocan y ellas apenas pueden salir al patio porque si no, les pegan”, cuenta.
En medio de esa sensación asfixiante, ella ha pensado y recordado mucho: antes de que su vida se partiera en dos, se juntaba con su mejor amiga y las dos hacían fila en los canales de televisión para ser público de los programas Yingo o Calle 7 y volvían felices con los autógrafos de Karol Dance y Faloon. Hubo un minuto en que empezó a pesarle lo vivido. Empezó a sentirse muy triste y muy sola.
A los seis meses de llegar al hogar se deprimió y dejó de levantarse. No tenía ganas de ver a su hija ni de cuidarla. Estaba irascible y no quería comer. Y empezó a hacerse daño. “Me hacía cortes de Gillette en los brazos; necesitaba desahogarme”, dice. Y agrega: “Otras niñas también se cortaban en la residencia. Lo único que a mí me mantuvo en pie, fue mi hija”, recuerda.
Sonia cuenta que en esa ocasión, fue la única en que la directora se compadeció de su estado. “Me preguntó si quería dar a mi hija en adopción. Le contesté que no, que si acaso ella estaba loca… La niña es mía y de nadie más”, dice. Sonia asegura que en casi dos años en la residencia, la sicóloga la atendió solo un par de veces. Es decir, no ha pasado por una terapia propiamente tal ni ha tenido acceso a algún programa de reparación que la ayude a elaborar todo lo que ha vivido.
Sonia toma un sorbo de bebida. Revisa la hora en su celular. Y dice: “Me dan ganas de fugarme. No aguanto más”.
Pero lo cierto es que no tiene adónde ir, por eso está en el hogar. Cuando a duras penas le contó a su mamá que se había embarazado producto de una violación de su hermano, ella le prometió apoyarla, con el compromiso de que guardara el secreto. “No, Sonia, tu papá lo mata”, le dijo. También quería evitar que el primogénito de la familia terminara tras las rejas.
“Al final no me ayudó”, dice Sonia.
Poco tiempo después de que tuvo a su hija, sus padres se separaron, en parte por los problemas que su papá tenía con el consumo de pasta base. En medio de las esquirlas de la desintegración familiar, la madre de Sonia la echó de la casa y ella tuvo que vivir algunos meses donde una vecina. Fue esa mujer quien declaró en Carabineros sobre la violación que Sonia había sufrido. La denuncia quedó estampada en la Fiscalía Sur en octubre de 2014. Sin embargo, aún no se le toma la prueba de ADN a su hermano mayor para constatar la paternidad.
“Muchas de las adolescentes reconocen que, previo al ingreso acá, sí han manifestado su interés de entregar a su hijo en adopción, pero el sistema no dio la alerta o no acogió esa demanda”, afirma Daniela Peña, sicóloga del hogar.
LAS NIÑAS QUE NADIE QUIERE
Nel Greeven, jueza titular del Tribunal de Familia de Pudahuel, explica que las adolescentes son internadas en las residencias tras dictarse una medida del tribunal y cuando no hay un adulto responsable, ya sea dentro de su propia familia u otros parientes que quieran hacerse cargo. En muchas ocasiones –comenta– la adolescente vive con el agresor o es la madre quien no quiere que el hombre que atacó a su hija salga del hogar (en la mayoría de los casos es el proveedor), por ende no valida ni quiere aceptar el testimonio de su hija.
Greeven pone énfasis en que si existe un embarazo como consecuencia de una violación, se envían los papeles a la Fiscalía y ellos se encargan de encontrar al responsable.
Según la jueza, el tiempo que las niñas permanecen en las residencias está determinado por la posibilidad de encontrar a un adulto que pueda hacerse cargo de ellas: si no se ubican redes con familiares primarios, se buscan abuelos o tíos para ser evaluados en los programas de Diagnóstico Ambulatorio (DAM), pero la lista de espera es extensa, lo que alarga el tiempo de residencia, un lugar que en su opinión no es apto para que las adolescentes puedan recuperarse.
“Aquí la niña es un número, no le importa a nadie”, aclara la jueza.
