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María viajó 9 horas desde su casa, en un poblado donde la gente vive de la compra y venta del oro, cuando se enteró que por aquí, por Michoacán, pasaría la caravana del señor “Cecilio”, como le llaman quienes nunca han escuchado su nombre. Para la mayoría de los mexicanos este poeta y escritor era hasta ahora desconocido. Al llegar al mitin, ya casi terminaba. Con las fotos de sus ausentes en mano, la abuela con tamaño de niña se empujó entre los organizadores para tomar el micrófono. Se coló tras bambalinas y salió al paso para contar su historia.
-Soy María Herrera Magdaleno y perdí a 4 hijos en esta guerra que no pedimos.
El gemido hizo voltear a los mirones que se disipaban hacia el espectáculo de mandolinas y los cafés y restaurantes de los portales, donde hervían unos buñuelos con canela y piloncillo. A varios turistas la frase los agarró a mitad del bocado y a otros más les quitó el hambre. Les estrujó las tripas. Hace tres años dos de sus hijos fueron desaparecidos en Guerrero a donde viajaron a comprar oro; hace un año, otros dos en Veracruz nomás porque su auto tenía placas de Michoacán. Territorio Zeta versus territorio La Familia. En esta guerra uno puede estar en medio de ella y no enterarse.
María Herrera tiene la garganta hecha girones y sus palabras tropiezan con el llanto. Casi se desvanece en el escenario. Otras mujeres que cruzaron el país entero sólo con un cambio de ropa y la foto de sus hijos ausentes para sumarse a la caravana, la toman amorosas entre sus brazos y la invitan a unirse al movimiento. Ella les explica que no tiene dinero y los caravaneros hacen coperacha para comprarle algunas blusas y medicinas para iniciar su camino hasta Ciudad Juárez.
La caravana restriega al rostro del país el de los desaparecidos. En los últimos cinco años se desconoce el paradero de 5.397 personas, según las cifras oficiales, aunque organizaciones y activistas cuenten más de 10 mil. En cada plaza que se detiene, aparecen sus nombres y el “desde entonces no lo he vuelto a ver”.
Desapareció la familia de Carlos Castro una madrugada que él salió a trabajar. Su esposa, sus dos hijas y la adolescente que hacía la limpieza. El hombre carga una manta gigante con sus fotos y una sola frase: “Devuélvanme a mi familia”. No cree en la política ni en el movimiento, sólo espera que los secuestradores miren las fotografías y le propongan un pacto. Parece el hombre más solo del mundo.
A María Carlos le desparecieron a su esposo Rafael Ibarra, un vendedor ambulante. En la plaza de Monterrey la mujer cuenta cómo cada madrugada deambula por las calles de Saltillo con su fotografía, pregunta a los narcomenudistas en una esquina, a los halcones en otra. Una vez un jefe Zeta, compadecido de la pobre, le dijo que echó ojo en las casas de seguridad, pero no lo reconoció entre sus víctimas.
Liliana Gutiérrez perdió a su esposo cuando volvía de Estados Unidos por Tamaulipas. Hasta allá fueron para poner la denuncia. En la Procuraduría local le dijeron que seguro andaban borrachos. En la Policía le recomendaron paciencia. En la Procuraduría nacional no podían intervenir hasta que la local desechara el caso. En San Fernando no hubo quien recibiera la denuncia: el fiscal había desaparecido y su cuerpo sería encontrado días después, torturado.
En la carretera, la Caravana circula en solitario. El miedo dejó a su paso pueblos fantasmas. Por estos caminos uno podría detenerse con toda calma a hacer un picnic a medio día sobre el asfalto antes de que pase un auto. Desde las ventanas de los autobuses el paisaje se impone: de los bosques verdes profundos de Michoacán, al desierto de yucas en San Luis Potosí; de la sierra cobriza de Zacatecas y Durango con sus atardeceres color fuego, a los cerros filosos y las chimeneas industriales de Monterrey.
En estos campos un grupo de amigos y familiares que practicaban caza deportiva fueron asesinados y calcinados sólo por vestir look camuflado de militar; otro joven que acudió con sus amigos a remar a la presa fue desaparecido por policías; en los pueblos coloniales que rodean a la Sultana del Norte los paseos dejaron de ser tales desde que en sus caminos aparecieron policías y alcaldes ejecutados. Desde la ventana del autobús vemos pasar con nostalgia un país que nos perteneció, con sus acampadas y carnes asadas con las que crecimos y que ahora sólo platicamos a los más pequeños, a los jóvenes a quienes esta guerra les quitó su derecho a descubrir, a vagar, a equivocarse.
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