Arte: Jael Díaz
En un rancho de cinco amigos, la dueña de casa avisa que la basura se separa. El tacho verde para reciclables, el negro para el resto. De los cuatro invitados solo uno sabe distinguir. Los otros tres levantan los restos de una noche larga y preguntan varias veces si tal envoltorio u otro se lava antes de tirar.
La vida sigue. Los ranchos se multiplican y cada vez más dueños de casa se toman la molesta tarea de responder qué residuo tienen que estar seco para ir a la bolsa verde. ¿El recorrido posterior? Dios averigua menos y perdona.
Es jueves 2 de diciembre en el Congreso de la Nación, se supone que es el día en el que los legisladores y legisladoras trabajan. Después de las últimas elecciones generales hay un fantasma recorriendo la Argentina. Todo parece indicar que la distancia entre los problemas reales y el cuento en el que vive la dirigencia es amplia. A veces el hiato se acorta. Otras, el lobby lo hace zanja.
El proyecto a tratar se llama “Ley de Presupuestos Mínimos de protección ambiental para la Gestión integral de envases y Reciclado Inclusivo” y aunque su nombre sea largo, es simple de entender. Se trata de un eslabón más en una cadena de políticas públicas que busca generar un impacto positivo en la forma en la que vinculamos economía y ambiente.
La ley tiene objetivos claros: busca explicitar la responsabilidad socio-ambiental de las empresas productoras sobre los envases que vuelcan al mercado y fortalecer la economía circular. Propone recaudar mediante una “Tasa Ambiental” destinada a los Sistemas de Reciclado con Inclusión Social que apuntan a mejorar y dignificar el trabajo de los cartoneros y cartoneras.
Desde el gobierno nacional, concretamente desde el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible de la Nación, creen estar atendiendo varias demandas sociales. Por un lado, la agenda ambiental, fortalecida durante los últimos meses gracias a la militancia y, sobre todo, los efectos concretos que el extractivismo y la explotación han demostrado durante la pandemia. Y también a la agenda social. Hace años que en nuestro país los movimientos sociales se han constituido en un sujeto político capaz de consolidar y nuclear la diversidad de la precariedad. Ser excluido en este mundo tiene las mismas características que ser basura.
De eso saben mucho los cartoneros y cartoneras de nuestro país. Existen alrededor de 150 mil personas que cartonean y están nucleadas en la Federación de Cartoneros, Carreros y Recicladores perteneciente a la CTEP. No todos están organizados. Los sueltos trabajan más horas, sin coberturas sociales y por un bajo precio. La mejor alternativa es la cooperativa y aún así no es el paraíso, digamos todo, ¿por qué habría de serlo?
La gestión de residuos actual es muy diversificada. De las 50 toneladas de basura que los argentinos y las argentinas generamos a diario un 65 por ciento va a rellenos sanitarios y el 35 por ciento a basurales a cielo abierto. El 20 por ciento del total son envases post consumo y un 10 por ciento termina en los océanos si no se los gestiona de manera eficiente.
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La gestión eficiente es harina de otro costal para la mayoría de las empresas. Hoy en día son los municipios los que cargan con los costos de la gestión de residuos, tercerizando la labor en las cooperativas de recuperadores urbanos. Tan sólo el 9 por ciento de la basura urbana puede recuperarse y ese número se explica por la composición cada vez más compleja y difícil de reciclar de los productos que las empresas lanzan al mercado.
Externalizar el costo ambiental y social, aumentar las ganancias y no pagar ningún precio por rifar el futuro del mundo. Esa es la dinámica que funciona y que la Ley de Envases busca revertir.
El proyecto es pionero si se lo compara con otras experiencias a nivel mundial. La tasa ambiental que se impone en países como Uruguay, Chile o España es recaudada y administrada por los mismos empresarios. En Argentina la Ley introduce un eslabón fundamental: la economía popular. No hay pruebas, pero tampoco dudas, de que ese es el número que se lleva todas las rifas para ser la explicación de la presión lobbista contra la ley de estos últimos días.
Bajo la excusa de que la Tasa Ambiental es un nuevo impuesto y que la “caja” será administrada por las organizaciones sociales, la oposición busca frenar la iniciativa. No hay nada nuevo bajo el sol, aunque la pregunta respecto del efecto inflacionario de la tasa sea válida. En un país como el nuestro, dónde los grupos económicos concentrados se resisten a contribuir a una lógica distributiva, es fácil imaginarse que el costo de adaptarse a las nuevas reglamentaciones ambientales pueda traducirse al costo de los productos finales. La tensión entre capital y trabajo se renueva.
Salir de ese laberinto será clave. Si las empresas se adaptan y producen envases que sean fáciles de reciclar, la tasa será baja. Si no se adaptan, pero tampoco reducen su tasa de ganancia, el precio de destruir el mundo lo seguiremos pagando. Porque, ¿quién puede decir que hoy en día nadie paga el costo?
Hace mucho tiempo que la lógica del mundo convoca al descarte. Basura o humanos son desechados sistemáticamente por un modelo de producción y reproducción de la marginalidad. Comprender los resortes de ese sistema puede acercarnos a soluciones más o menos innovadoras donde nada ni nadie sobre, donde la recuperación sea la estrategia posible. Antes de que el mundo nos descarte como basura, mejor organizar a los descartados del mundo.
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