Después de 25 años de participar como juez de cámara en más de 4.000 juicios orales, me senté en Mendoza hace pocos días a escuchar una sentencia. Todo era especial para mí. Era extraño estar como público, era extraño tratar de adivinar cuál sería el fallo, teniendo en cuenta que no conozco a los jueces ni estuve en ninguna otra audiencia de los más de tres años que llevó el largo juicio.
Si bien el veredicto se dictaba respecto de varias decenas de acusados, la mayor expectativa – de mi parte e imagino que de las víctimas sobrevivientes y sus familiares- estaba puesta en los cuatro jueces federales sentados en el banquillo. Sabía, desde hace años, que la complicidad de una parte del poder judicial con el genocidio argentino había sido comprobada. Quedó insinuada en el juicio a las juntas en 1985 pero se volatilizó en los años posteriores con las leyes de impunidad y los indultos.
Fue a partir de los juicios por la verdad -comenzados en 1998 en La Plata-, y más concretamente a partir del 2006 en el juicio a Miguel Etchecolatz, que se pudo consolidar la convicción sobre el rol esencial que cumplieron muchos jueces venales identificados con la dictadura cívico militar que ellos mismos integraban. Los juicios siguientes, hasta llegar al de Mendoza, irían mostrando, a lo largo del país, esa cara siniestra de un poder del Estado que cobijó entusiastamente criminales como los hoy condenados. Sucede que los intereses económicos que generaron el terrorismo de Estado se concentran en un sector social muy concreto al que pertenecen la mayoría de los magistrados que apoyaron, convalidaron y garantizaron los sucesivos golpes de Estado a partir de 1930.
Las ejemplares condenas a prisión perpetua dictadas en Mendoza a cuatro jueces por su complicidad primaria con el genocidio significan un mensaje social fuertísimo. Del mismo modo en que la impunidad siempre deja un sabor más amargo que la hiel en la boca de cada ciudadano indignado, la justicia en acto, reparadora y justa, por el contrario, envía un mensaje de inusitada potencia a cada sector social. A quienes hoy niegan las desapariciones, apropiaciones, torturas y muertes, les recuerdan que esos aberrantes crímenes no quedarán impunes. Y al resto de la comunidad – la mayoría-, que padeció las horas más negras de nuestra historia, le recuerdan que aún en contextos desfavorables para los Derechos Humanos hay jueces dispuestos a cumplir su compromiso con el pueblo, que está muy por encima de cualquier pacto mafioso.
Al salir de la sala pude comprobar que ese mensaje de justicia endulza la boca, invita a la sonrisa y sobre todo, alimenta la esperanza de un futuro no lejano, de plena vigencia de derechos esenciales.
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