Javier Auyero – La Nación.-
“Me robaron la camioneta”, gritó agitado el señor Vargas apenas entró a la comisaría, en momentos en que una señora pedía ayuda para que uno de los agentes obligara a su hijo adicto a internarse en un centro de rehabilitación (no es la primera ni la única madre que recurre a la policía, aunque la sabe involucrada en el tráfico de drogas, como un último recurso para intentar controlar la adicción de su hijo).
“Me chorearon la camioneta”, insistió Vargas, y la señora se hizo invisible para el policía. Detrás del mostrador, el oficial, impávido, preguntó: “¿Dónde?”. “En la calle que termina en la feria, donde está el hospital, no me acuerdo el nombre”, contestó Vargas.
Agente 1: -Dígame la patente y el color de su camioneta.
Vargas: -La patente? uy… Yo sé quién es el chorro. Lo vi. Es el Brian, el que vende drogas. Venía con la camioneta llena de cosas y ese hijo de puta apareció en el medio de la calle y me apuntó. Aceleré, lo iba a atropellar.
Agente 1: -Lo hubiese atropellado, le hubiese pasado por encima.
Vargas: -Eso iba a hacer, pero había otros dos. Y me apuntaban, me estaban apuntando. Yo sé dónde vive Brian. Lo voy a ir a cagar a palos.
Agente 2: -Lo tenía que atropellar, pasarlo por arriba. A usted no le pasaba nada.
El hallazgo del cuerpo de Luciano Arruga activó este episodio en mi memoria. Transcribí el diálogo con cierto escozor. Era una nota de campo recogida hace dos años en una comisaría de Lomas de Zamora.
No conocemos los detalles de lo que sucedió la fatídica noche en la que murió Luciano. Pero un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando volví a leer este fragmento, parte del material que utilizamos para analizar la acción estatal intermitente, selectiva y contradictoria en los márgenes urbanos. Muchos guturales defensores de la mano dura y la tolerancia cero raras veces se ponen a pensar que la institución encargada de llevar a cabo esas políticas de mano dura funciona, muchas veces, como agente extorsionador, creando peligros de los cuales luego propone defender a la ciudadanía. Se ha documentado que estas políticas tienen consecuencias desastrosas en otras partes del continente. Los defensores de la mano dura tampoco reflexionan sobre el hecho de que la tolerancia cero debería ejercerse con la policía bonaerense, esa institución mafiosa, más allá de que pueda haber también buenos policías.
Esta misma policía es conocida en su zona de influencia como “policía narco”. Hace pocos meses aquella comisaría de Lomas de Zamora fue allanada y su plana mayor fue acusada de participación en el tráfico local. También le dicen “policía petera” y “policía reclutadora.” “Petera,” porque los agentes “solicitan” servicios sexuales a las adolescentes del barrio. “Solicitaciones” que son, lisa y llanamente, ejercicios de violencia sexual. “Reclutadora”, porque enlista para cometer delitos a jóvenes de la zona que acaban de cumplir una condena o que están en libertad condicional. El temor a volver a la cárcel no les deja a estos chicos otra opción que acceder al “pedido” policial.
Mucho se ha estudiado sobre el impacto que en la vida de los sectores populares tiene “la traición a lo que es lo correcto” por parte de autoridades estatales. El sufrimiento individual ocasionado por experiencias de violencia se agiganta y sus consecuencias se multiplican en el tejido social por la complicidad estatal con la violencia. El trauma, lejos de ser una experiencia personal, se convierte en una impugnación a la rectitud del orden social.
Quizás nunca sepamos lo que pasó aquella noche con Luciano Arruga. Yo no lo sé. Lo que sí sé es que la sospecha sobre la complicidad estatal en este y en tantos otros episodios sin esclarecer -complicidad que va desde la desidia policial hasta, muchas veces, su activa y clandestina participación en una variedad de delitos- tiene sus fundamentos. La marginalidad urbana está de facto penalizada, buena parte de la policía bonaerense es un soporte esencial de la criminalidad y la violencia que ejerce ilegalmente se ha convertido en muchos lugares en un procedimiento estándar.
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