“Este tipo de hogares no son cárceles, entonces no deberían tener las puertas cerradas con llave; esa no es la idea de un hogar, que debiera ser como una casa. Si las niñas van a estar en una residencia contenida con alambres de púas, entonces estamos muy mal”, concluye.
Dentro de los informes que se han elaborado sobre las residencias de protección que dependen del Sename, las Residencias de Madres Adolescentes son los establecimientos cuya realidad menos se conoce. El informe de la Comisión Jeldres (trabajo que fue elaborado por una delegación encabezada por la jueza Mónica Jeldres y que visitó en 2012 centros del Sename en 10 regiones) encontró situaciones de extrema negligencia en la residencia para madres adolescentes llamada Anunciación, en Valparaíso. “Existe una denuncia por parte de dos niñas de 17 años de haber pasado días sin comer. Las niñas solicitan mejorar la higiene del lugar y señalan que ellas mismas deben llevar a las adolescentes enfermas al hospital en la noche”, se lee en el informe preliminar. Se agrega que pasan días gravemente enfermas, sin que nadie les preste atención.
Carolina Bascuñán, quien trabajó como socióloga de Unicef, participó de la Comisión Jeldres y visitó los centros para elaborar este informe (que culminó en una fuerte polémica en 2013 al detectar problemas, como abusos sexuales y consumo de drogas en los hogares). Hoy vive en Brasil y está terminando su tesis doctoral sobre los sistemas de protección para niños sin cuidado parental en América Latina.
Cuando trabajaba para ese informe, Bascuñán observó una cobertura insuficiente en la salud mental de niños y adolescentes en las residencias de protección, en su opinión, una olla en ebullición que cada tanto estalla. “Más del 70% de los niños requieren atención de salud mental especializada; de ellos, solo el 10% era atendido por graves enfermedades siquiátricas, lo que se venía diciendo desde 2007 por un estudio de la Fundación San Carlos de Maipo”, precisa.
A su juicio, los profesionales de los centros no tienen formación alguna en problemas de salud mental ni vínculos con la redes de salud, por lo que actúan en función solo de “contener los problemas” que se presentan dentro de estos hogares. “Lo que pude observar es que no existen protocolos rigurosos de administración de medicamentos y la mayor parte de los niños es medicado en las mismas dosis por años, por no recibir reevaluaciones de sus tratamientos. No existe intervención”, recuerda.
“Y nada ha cambiado en estos dos años”, asegura.
LA FUGA
“Me voy a fugar”, decía el Whatsapp de Sonia del 9 de febrero. Dos días después cumplió su palabra.
No saltó el muro con su hija, como muchas de sus compañeras que han huido, lo pensó durante una semana y el día en que a la niña le tocaba control médico, actuó sin titubear: le dijo a la educadora de trato directo que la acompañaba que necesitaba mudarla en el baño, excusa con la que ganó tiempo para salir por la puerta de maternidad. Una vez en la calle, corrió hacia una micro.
Dos semanas después de su fuga, Sonia está asentada en la casa de la misma vecina que la acogió cuando su madre la echó y que denunció que había sido violada. La casa está en una población perdida en la periferia de Santiago, una zona que limita por los cuatro costados con sitios eriazos y basurales. Es de noche y abundan los perros callejeros, hay piscinas plásticas extendidas en pasajes de tierra. Allí podría quedar el fin del mundo. Su aspecto es más bien infantil: mide cerca de 1,45 m, tiene la piel lechosa y las uñas pintadas fucsias que combinan a la perfección con su camiseta.
Cuenta que ahora se siente más contenta, que lleva a su hija a la plaza, a tomar helado y que al menos están mejor que encerradas en el hogar, porque ha trazado un plan para su nueva vida. Sonia cree que su suerte al fin podría cambiar.
“Antes mi hija despertaba llorando, ahora despierta con una sonrisa”, dice.
Le pregunto si seguirá adelante con la denuncia de su hermano. “Eso ya no me importa tanto”, responde mirando al suelo. Y evade el tema. Prefiere hablar del futuro, de lo que viene.
