Fernando Gauna Alsina*.-
“Nadie es uno de los actos de su vida.
Por horrendo o santo que haya sido.
Ningún acto nos define para siempre”
José Pablo Feinmann
Edgardo cumple una condena de diez años de prisión. Un Fiscal lo llevó a juicio por la comisión de los delitos de robo agravado, portación ilegal de un arma de fuego y encubrimiento. No conozco en profundidad su caso. Pero su sentencia quedó firme. De manera que debo presumir –al menos eso me dice la ley– que en algún momento robó, tuvo un arma y ocultó objetos que otro había obtenido en un hecho ilícito.
Edgardo lleva un poco más de siete años viviendo en prisión. Aunque siempre me enseñaron que las personas privadas de su libertad –y de tantas otras cosas más– no viven, sino que se “alojan” en prisión. Aún recuerdo la redacción de mi primer telegrama dirigido al director de un complejo penitenciario pidiendo el traslado de una persona detenida. Tuve que escribir “alojado en la unidad a su cargo”. Qué se yo. Tal vez no exista una palabra más apropiada, pero alojado significa hospedado. Y todos sabemos bien que los presos están muy lejos de ser huéspedes.
Edgardo tiene un hijo. Creo que de siete años. Y está en pareja con Analía. No sé cuándo la conoció. Me refiero a si lo hizo antes o después de quedar encerrado. Pero en cualquier caso, imagino que el encarcelamiento debe haber hecho las cosas más difíciles. Y digo imagino, porque nunca puse un pie en una prisión. En más de diez años de trabajo en el Poder Judicial jamás tuve que hacerlo. Tampoco mis compañeros. Y no he visto que lo hayan hecho muchos de los funcionarios y jueces del fuero en el que trabajé. Qué curioso. Enviamos gente a la cárcel y decidimos cuánto tiempo deben permanecer ahí –pues de eso se trata la pena– pero nadie nos exige conocerla.
Analía es abogada. Su abogada. No la conozco personalmente, pero me consta que es aguerrida y que no claudica. Nos pidió ayuda en su caso. Porque también es suyo. La ley dice que la pena no debe trascender a la persona del “delincuente”, pero lo hace. Si no pregunten cuán humillante y vejatorio puede ser una requisa, o cuánto duele saber –y espero aquí no perder su atención– que un ser querido pasará sus días en un lugar donde abundan las privaciones y nada podrá hacer por reparar cualquier ofensa o daño que haya causado a una víctima.
Edgardo había reunido los requisitos que exigía la ley y solicitó ejercer su derecho a salir transitoriamente. Pero los jueces de la Sala I de la Cámara de Garantías de Lomas de Zamora dijeron que no. En ese entonces era procesado –su condena no estaba firme– y la ley sólo preveía ese derecho para los condenados. Y es cierto. Aunque esa misma ley –en rigor, la más importante de todas– también establece que la cárceles serán sanas y limpias. Y yo no soy juez. Y tampoco puse un pie en una prisión. Ya lo dije. Pero a esta altura, es una verdad de Perogrullo, y perdonen mi francés, que en cualquier unidad penal la cucaracha más pequeña te pide upa.
Estaban desconcertados. Si la vida en la cárcel era la misma –la que lleva un procesado y un condenado– qué razón tendrían los jueces para aferrarse a una categoría legal. ¡A una falacia sin anclaje en la práctica!
Con todo, no perdieron las esperanzas. Si ése era el obstáculo, sólo debían hacer lo (im)posible por quitar esa etiqueta; esa venda –que como cualquier otra imagen de la justicia– impedía que la mirada de los jueces rebasara una de las tantas ficciones que establecía la ley.
Así que sin dudarlo, desistieron de su derecho al recurso y dejaron la sentencia firme. Y en algún punto, yo hubiese hecho lo mismo. Difícilmente un juez hubiere revocado una condena a diez años, que llevaba a cuestas a una persona cumpliendo la pena hacía siete. Y digo cumpliendo, porque el encarcelamiento preventivo, más allá de cualquier tecnicismo, no es más que un adelanto de la pena.
En fin, a pesar de todo, es decir, luego de haber resignado un derecho convencional y constitucional –como lo es aquél que prevé que otro Tribunal revise una sentencia condenatoria– y, lo que es más grave aún, por la sola razón de tener que consentir un capricho –o en rigor, una arbitrariedad– de parte de estos distinguidísimos integrantes del Poder Judicial; volvieron a recibir una respuesta desfavorable.
Aunque ahora sí debo darles la derecha a estos jueces y aceptar que se quitaron las vendas o, en verdad, las máscaras.
Dijeron que Edgardo era reincidente, que había vulnerado en el pasado una libertad condicional y que, por ende, no tenían garantías de que vuelva a respetar y honrar la ley. Y es cierto, había sido declarado reincidente y –también– vulnerado su libertad condicional.
Pero lo curioso aquí –y en esto no se detuvieron los jueces– es que eso había ocurrido hacía más de siete años y constituido una de las razones por las que había vuelto a prisión. Actualmente, insisto, reunía los requisitos que exigía la ley, entre éstos, el aval del Servicio Penitenciario –supuesto que no ocurría muy a menudo– y pretendía “reintegrarse a la sociedad” y volver a compartir –por qué no– tiempo con su familia.
Decisiones como ésta –como la de la Sala I de la Cámara de Garantías de Lomas de Zamora– pierden de vista que el ingreso a una prisión no despoja a las personas –o por lo menos no debería hacerlo– de la protección de las leyes, pues continúan siendo titulares de derechos.
Así lo deberían procurar los jueces, sobre todo si integran un tribunal que dice ser de garantías, antes que aferrarse a un prejuicio. Y digo prejuicio, porque, justamente, lo que verdaderamente demuestran estas decisiones es que, para algunos integrantes del servicio público de administración de justicia, las personas privadas de su libertad nunca –pero nunca– dejarán de ser “delincuentes”.
Edgardo Matías Nodar sigue en prisión. Aunque por suerte, está a la espera de una nueva resolución. Porque valga nuestro reconocimiento para los integrantes de la Sala Segunda de la Cámara de Casación Penal de la provincia de Buenos Aires –Carlos Alberto Mahiques y Fernando Luis María Mancini– quienes el 17 de julio pasado revocaron la decisión de los magistrados de Lomas de Zamora y devolvieron el caso a la Cámara de Garantías para que “por intermedio de jueces hábiles se dicte una nueva resolución ajustada a derecho”.
Han pasado casi dos meses. ¿Será que es difícil encontrar jueces hábiles en Lomas de Zamora?
* Director ejecutivo de Asociación Pensamiento Penal (APP)
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