Por Judith Levine
Foto: Seth Page
La lucha de las mujeres por el derecho a trabajar libres de acoso o abuso sexual ha sido muy, muy larga. Durante casi dos siglos, en huelgas y manifestaciones laborales, protestas, marchas y ahora en las redes sociales, las mujeres han protestado por la ubicuidad del acoso sexual y la impunidad de sus perpetradores.
Pero el momento #MeToo tampoco tiene precedentes. Señala la llegada del feminismo de los márgenes al centro del discurso político. Por primera vez, los hombres ya no se están riendo. Miran con seriedad, casi abyectamente, su propio privilegio y complicidad.
Sin embargo, los últimos meses también se hacen eco de una historia problemática, cuyo legado persiste en la ley y el Zeitgeist. “¿Cuándo un hito se convierte en pánico sexual?” Masha Gessen preguntó recientemente en el New Yorker. La respuesta: lo que estamos presenciando no son los presagios de un inminente pánico sexual; son los síntomas del que ya estamos atravesando hace cuarenta años.
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Es poco probable que seamos capaces de desandar las reformas que ya se realizaron sobre la normativa relativa a delitos sexuales, pero sí es posible no profundizarlas si podemos evitar repetir los errores del pasado. Me centraré en tres de ellos: primero, no diferenciar una amplia variedad de conductas y considerarlas igualmente dañinas; en segundo lugar, ampliar las definiciones de actos ilegales y endurecer su castigo, cuando las leyes que ya tenemos son buenas (solo hay que hacerlas cumplir); y tercero, ceder al deseo de venganza, que sólo perpetúa la brutalidad, en lugar de trabajar por la justicia restaurativa, que tiene el potencial para alcanzar una responsabilidad genuina y un cambio duradero.
Durante cuatro décadas, las feministas revelaron otro flagelo sexual: el abuso sexual infantil. Al igual que el acoso sexual, el abuso sexual infantil ocurre de forma oculta, generalmente en el hogar o con personas que le niñe conoce. Y al igual que con los acosadores en los lugares de trabajo, los abusadores eligen víctimas que son vulnerables, dependientes o que no pueden escapar. Despliegan halagos y vergüenza, sobornos y amenazas para garantizar el silencio.
Pocas víctimas reunieron el valor para contarlo. Pero cuando lo hacían, a menudo se encontraban con escepticismo. Incluso las personas que sabían del abuso les dieron la espalda; aquelles que se suponía que debían proteger a las víctimas, defendieron a los victimarios.
Sin embargo, de repente proliferaron revelaciones. Se formó un movimiento, se produjo un análisis: el abuso sexual infantil no era solo personal, era estructural, una función de un sistema en el que la prerrogativa masculina borraba los derechos de mujeres y niños. Activistas feministas, víctimas, activistes contra la violación, psicólogues y profesionales legales y de protección infantil trabajaron para que la ley tomara en serio el abuso sexual infantil. También buscaron cambiar la cultura y la familia para terminar con la coerción sexual de los niños.
Pero como se trataba de sexo y niñez, la histeria no se quedó atrás. En poco tiempo, una industria de terapeutas feministas y cristianas y de escritoras de libros de autoayuda afirmaba que prácticamente todas los comportamientos peculiares o los problemas emocionales podían atribuirse al abuso sexual, incluso si (especialmente si) la presunta víctima no lo recordaba. “Si crees que te abusaron sexualmente y tu vida muestra síntomas de ello, entonces sucedió”, escribieron la poeta Ellen Bass y la periodista Laura Davis en su gran éxito de ventas El Coraje para Sanar o The Courage to Heal (1988). Los listados de presuntos síntomas que contenían éste y otros libros similares incluían desde artritis hasta sentirse feo. El libro de Bass lanzó una batería de técnicas de entrevistas “terapéuticas”, forenses y no científicamente rigurosas, para extraer recuerdos falsos y “recuperados” del abuso sexual. El contacto físico ambiguo o cariñoso (un niñe tocando los genitales de otre niñe, les xadres bañándose con sus hijes, les maestres abrazando a estudiantes) empezó a ser visto con sospecha.
