Martín Armada – Revista THC.-
No más lágrimas. La vida de Laura y su familia era apacible, hasta que a su hija le diagnosticaron una severa epilepsia. Cuando los fármacos fracasaron, se informó y descubrió las posibilidades terapéuticas del cannabis. Hizo su propio aceite y hasta cultivó, pero no alcanzó. Eso la llevó a exigirle al Estado argentino que le permita importar la medicina y se transformó en la primera persona del país en lograrlo. Hoy Josefina está a salvo. Una historia donde la felicidad nació de la lucha.
Subimos una cuesta entre pinos. Cerca se escucha el mar. Es un día claro en la antesala del verano. Al frente va Laura que, antes de guiarnos por el bosque, nos dijo que estacionemos el auto a la sombra, que el dueño de la casa frente a la que paramos es el pediatra de su hija.
Llegamos al lugar en el que Laura vive con Fernando y sus dos hijos: Facundo, de 8 y Josefina que, a finales de este enero, va a cumplir 3 años. Es una construcción de las que llaman “de estilo americano”. Techos y paneles de madera montados sobre cimientos. Para empezar la obra, eligieron la temporada baja. Fernando estaba con poco trabajo en la playa, así que bajó de Internet un manual de instrucciones, encargó los materiales y empezó la labor. En dos meses la casa estaba lista para ser habitada.
Laura y Fernando no nacieron a orillas del Atlántico. Cuando llegaron al pueblo de Mar de las Pampas lo primero que hicieron fue trabajar juntos como encargados en un complejo de cabañas. Hoy, ella es maestra jardinera y él va y viene de la costa en un cuatriciclo con sillas, reposeras y sombrillas que alquila a los turistas. Contada así, la historia reciente de esta familia ayuda a entender que no fue una casualidad que fueran los primeros en obtener una autorización oficial para importar aceite de cannabis a Argentina para tratar la epilepsia de su hija menor.
Entramos. La cocina está rodeada por unos ventanales que ocupan casi toda la pared, sin persianas ni cortinas. Nos sentamos todos a la mesa. Hablamos de lo difícil que fue colocar los tirantes que sostienen el techo, de la luz natural, de la tranquilidad. A unos metros de donde nos reunimos los adultos, Facundo juega sentado en el piso, camiseta de selección, Playstation y fútbol. Josefina está en su habitación. Duerme.
Los primeros días
“Todo empezó un día en el que Laura volvió del jardín”, recuerda Fernando. “Le digo: ‘la gorda está rara’, porque yo la iba a buscar a la cuna y siempre me recibía con una sonrisa de aquéllas y esa vez noté una diferencia”. Al principio pensaron que se debía a unos episodios de reflujo gástrico que Josefina venía tratando con su pediatra. Sin embargo, al poco tiempo empezaron a observar en pequeños detalles que algo no estaba bien. “Primero, le sacamos una foto y le vimos una mirada rara, otro día estaba tomando el pecho y directamente tiró los ojos para atrás”, detalla Fernando mientras Laura lo mira. Pese a eso y a percibir unos movimientos que desconocían en ella, ante lo desconocido siguieron aferrados al diagnóstico del reflujo. Tenía que ser eso. Incluso cuando empezó a vomitar no imaginaban que el motivo pudiera ser otra cosa más allá del problema gástrico. “Pero un día me bañó, fue impresionante”, dice Fernando, que ahora mira a Laura. En ese momento decidieron hacer una consulta con el pediatra. En el hospital municipal de Villa Gesell, recostada en la camilla, hizo su primer episodio convulsivo.
“Nos dijeron que no nos asustáramos, que nos iban a dar un turno con un neurólogo, pero no nos dijeron que eso que habíamos visto eran convulsiones”, cuenta Fernando mientras se levanta y camina hacia la heladera. “Eso fue un viernes a la tarde”, precisa Laura, “empezamos a llamar a Mar del Plata desesperados para pedir un turno urgente con un neurólogo”. La opción que les habían ofrecido en Villa Gesell implicaba esperar semanas. Cuando lograron comunicarse con el consultorio de un neurólogo de Mar del Plata, la secretaria se estaba yendo, dispuesta a empezar su fin de semana. Les dijo que se comunicaran el lunes, pero les aclaró que no había turno sino hasta dentro de un mes. Ante la insistencia, les propuso que si querían podían ir, esperar al médico, tratar de explicarle el caso y, eventualmente, recibir un sobreturno. Un viernes a última hora parecía la mejor opción posible.
Fernando trae unos vasos, sirve gaseosa y agua según las preferencias. “El sábado nos fuimos a Pinamar a un torneo de fútbol en el que juega Facundo y en la tribunita Jose empezó a tener espasmos”, recuerda Fernando, “se empezó a retorcer, fue horrible”. Laura decidió llamar a una amiga estudiante de pediatría. Filmó a su hija en plena crisis y le mandó el video. “Me dijo que no tuviera miedo”, cuenta Laura, “pero que parecía una convulsión y nos dijo que nos fuéramos para Buenos Aires… la verdad que no sabíamos a dónde ir”.