“Voy a estar un tiempo acá, luego quiero juntar plata para irme adonde unos parientes afuera de Santiago, quiero meter a la niña en un jardín, quiero trabajar. Pero no quiero que me la quiten”, agrega. Su temor tiene asidero. Tras la fuga, el hogar informó a tribunales que por cumplir la mayoría de edad a Sonia se le dio el egreso, pero a su hija no.
En su celular muestra fotos de la pequeña, que posa risueña con un vestido rosado de Frozen.
“Es lo único que tengo”, repite, antes de despedirse.
EPÍLOGO
Dos meses después de ese encuentro han pasado muchas cosas. Este reportaje no pudo ser publicado en la edición del 12 de marzo por una resolución judicial dictada por el Primer Juzgado de Familia de Santiago, que impidió la divulgación del artículo, luego de que el Hogar Refugio de la Misericordia, al conocer que en esta investigación se accedió a un video en el que es golpeada una de las internas a vista y paciencia de las cuidadoras, interpuso cinco solicitudes judiciales en distintos juzgados de familia para impedirlo. Jimena Briones, la directora técnica del Hogar Refugio de la Misericordia, dejó su cargo el 29 de febrero.
“Esto parece más una cárcel que un hogar para madres adolescentes”, dice Sonia, quien asegura que las dos puertas exteriores siempre están con llave y recibe constantes amenazas de las otras internas. A ella le dieron una golpiza entre cuatro. Tiene un video que lo prueba. En él las cuidadoras observan sin intervenir, mientras los hijos de las jóvenes madres lloran.
En abril, además, el Sename hizo noticia por la muerte de Lissette, de 11 años, por causas que hoy se investigan; la menor estaba interna en el centro de protección Galvarino Gallardo y el episodio le costó la renuncia a la directora de la institución, Marcela Labraña, y volcó la mirada de la opinión pública hacia los centros de protección y cómo están siendo cuidados los niños en dichos hogares. El 29 de abril, la Corte de Apelaciones de Santiago acogió el recurso de protección interpuesto por revista Paula, levantando la prohibición de publicar este reportaje.
En la vida de Sonia también pasaron cosas en estos dos meses. A fines de marzo, la encuentro por última vez en un café de Santiago Centro: se ve cansada. Tiene los ojos hinchados de sueño, los auriculares blancos de su smartphone le cuelgan del cuello y mientras conversa tiene la vista pegada al celular. Dice que no ha dormido bien. Su voz suena monocorde otra vez. Insiste en que está preocupada por lo que viene y que cada vez siente mayor temor de ser separada de su pequeña hija.
Hace una semana llevó a la niña a control médico al consultorio de siempre. Pero a la salida, la llamó el sicólogo. “Me dijo que, como consecuencia de un informe que hizo el Hogar Refugio de la Misericordia, me declararon no apta para el cuidado de mi hija”, relata.
Cuando llegó una pareja de Carabineros y la subieron al carro policial rumbo al tribunal, Sonia pensó lo peor.
“Ese día pudieron habérmela quitado en el tribunal. Lloré agarrada de mi hija, si no hubiese sido por la tía…”, cuenta Sonia. La custodia quedó en manos de la vecina; custodia que se extiende por seis meses. En septiembre la situación de la niña volverá a ser revisada por tribunales.
Sonia está apurada, tiene que ir a comprar una torta porque es el cumpleaños número tres de su hija. Se lo va a celebrar en el Centro Galvarino donde están internadas sus hermanas menores, de 7 y 8 años.
“¿Vio que la niña que murió en un hogar del Sename, Lissette, estaba en el mismo hogar de mis hermanitas?”, pregunta. Antes de ser internada en la Residencia para Madres Adolescentes, Sonia cumplía el rol de mamá con sus hermanas. Era ella quien cocinaba, las bañaba y cuidaba, mientras su madre trabajaba en la feria. Pero cuando la internaron, no había quien cumpliera esa labor y las niñas fueron enviadas a ese hogar. Ahora, Sonia ha retomado su antiguo rol protector; asiste los días de visita y les lleva dulces. “Estoy contenta de poder verlas. Ellas esperan impacientes los días que me toca ir”, dice.
Lee el fallo judicial que levantó la prohibición de informar.
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