Las estimaciones de cuántas mujeres fueron abusadas sexualmente cuando eran niñas aumentaron hasta el 62%, lo que representa 2,5 veces la estadística actual más citada y más inclusiva para las niñas y 12 veces la de los niños (estas cifras: 1 de cada 4 y 1 de cada 20 respectivamente, es probable que también estén sobredimensionadas porque agrupan el abuso sexual que ocurre desde la primera infancia hasta el final de la adolescencia).
Si antes les psicólogues descartaban los informes de abuso sexual por considerarlos fantasías, a principios de la década de 1980 se inició una nueva cruzada bajo el lema “Cree en les niñes”. Con la más mínima evidencia o incluso con ninguna, las agencias de protección infantil separaron a muches niñes de sus xadres. Jurados crédulos enviaron a trabajadores de guarderías a prisión por cargos de “abuso ritual satánico”. Les adultes denunciaron a sus xadres ancianes, culpables de nada más que de un amor imperfecto, como violadores sádicos. Solo hacía falta una acusación para arruinar la vida de una persona. Choferes de colectivos, niñeras, xadres divorciades y novios, perdieron empleos, familias y reputaciones por una acusación, o un artículo periodístico. En su revisión de exoneraciones realizadas entre 1989 y 2012, el Registro Nacional de Exoneraciones informó que entre las condenas por delitos que nunca ocurrieron, más de la mitad involucraban abuso sexual infantil. “Dos tercios de estos casos se generaron en una ola de histeria por abuso sexual infantil que barrió el país hace tres décadas”, escribieron les autores.
Junto con esta manía sobrevino un trato más severo hacia los acusados y condenados. En nombre de los “derechos de las víctimas”, les legisladores de ambos partidos pisotearon los derechos de los acusados. Con ello se erosionaron tanto las garantías constitucionales que protegen los derechos de las personas que enfrentan el poder estatal como el principio fundamental de la jurisprudencia estadounidense: inocente hasta que se demuestre la culpabilidad.
Para las feministas que luchan contra los abusos sexuales hacia niñes y mujeres, el activismo de base quedó relegado a la prestación de servicios. Las críticas radicales fueron reemplazadas por una confianza en la policía, el sistema judicial y la cárcel. No es casualidad que la VAWA (Violence Against Women Act o Ley de Violencia contra las Mujeres), el mayor logro del denominado feminismo “carcelario”, fuera una sección de una ley ómnibus como la Violent Crime Control and Law Enforcement Act (Ley de Control y Persecución de Delitos Violentos). Mientras que ésta última distribuyó dinero a los estados para contratar policías y construir cárceles, la Ley VAWA casó a las feministas blancas con el estado violento.
A medida que el pánico por los “delincuentes sexuales” (una categoría que incluye a más de un millón de estadounidenses, desde adolescentes que mantuvieron relaciones sexuales consentidas hasta violadores armados, orinadores públicos y padres incestuosos) se instaló en la vida cotidiana, también se inscribió en la normativa (desde ordenanzas de pueblos pequeños hasta leyes federales). Los resultados: actualmente unos 170.000 estadounidenses están en prisión y en institutos de menores por delitos sexuales; otros 6.400, aun habiendo cumplido sus condenas, continúan enfrentando indefinidamente un “castigo civil” por delitos que pudieran cometer en el futuro; casi 850.000 personas figuran en los registros públicos de delincuentes sexuales.
Los delincuentes sexuales registrados tienen limitaciones respecto del lugar donde pueden vivir, trabajar o simplemente estar. A muchos se les prohíbe vivir con sus propios hijes, incluso si su delito no involucró a niñes. En algunas jurisdicciones, no pueden ofrecerse como observadores en elecciones ni colocar decoraciones de Halloween. Según la ley federal, los infractores de menor riesgo deben permanecer en los registros de agresores sexuales durante quince años, para los de mayor riesgo es de por vida.
