Por Mijail Miranda Zapata en Muy Waso
El campamento Tata Santiago está a 3695 metros sobre el nivel del mar. Sus carpas están acomodadas en medio del altiplano que comparten Bolivia y Chile. Llevan cinco días durmiendo hacinadas en carpas que no sobrepasan los nueve metros cuadrados de superficie. Aún así, pese al calor de sus cuerpos apretujados, el frío durante las madrugadas las estremece. Cuentan que apenas les han dado una frazada por persona. La temperatura mínima en Pisiga, en los próximos días, estará siempre por debajo de los cero grados centígrados. Son diez a 12 bolivianxs, muchas mujeres con niños pequeños, quienes comparten los diminutos espacios con sus familiares y desconocidos. Todas son migrantes que decidieron, empujadas por la crisis desatada con la pandemia del coronavirus, retornar a sus hogares, en su país. Pero las puertas se les cerraron.
El campamento donde actualmente están confinadxs 480 bolivianxs de distintas regiones del país lleva el nombre de un apostol que, en la tradición católica, es reconocido por su aparición milagrosa para cortar y aplastar las cabezas de «musulmanes invasores», herejes y paganos, en la batalla de Clavijo, uno de los episodios más icónicos de la denominada Reconquista de la Península Ibérica, hacia el año 844 de la era cristiana. Dicen los estudiosos que este periodo consistía en «nuevas monarquías que pretendían restablecer un orden político y religioso preexistente». Pero esa es otra historia.
Ahora, en 2020, en Bolivia, casi medio millar de migrantes tienen negado el retorno a sus hogares. Desde el Gobierno se los estigmatiza como una «amenaza para la salud de todos los bolivianos»; se los señala como «salvajes» por no respetar la sagrada cuarentena impuesta para mitigar el avance de la pandemia; se los criminaliza por, supuestamente, ser «instrumentos de desestabilización» del opositor Movimiento Al Socialismo (MAS); se los priva de derechos humanos fundamentales, según denunciaron más de 30 instituciones, colectivos y activistas en una carta difundida a finales de marzo.
Ayer, en su cuarta noche de destierro, las exiliadas de Pisiga seguramente recibieron con amargura la noticia de que otro grupo de sus compatriotas sí tendrá el privilegio de retornar a Bolivia desde Chile. Las desterradas, seguramente, se preguntarán por qué estos otros bolivianos sí podrán entrar a su país y utilizar un baño en condiciones higiénicas mínimas, tomar una ducha caliente cada día, beber un vaso de agua cuando lo quieran, alimentarse más de dos veces al día, comer más que una magra ración de fideos con casi nada de carne o cargar sus teléfonos para comunicarse con la gente que aman y extrañan. Todas esas simples cosas que ahora les resultan lejanas e inalcanzables. ¿Acaso por qué soy pobre no me van a querer?, deben de preguntarse.
La Cancillería boliviana respondió rápido, siempre de manera velada, «diplomática», como corresponde:
Ellos, los que sí tienen las puertas del país abiertas, «contrataron una aeronave ‘Ecojet’ para que los recoja; por lo tanto, pagarán el costo total de la aeronave y se accede a su retorno por el compromiso a guardar cuarentena (…). El costo que demande la cuarentena, tanto del espacio físico como de la alimentación, serán pagados por esas personas, para el Estado no significará ningún costo ni gasto».
Para que no queden dudas, el ministerio del Exterior de la presidenta transitoria Jeanine Áñez, subraya:
«El Gobierno facilitará la repatriación de los ciudadanos que se encuentren varados en el exterior, siempre que dichas personas puedan costear su retorno y someterse a una cuarentena obligatoria».
Los pobres no son bienvenidos, aunque la Constitución Política del Estado diga lo contrario. En su artículo 21 se lee que todos los bolivianos, sin distinciones de ningún tipo, tienen derecho «a la libertad de residencia, permanencia y circulación en todo el territorio boliviano, que incluye la salida e ingreso del país». Pero, como es habitual, se trata de letra muerta.
