La escena la detalló Maju Lozano en Twitter, pero podría haberla contado cualquier mujer en cualquier espacio virtual o presencial: un grupito de varones que molesta a un grupito de mujeres en un restaurante. Uno de los varones le toca la espalda a una de las mujeres: ella se da vuelta y le dice que no la toque. Él la vuelve a tocar, ella le repite que no la toque. Él la vuelve a tocar. Y así varias veces. Los otros varones se ríen del “chiste”. Las otras mujeres se indignan. El resto del restaurante (varones y mujeres) se limitan a observar.
La mujer tiene ganas de llorar, pero se contiene. Tiene ganas de partirle una botella en la cabeza al toquetón, pero se modera. Hace, en definitiva, lo que el varón no hizo: se reprime. Sabe que la violencia no puede contestarla con violencia. Y se guarda la bronca, las lágrimas y la impotencia para vomitarlas en su casa, sola, cuando no pueda dormir.
Estamos hablando de adultos y adultas. No hablamos de niños ni de adolescentes. No hay intención aquí de bastardear lo que puede resultar gracioso para un niño o un adolescente, pero sabemos que puede serlo tirarle del pelo a una nena, para llamar su atención. No está bien, pero son chicos. Habrá que explicarles, contarles que no es la manera de que las nenas se fijen en ellos. Pero hablamos de adultos: varones que, empoderados por la compañía que les festeja la “broma”, se lanzan a molestar, manosear y apurar a mujeres.
¿Qué hubiese pasado si el varón mano suelta estaba solo? ¿Quién iba a festejarle el chascarrillo? ¿Se hubiera animado, siquiera, a hablarle a Maju y sus amigas? ¿Qué hubiese pasado si el otro, el que le dijo “Pará, que esta loca te denuncia por falso acoso” no hubiera despertado la risa de los demás? ¿Qué hubiese pasado si alguno de los varones que estaba ahí no se reía? ¿Y si alguno se rebelaba y, sinceramente, le pedía al toquetón que pare, que se estaba desubicando? ¿Cómo hubieran reaccionado los demás?
En primera persona
Hace varios años yo estaba esperando el 165 en una calle de Temperley, en Lomas de Zamora. Era de noche y casi no había gente alrededor. Sentí risas y me di vuelta. Vi venir a tres pibes, de unos 20 años cada uno. Venían de jugar al fútbol o a algo que los había ensuciado bastante. Uno de ellos me venía relojeando feo: intimidante, lascivo. Volví a mirar para adelante y los sentía cada vez más cerca. Pensé que iban a decirme algo cuando pasaban (lo tenía naturalizado). Lo que no me esperaba es que uno de ellos, el de mirada lasciva, me metiera una mano en el culo cuando pasara. “La concha de tu madre”, le dije –lo tenía bien cerca-. “La concha de la tuya, boluda”, me respondió mirándome bien de frente y siguió caminando. Uno de los amigos rió con ganas, el otro no tanto. Durante el día había llovido, así que yo tenía un paraguas en la mano. Pensé en correrlos y cagarlos a paraguazos. Pero me contuve, porque tuve miedo de que me la devolvieran. Al rato vino el colectivo. Me lo tomé y en vez de bajarme en la parada de siempre, me bajé en una remisería. Tenía terror. Me tomé un remis temblando. Lo que sentía era impotencia. Cuando llegué a casa, me puse a llorar. Creo que esa noche, aún sin saberlo, empezó un poco mi desconstrucción. En los boliches, de más joven, viví cientos de situaciones parecidas: pero nunca nadie me había mirado tan de frente luego de tocarme. Nunca nadie me había desafiado y dicho, con la mirada, “yo tengo derecho a tocarte, boluda”. Y yo empezaba a entender que no es normal ni natural que un varón te toque el culo o un brazo o el pelo si vos no querés que lo haga.
¿Hasta cuándo las mujeres debemos soportar esa opinión deliberada sobre nuestros cuerpos cuando no la pedimos? ¿Hasta cuándo seremos vistas como cachos de carne que pueden ser tocados, manoseados, manipulados? ¿Cuándo será un escándalo –pero un escándalo en serio- una situación como la que vivió Maju en un restaurante, con testigos? ¿Cuándo comenzará la deconstrucción de todos y todas las que estaban mirando y no intervinieron?
¿Hasta cuándo seremos locas por pretender tener derechos y autonomía, por querer salir “solas” (sin hombres), por ponernos una pollera corta, por tener un culo demasiado ostentoso?
¿Hasta cuándo deberemos repetir que no es no?