Ser un “delincuente sexual”, una población con bajas tasas de reincidencia, es enfrentar el odio, el rechazo, la depresión, la marginación, la falta de vivienda y la desesperanza. Es vivir esperando ser descubierto y temiendo la violencia contra uno mismo o su familia. Es ser miembro de lo que Roger Lancaster, profesor de la Universidad George Mason, llama “una clase de parias desempleados, de marginados criminales desarraigados… marcados, registrados y trasladados a un espacio fuera de la sociedad, pero dentro de la ley”, para siempre. Para describir esta existencia, muches han utilizado el término que el sociólogo Orlando Patterson acuñó para la esclavitud: “muerte social”.
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Saber todo esto me da miedo. Todavía estamos aplanando las diferencias. El toque involuntario de Garrison Keillor en una espalda descubierta se recibe con la misma severidad que las supuestas décadas de agresión sexual en serie de Harvey Weinstein. Las “17 señales de advertencia” de Alternet en la historia de Matt Lauer incluyen tanto acoso flagrante (pellizcarle la nalga a Katie Couric), como comentarios inofensivos (decir que el vestido de Pippa Middleton en la boda de su hermana le sienta bien). “Cree a las mujeres” (una ominosa derivación del “Cree en les niñes”) implica descreer y negarle el debido proceso al acusado.
Las abogadas civiles feministas analizan las interacciones sexuales en busca de conductas que puedan ser litigables; no es improbable que intenten ampliar las definiciones de acoso sexual. Las palabras sexualmente degradantes podrían ser perseguidas penalmente como discursos de odio. A raíz del #MeToo, un comité de la Asamblea Nacional de Francia ya está considerando imponer multas por silbidos. Mientras lo sexualmente incómodo o grosero se vuelve denunciable, lo denunciable puede volverse un delito. Muchos de los que actualmente son considerados delitos sexuales solían ser ofensas menores o no eran ilegales en absoluto. Llevar en auto a una cita a una trabajadora sexual, incluso si ella solicita que la lleven, puede ser procesado penalmente como trata de personas. Tener relaciones sexuales sin revelar que uno es VIH positivo, incluso cuando es intransmisible, es un delito en treinta y dos estados, punible con hasta treinta años de prisión.
Durante el último medio siglo en los Estados Unidos, las soluciones para problemas sociales, desde el bajo rendimiento escolar hasta la crisis mundial de refugiados (incluida toda conducta sexual irrespetuosa), se han reducido a una: el castigo. Debido a que las feministas millennials crecieron en este entorno, también se ha reducido su visión. Esto fue evidente en la respuesta hacia las enmiendas que aplicó la Secretaria de Educación Betsy DeVos a la directiva del Departamento de Educación de 2011 que había intensificado las investigaciones y las sanciones por conductas sexuales inapropiadas bajo el Título IX. Las reglas previas establecían investigaciones obligatorias, incluso si la supuesta víctima no lo deseaba. También prohibieron el uso de la mediación para resolver casos relacionados con delitos sexuales. DeVos permitió el cierre voluntario de los casos sin investigación. Algunas personas, incluyendo representantes de los derechos de los acusados, recibieron positivamente el cambio. Los mecanismos de resolución presenciales ofrecen una oportunidad para que las partes comprendan “las perspectivas de cada persona involucrada en lo que respecta al hecho en cuestión, así como sus fallas en comunicar las propias o en sintonizar con los deseos y necesidades de les otres “, dijo el director de una organización a Time. Pero las feministas que lucharon por mantener la versión original de la política denunciaron el giro hacia la reconciliación como un “gran retroceso”. De hecho, algunes “manoduristas” han argumentado que los tribunales universitarios nunca tendrán suficiente incidencia y que debería alentarse a las mujeres a acudir directamente a la policía.
Este enfoque tiene costos. Primero, cuanto más confiamos al estado para que imparta justicia por ofensas sexuales, incluido el acoso, más coludimos en la forma en que administra la “justicia”. Puede que te entusiasme la idea de que Charlie Rose esté en la cárcel. Pero no serán los Charlie Rose los que terminen tras las rejas. Sus abogados los librarán con condenas en suspenso. El que irá a prisión es el gerente nocturno afroamericano de McDonald’s. Uno de cada 119 hombres afroamericanos está registrado como un delincuente sexual, el doble de la tasa de los hombres blancos. El tribunal civil, donde no existe un derecho constitucional a la defensa, no es más justo. Las cárceles distritales están repletas de personas que, por ejemplo, no pueden pagar sus multas de estacionamiento o las cuotas de manutención infantil. Aunque esto parezca justo, también es contraproducente. No puedes ganar dinero estando en la cárcel.