Más temprano, luego de violentos enfrentamientos entre militares y otros cientos de bolivianos que también exigen ingresar al país, el director general de Migraciones, Marcel Rivas, amenazaba con que «iniciarían acciones» penales contra 33 personas que tienen identificadas, con nombre y apellido, dentro el campamento Tata Santiago.
Los acusan de estar vinculados al MAS (como si la militancia política en su «democracia» estuviera proscrita), los grupos violentos que «organizaron los disturbios» y por conspirar para romper la sagrada cuarentena. Pero lo que se ve en las fotografías y videos, lo que se oye en audios y cartas, desde hace cinco días, son mujeres hartas de las condiciones infrahumanas a las que se las somete por el solo hecho de querer retornar al lugar donde nacieron.
Vemos y escuchamos, casi a diario, reclamos y ruegos de mujeres de todas las edades, embarazadas, con hijxs y sin ellxs, que «no piden un hotel de cinco estrellas», sino agua y jabón para lavarse las manos (como demandan las campañas de prevención del COVID-19 alrededor del mundo), privacidad para sobrellevar las actividades diarias y atención médica que evalúe si realmente representan una amenaza para la salud pública nacional.
«Hasta ahora no nos hicieron pruebas de sangre o saliva para detectar la enfermedad del coronovirus», denunciaron el lunes.
Vemos y escuchamos a una mujer con un embarazo de cinco meses que cuenta que los médicos del campamento le dijeron que tiene el riesgo de sufrir un «aborto espontáneo» por las malas condiciones alimenticias a las que está siendo sometida desde hace casi una semana.
No pretenden romper la cuarentena, no piden condiciones excepcionales, imploran lo básico, lo mínimo, un gesto de humanidad.
Muchas de ellas, luego de las advertencias gubernamentales -según Rivas ya existen dos personas condenadas a tres años de cárcel-, decidirán guardar silencio, callar y no responder cuando los policías y militares que «las resguardan» las amedrenten con llevarlas hasta la frontera si es que las precarias condiciones en las que las retienen no les gustan.
La madre que reclamó por la aglomeración en las carpas, probablemente hoy prefiera callar y no contestar al policía que le dijo que «no tenía derecho a opinar».
Tienen dolores de estómago y cabeza. A otras, generalmente las que vienen de las tierras bajas, se les presentan dificultades para respirar. Muchas sienten que han perdido varios kilos. Cada día más. Dicen que las agobia la incertidumbre. Se preguntan por qué las castigan como si hubieran cometido un crimen. Mientras miran a sus niños llorar o jugar en medio de la pampa, buscan respuestas que nunca llegan. ¿Acaso porque soy pobre no me van a querer?
A diferencia de las 36 personas que fueron repatriadas hoy en un vuelo chárter que pudieron costear y que, además, tienen la solvencia para garantizar los gastos de su cuarentena, los hombres y mujeres, las familias bolivianas que intentaron regresar a Bolivia por tierra pertenecen a ese conjunto abstracto de temporeros que salen del país cada tanto para ganar un poco más o tentar algún golpe de suerte.
Generalmente, realizan trabajos penosos, precarios y peligrosos, las tres «pes» que signan el destino de los migrantes pobres en todo el mundo. Ya sea en la agricultura, la construcción, la minería, el comercio informal o las tareas domésticas, gran parte de las personas atrapadas en el campamento Tata Santiago trabaja en territorio chileno para sobrevivir. ¿Contratar un avión para volver a casa? Ni en sueños.
¿Cómo soñar con volver a casa si ni siquiera le han dado a doce de ellas, las que sufren más con la violencia estatal, la oportunidad de encontrar refugio en los ambientes que Mujeres Creando ofreció en La Paz?
¿Cómo soñar con volver a casa?
¿Cómo soñar?
Ojalá tuviéramos respuestas. Mientras, la única certeza que guardamos se esconde en la cullaguada que le puso título a esta nota: «algún día pagarán, todo lo que han hecho con tu pobre corazón» migrante.