El concejo fue que llevaran a Josefina al Hospital de Pediatría Garrahan. La familia de Laura hizo una fila que duró toda la noche para poder asegurarles un turno. De todas formas, las convulsiones no dieron espacio a ninguna espera y, ni bien llegaron al lugar, Josefina fue llevada en plena crisis a la guardia, donde los neurólogos tomaron la decisión de dejarla en observación. La observación se transformó en una internación que se extendió un mes. Ante la sucesión sin pausa de los episodios convulsivos los médicos decidieron sedarla con benzodiazepinas. Al segundo día en el hospital, el diagnóstico no tenía fisuras: por el retraso madurativo y el tipo de convulsiones, los médicos les confirmaron a Laura y a Fernando que su hija padecía el Síndrome de West, un tipo de epilepsia infantil muy agresivo que no responde a ningún tratamiento médico determinado.
Les recomendaron no buscar información por Internet, lo que Laura hizo de inmediato. “Todo lo que encontraba era trágico, leía lo que era la enfermedad y lloraba, pero me dije: ‘tengo que saber qué es lo que le pasa a mi hija, ¿hay otros casos?, ¿cómo se trataron?, ¿alguno mejoró?’, tenía que saber”, dice transmitiendo la determinación que la llevó a informarse.
Facundo grita un gol, Laura sonríe. Le pide a Fernando que le sirva un poco de agua. “En ese momento no sabíamos que cada espasmo era una convulsión, calculamos que llegó a tener 600 al día”, recuerda. “Tenía hasta 22 episodios al día, cada episodio podía durar hasta 40 minutos, hasta que decidieron darle lorazepam como medicación de rescate cuando llegaba a los 25 minutos y con eso se quedaba dopada”.
Así, de la mano de la intervención médica, además de los estudios, vinieron los fármacos. Rápidamente comenzaron a administrarle el antiepiléptico vigabatrina, luego topiramato, luego vitamina B6. Pero poco a poco, los padres fueron poniendo sus límites, comprometerse con lo que le pasaba a su hija hizo que cambie la relación con los profesionales que la trataban. “Cuando le dieron el topiramato, un día se puso toda roja y caliente, yo había leído que podía provocar una hipertermia y se lo discutí a la neuróloga que me decía que no era posible. Ése es el problema, los médicos no están preparados para enseñarte a vos”, afirma Laura y Fernando la sigue: “Vienen, te dicen dos palabras y se van. No te contienen. Entendemos que necesitan actuar, pero vos necesitás que alguien te mire a los ojos y te hable. Es más, en el hospital no nos dejaban estar a los dos internados con Jose, pero luchamos y nos quedamos”. La pasividad ante el saber médico rápidamente dejó de ser una opción para ellos.
Pese a la batería de drogas suministrada por los profesionales del Garrahan, el cuerpo de Josefina no respondía. Así llegaron inyecciones de ACTH, una hormona que estimula la secreción de corticoides. Las crisis disminuyeron; el problema ahora era conseguir el fármaco. “Nos dijeron que cuando saliera del hospital no se la podían dar más, encima el laboratorio que la fabricaba lo había dejado de hacer y el nuevo laboratorio con licencia todavía no la importaba”, cuenta Fernando. “Por suerte entendieron que estábamos desesperados y nos consiguieron cinco dosis en una farmacia de Buenos Aires y después hicieron un rastreo en farmacias, donde encontramos otras 70 dosis”.
Una vez fuera del hospital, entre diciembre de 2013 y marzo de 2014, Josefina dejó de tener crisis. Seguían administrándole vigabatrina y de las inyecciones de ACTH habían terminado de aplicarle una serie de 45 dosis, algo que tuvieron que hacer ellos mismos. “Cuando salimos del Garrahan nadie quería hacerlo, nos decían que no podían darle una medicación que llevábamos nosotros”, explica Laura. “Recorrimos hospitales, farmacias y nada, tampoco en clínicas privadas. Nadie quería arriesgarse, así que terminó haciéndolo el papá”. “Aprendí a la fuerza”, reconoce Fernando. Quien le enseñó fue una enfermera que contactaron en el Garrahan, que en su propia casa le aplicó varias inyecciones. La mujer se había enterado del caso de Josefina a través del Facebook de una pariente de Fernando, de quien es amiga. Le explicó que tenía que pinchar a Jose en las piernas, no en la cola porque corría riesgo de infección por el uso del pañal. “Era un líquido muy pesado, había que diluirlo a baño maría”, explica Fernando y agrega: “Laura también hizo de enfermera, a la gorda hubo que ponerle una sonda para alimentarla porque se autoaspiraba los líquidos. Tuvimos que hacernos cargo, no quedaba otra, a pesar del miedo te vas acostumbrando a la enfermedad, te acostumbrás a llevarla”. En esa situación, volvieron a Mar de las Pampas para tener que tomar al poco tiempo otra decisión: empezar a discontinuar la ACTH hasta dejar de usarla por las contraindicaciones, entre ellas la posibilidad de que Josefina tuviera un paro cardiorerspiratorio. “Si leés los prospectos”, explica Laura, “te quedás pensando si le das la medicación o no”.