Si el sistema está sesgado en relación a los acusados, también lo está respecto a las víctimas. Bajo la Ley VAWA, que estableció la obligatoriedad de arrestos para los casos violencia doméstica y de procesos judiciales para casos de agresión sexual, ciertas mujeres están más seguras que otras: las víctimas “creíbles”, que son blancas, con educación formal, de clase media, empleadas y cisgénero. Pero según académicos como Beth E. Richie, profesora de Estudios y Criminología Afroamericanos, Derecho y Justicia en la Universidad de Illinois en Chicago, ha dejado atrás a mujeres racializadas pobres, madres solteras, trabajadoras sexuales, inmigrantes indocumentadas, mujeres trans, y población carcelaria. Para estas mujeres es igualmente probable que el Estado las ayude o las damnifique: pueden ser arrestadas por defenderse, ser desalojadas o perder la custodia de sus hijes. La justicia de género no es justicia si se sacrifica en su nombre a la justicia racial y económica.
El otro costo incalculable es que con ello no estamos más cerca de poner fin a la violencia sexual. El proceso penal, en el cual la función del perpetrador es negar los hechos incluso si efectivamente los cometió y la de la víctima es callarse y dejar que la fiscalía hable por ella, anula la responsabilidad y debilita a las personas damnificadas. Un estado brutal hace que los hombres sean más brutales. La amenaza de represalias no hace a las personas más agradables ni a las comunidades más seguras. Ni siquiera la pena de muerte desalienta el crimen.
Pero intencionalmente o no, la directiva del Título IX de DeVos apunta en una dirección más prometedora, alejada de lo estrictamente punitivo. La justicia restaurativa, que a veces es ordenada por los tribunales y a veces iniciada fuera de ella, es una filosofía y un repertorio de prácticas que busca sanar tanto a la persona/s perjudicada/s como a la comunidad cuyos valores han sido transgredidos. En una conferencia o “círculo” restaurativo, la víctima le comunica al agresor el impacto emocional y material de su accionar; éste se ve obligado a escuchar y comprender, y todes les participantes, incluidos familiares o voluntaries, así como las partes del delito, elaboran conjuntamente formas de enmendar los daños: disculpas, trabajo, capacitación. La comunidad es un punto fundamental en este proceso: cuando está lista, libera al transgresor del estigma social.
Las investigaciones realizadas en la Commonwealth británica han encontrado que la justicia restaurativa genera mayor satisfacción en las víctimas que el proceso de justicia penal convencional y que reduce la reincidencia en más de un 25%, una tasa mejor que la prisión. Curiosamente, también se ha descubierto que la justicia restaurativa es más eficaz para gestionar delitos violentos que los delitos contra la propiedad. En Canadá y los Estados Unidos, un programa de justicia restaurativa llamada COSA (Circles of Support and Accountability o Círculos de Apoyo y Responsabilidad), en el que les voluntaries ofrecen un tiempo sustancial para ayudar a un recluse liberade a aclimatarse a la vida fuera de la cárcel y no cometer nuevos delitos, ha sido particularmente eficaz con delincuentes sexuales de alto riesgo, reduciendo la comisión de nuevos delitos sexuales en un 83% y de otros delitos violentos en un 73%, según investigadores canadienses.
