Por Damián Andrada*
Que los argentinos descendemos de los barcos es uno de los mitos fundantes de nuestra nación. La colonización, la conformación del Estado argentino y los manuales de la historia oficial no hicieron más que invisibilizar la participación de los pueblos indígenas en la construcción de nuestro país. Una participación que, por momentos, también es borrada en el presente. Lo que hizo Alberto Fernández es exponer este sentido común nacido al calor del puerto de Buenos Aires ante la región y el mundo.
Según el Censo de 2010, en la Argentina existían 955.032 habitantes que se autorreconocían como indígenas. Esta cifra representaba el 2,38% de la población total. Varios expertos advierten que este número debería ser mayor y que es necesario que el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) mejore su metodología de cara al próximo censo. Asimismo, el Estado argentino reconoce a 38 pueblos originarios distribuidos a lo largo del territorio, lo cual nos convierte en un país con una amplia diversidad cultural.
Mientras Alberto y Lito señalan que los argentinos descendemos de los barcos, el artículo 75 inciso 17 de la reforma constitucional de 1994 reconoce la preexistencia étnica y cultural de los pueblos originarios. Esto significa que los indígenas existen con anterioridad al Estado argentino y a la llegada de barcos con millones de inmigrantes que poblaron el país hacia finales del siglo XIX y principios de siglo XX. No solo eso. Mientras la Constitución de 1853 promovía la conversión de los indígenas al catolicismo, la última reforma exige varios derechos: garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de sus comunidades y la propiedad comunitaria de las tierras que tradicionalmente ocupan; y asegurar su participación en la gestión de sus recursos naturales.
Como se observa, los pueblos indígenas no solo forman parte del pasado, sino también del presente. Y si tomamos sus luchas en defensa de la Madre Tierra, tanto en Argentina como en el mundo, podemos afirmar que también contribuyen a nuestro futuro.
La narrativa que los oculta es tan funcional al racismo como a una dinámica del capitalismo que necesita despojar a los pueblos indígenas de sus territorios para generar y multiplicar ganancias. Si entre 1878 y 1885, la mal llamada “Conquista del Desierto” (ni los desiertos se conquistan ni eran tierras desiertas) avanzó hacia la Pampa y la Patagonia donde vivían (y viven) los pueblos Mapuche y Tehuelche con el objetivo de proporcionarle tierras a la actividad ganadera que crecía al calor de las exportaciones de cuero, lana y tasajo; a comienzos del siglo XXI el agronegocio, las madereras, la minería y la actividad petrolera usurpan comunidades indígenas que ya habían sido desplazadas hacia los límites de nuestro país.
Lejos de ser un país sin indios, nuestro Estado nación fue construido al calor de la violencia contra los indígenas. Si bien la “Conquista del Desierto” es la más conocida, también existieron la Masacre de Napalpí en 1924 o la Masacre de Rincón Bomba en 1947. Esta última incluso fue declarada como crimen de lesa humanidad en 2019. A este fallo histórico de la justicia argentina, le siguió uno de la justicia internacional en 2020: la Corte Interamericana de Derechos Humanos le dio la razón a las comunidades indígenas nucleadas en Lhaka Honhat en su demanda contra el Estado argentino por la violación del derecho a la propiedad comunitaria, un medio ambiente sano, alimentación adecuada y acceso al agua.
Con dos años de gobierno por delante y alianzas geopolíticas con México y Bolivia, dos de los países con mayor porcentaje de población indígena en Latinoamérica, el Presidente tiene la oportunidad de que los hechos vayan por delante de sus palabras. A una nueva prórroga de la Ley de Emergencia Territorial Indígena N° 26.160, sancionada en 2006 y prorrogada tres veces, le debe continuar la conclusión del relevamiento técnico, jurídico y catastral de las tierras que tradicionalmente ocupan.
Como señaló José Carlos Mariátegui, “el problema del indio es el problema de la tierra”. Ante el avance sobre las tierras indígenas, se necesitan leyes que instrumenten y regulen el derecho a la posesión y propiedad comunitaria indígena estipulado en la Constitución Nacional hace casi tres décadas. En efecto, en 2019 fueron presentados dos proyectos de ley: uno de la entonces diputada y actual titular del INADI, Victoria Donda, y otro por los entonces senadores Pino Solanas y Magdalena Odarda, quien ahora es la presidenta del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI). Incluso el Plan de Desarrollo Humano Integral, liderado por Juan Grabois y propuesto por movimientos sociales y sindicatos cercanos al gobierno, contempla el otorgamiento de títulos comunitarios a pueblos originarios.
Con tan solo un año y medio de gobierno, el Presidente aún tiene tiempo para izar las velas e incluir los derechos indígenas en su amplia agenda de reformas progresistas que dice representar.
*Damián Andrada es editor general de la revista Debates Indígenas, investigador de la International Work Group for Indigenous Affairs (IWGIA) y compilador de “Hacia un periodismo indígena”.