Lo que le pasó a Higui es el extremo de una violencia que las lesbianas denunciamos hace décadas. Las mal llamadas violaciones correctivas persisten y son parte de un imaginario sexista que piensa que a las lesbianas nos falta o necesitamos algo. Algo que parece el escalímetro de miles de asuntos, casi una medida global: el falo.
En un mundo sexista, patriarcal y cisheterosexual, las lesbianas podemos ocupar espacios según cuanto “pasemos”, es decir, cuanto menos se te note, cuanto más blanca, instruída y con poder económico seas, es más viable tu existencia.
Esa no fue la suerte con la que corría Higui, porque ella representa todo lo que ese mismo sistema expulsa, repele, no quiere adentro. Y es por eso que hoy, su absolución es una esperanza de que la Justicia pueda dejar de ser ese antro patriarcal que carece de cualquier perspectiva en materia de género y derechos humanos.
Higui hoy es nuestra heroína, porque además logró lo que hace mucho no nos pasaba. Nos unió, nos dió el empuje para volver a articular un movimiento que necesita escucharse y poner en palabras las violencias cotidianas, los estilos de vida que no encajan en los planes sociales, las demandas de salud que no son reconocidas, las formas de ser que son resistencias diarias. Higui logró que el movimiento lésbico se una por su causa y por su libertad.
Y si bien esto se dió principalmente en Capital Federal, hace unas pocas semanas un Tortazo en las sierras cordobesas ratificó esa necesidad de amontonarnos.
Higui salió de los tribunales emocionada agradeciendo el cariño, el respeto y las fuerzas. Y pidió que vayamos con todo ahora para encontrar a Tehuel; porque así es la historia del lesbianismo en este país, poner el cuerpo y la organización para todas las luchas en las que el feminismo abonó el terreno.