La justicia transformativa comprende prácticas similares a la justicia restaurativa, pero evita la participación del estado y busca desmantelar las opresiones sistemáticas que alimentan la violencia tanto institucional como criminal. Como era de esperar, la justicia transformadora nació en comunidades racializadas que estaban hartas del castigo estatal. Resulta inspirador que sus líderes sean mujeres racializadas que han experimentado violencia sexual. La justicia transformadora es más que una práctica de reparación; es un movimiento de justicia social. “Es fundamental que desarrollemos respuestas a la violencia de género que no dependan de un sistema penal sexista, racista, clasista y homofóbico”, dice el manifiesto “La violencia de género y el complejo industrial penitenciario”, distribuido en 2001 por Resistencia Crítica (Critical Resistance) y por INCITE!, dos organizaciones conformadas mayormente por mujeres racializadas, jóvenes y queer. Firmada por casi 150 organizaciones e individuos activistas por la justicia social, la declaración insta a los movimientos progresistas a desarrollar, documentar y compartir “respuestas comunitarias a la violencia que no dependan del sistema de justicia penal y que cuenten con mecanismos que garanticen la seguridad y la responsabilidad, en favor de las personas sobrevivientes de violencia sexual y doméstica”. En respuesta a este llamado, surgieron muchos grupos de base que están intentando hacer precisamente eso.
En el otro extremo del espectro se encuentra la justicia restaurativa: comisiones de la verdad y la reconciliación, como las que se convocaron en la década de 1990 después de derrotar al apartheid en Sudáfrica, a la dictadura militar de Augusto Pinochet en Chile y luego del genocidio y las violaciones masivas en Ruanda. Estos países habían atravesado atrocidades inimaginables y violaciones de derechos humanos a gran escala, tanto a manos de funcionarios estatales como de personas comunes. En esas comisiones, miles de personas se enfrentaron a sus victimarios y testificaron sobre el terrible daño que les habían infligido. Con la excepción de los artífices de los crímenes, que han sido juzgados en cortes penales internacionales y tribunales nacionales, en su mayor parte estos procesos no dieron lugar a sanciones penales. Ruanda potenció esta práctica con una red de tribunales locales tradicionales llamados “Gacaca”, que permitió a las víctimas conocer la verdad acerca de lo que les había sucedido a sus seres queridos y a los victimarios expresar remordimiento y pedir perdón a sus comunidades. A algunos de los perpetradores se les exigió trabajos obligatorios, pero muchos otros fueron enviados a casa sin sanciones.
Las comisiones de la verdad y la reconciliación tienen como objetivo equilibrar la necesidad de purgar el trauma personal y social con el imperativo de construir sistemas y políticas públicas que puedan prevenir la violencia. Al igual que otras prácticas de justicia restaurativa y transformadora, están lejos de ser perfectas. La justicia transformadora es todavía joven e indómita. Por ejemplo, en Chicago una mujer pegó carteles de advertencia con la foto de un ex-novio (que había abusado de su hija) por todo su barrio. ¿Es el escrache público mejor que el registro de delincuentes sexuales? La “comunidad” de la que tanto nos jactamos puede infligir venganza por mano propia por la violación de un amigue o familiar. ¿Es esto más justo que una pena administrada estatalmente y limitada por el estado de derecho? Después del cierre de los tribunales de Gacaca en 2004, persistió el miedo y la sospecha entre los ruandeses que vivían junto con las personas que habían violado y asesinado a sus familias. En Sudáfrica, aún veinte años después de los procesos de verdad y reconciliación, no se ha alcanzado justicia económica y racial.
A pesar de todo ello, la justicia restaurativa ofrece una respuesta al acoso y la violencia sexual que no se arriesga a repetir los errores del pasado. #MeToo es una especie de comisión espontánea de la verdad y la reconciliación. Su mayor poder es político: la revelación de la opresión sistemática, más que una venganza personal. ¿Podrán las feministas resistir la tentación de iniciar purgas jacobinas y en su lugar organizar comisiones de la verdad y la reconciliación en Hollywood, Wall Street o en los pasillos de los sindicatos de la construcción?
La longue durée del encarcelamiento masivo y la vigilancia punitiva nos enseña que la violencia estatal no es la respuesta a la violencia interpersonal. La venganza puede ser satisfactoria durante un rato, pero no crea una cultura no violenta, igualitaria y justa.
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*Originalmente titulado “Will Feminism’s Past Mistakes Haunt #MeToo?” y publicado en Boston Review. Traducido por Andrea Pereyra Barreyro.