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Es media noche y el viento que sopla en la plaza de Durango huele a muerto. A 238 muertos para ser exactos. A sus restos. Pútridos. Devorados por los gusanos. Enterrados en una colonia clasemediera en medio de la ciudad. Al olfato de todos. Descubiertos en plena primavera.
Durango se despelleja. Un grupo de estudiantes universitarios acompaña a los dolientes con la fiesta de su batucada y las calles se desbordan con las fotografías de los desaparecidos. Porque aquí, la gente primero desaparece. Luego brotan los cuerpos del suelo. Por primera vez desde que se declaró la guerra las víctimas sacan a sus muertos de la fosa común de la indolencia y conocemos sus rostros y nombres. Falta noche para nombrarlos a todos. No el consuelo. Ese estar con la soledad del otro.
En medio de las fotografías de muertos y desaparecidos hay un tipo disfrazado de árbol. Licras cafés, playera verde, tennis Nike y una corona de hojas sobre la cabeza. En la mano, una bandera gigante donde se lee “Alto al Ecocidio Nacional”. El Señor Árbol se unió a ésta caravana como se ha unido desde hace 35 años a maratones y a marchas de gays o desempleados para llevar su clamor contra la masacre del planeta. El maquillaje color verde se le escurre en la cara. Con el dorso de su mano trata de secarlo y termina por embarrarlo más con sus lágrimas. La bandera que ha cargado todo el viaje le sirve para limpiarse mientras desfila ante sí la tragedia de la guerra.
Una mujer contó que su primo, un joven alto y fornido, fue detenido por los malos y obligado a pelear por su vida en los ruedos de los poblados. La noche que se lo llevaron luchó cuatro veces contra otros chavalos y los cuerpos de sus contrincantes fueron enterrados por ahí. Días después, los diarios publicarían la confesión de un sicario que completó la historia: los arman con martillos, machetes y palos para entrenamiento de nuevos asesinos y diversión de los criminales. Como en los antiguos coliseos lo romanos lo hacían para entretenimiento del emperador.
Una abuela narró cómo un par de muchachos armados con metralletas mataron a su hijo frente a su familia y no conformes le robaron el mandado porque parece que los jóvenes sicarios salieron a matar con la panza vacía. Otra mujer dijo que su suegro murió asesinado por exigir la presentación de su hijo desaparecido. Una madre perdió a sus tres únicos hijos veinteañeros: fueron masacrados porque el dueño del bar donde brindaban no creyó que las amenazas del cobro de cuota iban en serio.
Calderón presentó su guerra con el eslogan “para que la droga no llegue a tus hijos”. Pero a cinco años el consumo de cocaína se duplicó y cada cuarenta minutos alguien muere ejecutado en el país, jóvenes en su mayoría. El nuevo eslogan circula como ironía en internet: “para que la droga no llegue a tus hijos los estamos matando”.
Desde la plaza el Señor Árbol recuerda su propia desgracia. Su hermano fue ejecutado en un enfrentamiento y sus dos sobrinos fueron asesinados cuando un tipo intentó robarles el auto. Es un árbol triste. Los chiquillos que pasan cerca de él lo miran curiosos y él se deja jalonear las ramas. Juguetean, les embarra maquillaje en los cachetes. Hay algo de regocijo en esta plaza. Una especie de comunión en el dolor.
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