Por Salomé Wochocolosky
Estábamos en la playa de Copacabana con Diego y Quilla. Habíamos tomado cerveza, caipiriña, batido de coco, guaraná y ni siquiera el agua nos servía para apagar tanto fuego. Era mi primer día en Río de Janeiro y sólo pensaba en una cosa: cómo iba a hacer para sacarme la remera e ir al mar.
¿De qué estamos hechos lxs gordxs?
No fueron uno, ni dos, ni tres. Recién al cuarto día, en la coqueta playa de Leblon, decidí que no podía ser más importante la mirada de los demás que la propia (en realidad son lo mismo) y me zambullí. Durante aquellos cuatro días Diego y Eliana no dijeron ni mu. No me presionaron, ni me hicieron sentir incómoda. Ni siquiera lo hablamos, simplemente compartimos esa espera.
Se lo comenté a una chica con la que venía histeriqueando por whatsapp y me dijo:
– Pero ¿vos no sos activista gorda? Pensé que tenían las cosas más resueltas.
Mientras escuchaba todo lo que se suponía que tendría que haber podido, recordé otras vacaciones. Cuando cumplí quince años fui con mi papá y la novia a Florianópolis. Tenía la posibilidad de ir a la playa con ellxs, pero no quería por dos razones: primero porque tenían sesenta años y hacían actividades que me aburrían, se peleaban todo el tiempo; segundo, porque mi papá no entendía nada. Su lógica era: gasté dinero, tirate al agua o te tiro yo. Cuando llegaba el momento de ir al mar me cortaba sola y hacía la mía.
Aquel primer día tuve la mala suerte -o tal vez fue la falta de experiencia- de extender el pareo justo delante de un grupo de varones argentinos, que se burlaron y me humillaron hasta que decidí irme.
– ¿Los elefantes nadan?
– Se escapó un lobo marino de la Bristol.
Fue lo último que escuché. Unx también es de lo que se ríe, pero eso lo aprendí cuando tenía seis años y pasó caminando una señora que arrastraba su pierna ortopédica. Se me ocurrió que era gracioso imitarla. Ella se dio cuenta y me dijo:
– Mejor reíte de tu panza, gorda pelotuda.
Después de aquel mal comienzo tomé una decisión: no iría más a la playa en el horario en el que todxs iban, porque no estaba dispuesta a tolerar ninguna burla más, ni a masticar rabia, pero tampoco a quedarme sin nadar y divertirme en el agua.
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El segundo día salí a pasear pero el calor era intolerable, entonces me fui al hotel y me quedé leyendo, acercándome a una soledad que con los años se convertiría en mi mejor amiga. Mi papá me pasó a buscar por la habitación a las ocho de la noche y le mentí. Le expliqué que me encontraría con unas chicas que había conocido esa tarde. Me advirtió que sólo esa vez me dejaría ir sin cenar porque la comida estaba incluida en el paquete y él no quería perder.
Aquella noche, en un mar calmo que me daba miedo porque era más oscuro que la oscuridad, nadé, hice la vertical, jugué a aguantar la respiración y me quedé haciendo la plancha un rato largo mientras fui vadeando las estrellas.
El tercer día mi papá me obligó a ir al salón comedor y recién pude acercarme al mar a las once y con la panza llena. A la media hora sentí un calambre en el estómago que me paralizó. El agua, que no estaba tan tranquila como la primera noche, me empujaba hacia adentro, me golpeaba y, pese a que oponía resistencia, no había nada que hacer.
Mientras me hundía y me alejaba más y más de la costa pensaba en que los diarios publicarían al día siguiente: joven argentina muere nadando de noche en una playa de Brasil. Pero en realidad, si moría, lo hacía por las risas que había tenido que tolerar, las burlas, el rechazo, el aislamiento. Moría ahogada de rabia, de resentimiento y del odio hacía todo lo que no me dejaba ser. Moría por gorda.
Con una esperanza súbita e inquietante luché con todas mis fuerzas contra Poseidón hasta que una ola rompió como un martillo que me golpeó en la cabeza y me dejó atontada, pero en el borde. Salí del agua sin el short, casi desnuda, arrastrándome por la arena con mi cuerpo agotado, la garganta que me raspaba por la sal y la arena que había tragado y con un odio frenético bombeando en mi corazón. En la orilla, con los cangrejos, los peces y las algas como testigos, lloré porque casi muero. Pero estaba viva.
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Nunca más probé la natación nocturna y tampoco intenté volver al mar durante aquellas vacaciones porque me había resignado. Me quedé en mi habitación leyendo.
Después de aquella experiencia, comencé a vacacionar en lugares poco concurridos o en los que tuviera la oportunidad de alejarme de lxs otrxs. Conocí Santa Isabel, La Pedrera, Valizas, en Rocha, Uruguay. Viajaba a Brasil, donde la extensión de las playas también me permitía apartarme. O a lugares más escondidos como Peguen Co o Reta, acá en la Argentina.
Toda la vida me la pasé escondida para no soportar el desprecio de lxs demás.
El año pasado cuando viajé con Diego, que me invitó a compartir las vacaciones en Río de Janeiro, y nos cruzamos con Quilla, pensé que después de cinco años de activismo gordo sería un poco más fácil. Sin embargo, los primeros cuatro días los pasé asfixiada de calor con cuarenta y cinco grados, sentada sobre la arena, mirando a lxs demás disfrutar y pensando: sacate la remera y tirate, sacate la remera y tirate, sacate la remera.
Pero fueron otras razones la que me impulsaron. Como en un sueño que nunca había soñado, estaba en Río de Janeiro, había conocido Copacabana, Ipanema, Leme, estaba en Leblon, en una de las playas más hermosas con el mar transparente, compartiendo con amigxs y aún me quedaban muchos días por delante. ¿Qué más te hace falta? me pregunté.
Quilla, que había prendido un cigarrillo de macoña, me lo alcanzó y me dijo: ¿Vamos? No sabía para dónde quería ir ella, pero pité dos veces, le dije que me esperara, me saqué la remera, caminé con la panza al aire rodeada de millones de personas, hasta que por fin, me zambullí en el mar como quien se lanza a la misteriosa gloria de la belleza.