Encuentro con la planta
Avanza la tarde. Lo dice el sol que llega a la arena filtrado por los pinos. No miramos el reloj y afuera ningún ruido indica si terminó o no la hora de la siesta. Fernando vuelve de las habitaciones, viene con Josefina en brazos. La celebramos, ella sonríe, levanta las manos. Todo, ella, el momento y lo que se enciende en los ojos de sus padres, es hermoso.
Josefina se sienta en su silla alta, al lado de Laura y empieza a jugar con el celular, del que sale una música infantil donde se narra la historia de algún animal. La familia está completa.
“En marzo, cuando volvimos a hacer la consulta al Garrahan, la neuróloga decidió bajarle la vigabatrina porque reduce la visión y ahí decidieron sumarle levetiracetam”, continúa Laura. En mayo de 2014 volvió a tener convulsiones. “Fernando justo estaba terminando de hacer el techo de la casa. Grité desesperada: se puso dura como una tabla, parecía que le faltaba la respiración, fue un minuto, pero pareció eterno”. Laura acaricia a su hija, le corre un poco el pelo de la cara y se lo acomoda detrás de la oreja. “Pensé que se moría”.
Hasta las primeras semanas de julio las convulsiones se sucedieron. Una detrás de otra. Le aumentaron la medicación: topiramato, más ácido valproico, más vigabatrina. Ahí comenzaron también con la dieta cetogénica, un tratamiento alimenticio estricto a base de grasas y proteínas. Las inyecciones de ACTH que en un momento habían traído calma, ya no hacían efecto.
Con poco más de un año, Josefina ya sufría las secuelas de la enfermedad. Aún no habla, ni camina. Por eso, a las visitas periódicas al Hospital Garrahan, sumaron sesiones de rehabilitación en la Fundación para la Lucha contra las Enfermedades Neurológicas de la Infancia (FLENI). Fue ahí donde, por primera vez, Laura escuchó hablar del aceite de cannabis. No fue a través de los profesionales, sino de una madre venezolana que, si bien no trataba a su hija con cannabis, había leído que en Estados Unidos una familia había tomado esa decisión. Era noviembre de 2014.
Laura volvió a investigar. En Internet conoció el caso de Charlotte Figi, la niña con epilepsia que se tranformó en la primera persona con derecho a utilizar cannabis con fines medicinales en el estado norteamericano de Colorado. Eso la condujo a querer saber más. Se enteró así de la existencia de la Fundación Daya en Chile y de la lucha del colectivo Mamá Cultiva, quienes consiguieron que varios municipios asumieran el compromiso de cultivar cannabis para elaborar aceite para distintas patologías.
Al mismo tiempo, Fernando y Laura comenzaron a mirar lo que estaba atravesando Josefina desde una nueva perspectiva. “Tratamos de empezar a entender qué era lo mejor para ella”, explica Laura. “Nos encontramos con otro panorama con los terapistas, gente muy conectada con lo que uno es como persona y fuimos aprendiendo mucho. Una terapista me decía: ‘Todos los que están alrededor pueden tener el conocimiento porque estudiaron, pero el saber lo tiene Josefina, vos mirala y ella te va a saber decir lo que le hace bien’”. Esto y la información que comenzaron a acumular los convencieron de que probar los efectos del cannabis en Josefina era una opción real.
De vuelta en Mar de las Pampas, donde el caso de Josefina había movilizado a la comunidad en torno al jardín de infantes donde Laura trabaja, la red comenzó a tejerse. Por un lado, un matrimonio de una ex alumna les regaló los primeros cogollos y ofreció su ayuda para elaborar el aceite. “Ellos casi no fuman, tenían guardado un frasquito con dos cogollos y me lo dieron”, recuerda Laura. “No sabíamos de qué cepa eran, pero me dije que esto tenía que funcionar. Siempre tuve confianza, no sé por qué. Tenía una intuición”. En paralelo, se contactaron con las madres chilenas. El primer mail tuvo como destinataria a la presidenta de Fundación Daya, Ana María Gazmuri. “Le conté todo, que estaba desesperada y ella me empezó a explicar cómo ellos hacen los tratamientos, que no tenga miedo, que lo peor que podía pasar era que el cannabis le produjera somnolencia o alguna diarrea, cosa que con Josefina nunca pasó”.
El 7 de enero de 2015 decidieron comenzar el tratamiento. La primera dosis, aplicada con una jeringa debajo de la lengua, tenía el tamaño de un grano de arroz. Los resultados comenzaron a verse a los 10 días. “Dejó de hacer crisis por seis días enteros”, explica Laura. “Para ese entonces fue su cumpleaños y lo festejamos con toda la gente que nos ayudó. Unos amigos hicieron un espectáculo y ella lo miraba con unos ojos, con una conexión como nunca antes, la notábamos tranquila, nada irritable como antes. Ése fue el cambio: seguía con la medicación, pero la diferencia estaba ahí. No lo podíamos creer”.
* Artículo completo en la edición 87 de THC
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