Las “enfermeras de Malvinas” estuvieron silenciadas, fueron víctimas invisibles de la dictadura cívico militar. Pero todavía quedan deudas sin saldar, historias que contar, heridas para cerrar, personas para enjuiciar. Ellas son algunas de las mujeres que la historia olvidó y que luchan por su reconocimiento y su verdad.
Por Florencia Méndez y Sibila Rodríguez
El 16 de noviembre de 2011 fue un día inolvidable. Las enfermeras de Malvinas se encontraron en el Centro de Oficiales después de 28 años sin verse.
Durante dos meses, las nueve Aspirantes Navales de Enfermería que irían al encuentro entraron a Facebook a la misma hora para chatear. Emocionadas, hablaban en conversaciones furiosas y simultáneas y traían al presente recuerdos que parecían haber quedado sepultados. Cuanto más se materializaba la reunión -cuando consiguieron el lugar a través de la Armada o hicieron el giro de plata para la reserva-, más ansiosas se ponían.
El día de la cita, llegaron al barrio de Congreso para pasar la noche juntas después de casi tres décadas. Reservaron el mismo hotel porque tenían previsto terminar muy tarde y no querían manejar de noche. Incluso, para algunas, ése era su primer viaje a Buenos Aires.
Se sentaron en el bar, esperaron la comida, tomaron un poco de gaseosa. Pero no dijeron nada.
Alguna preguntó cuántos hijos tenía la de al lado. Otra con quiénes se habían casado y de quiénes se habían separado. Otras tres seguían casadas con sus novios de entonces. Otras se habían divorciado hacía años. Sólo una no había tenido hijos.
La emoción de encontrarse no alcanzaba para tapar una sensación de todas: había algo que no se estaba diciendo, que aún permanecía silenciado. Se habló del presente, de aquellas historias que sucedieron después de Malvinas que parecían estar narradas en tercera persona. Tantas palabras escritas por Facebook para dar vueltas en círculo al momento de encontrarse cara a cara. Tantos recuerdos que parecían haber vuelto a surgir para volver a ser enterrados esa noche.
A la una de la mañana, Nancy se levantó de la mesa y dijo que se iba a acostar. Había sido un día largo y la adrenalina le había bajado hacía horas. Estaba cansada.
No había podido fumar por unas cuantas horas porque en el salón estaba prohibido. Tampoco en su habitación y aún así se prendió un pucho: fue de grande que empezó a romper las reglas, a hacer lo que quería. Con el ambiente impregnado de olor a cigarrillo, decidió meterse en la cama.
Cuando estaba por dormirse alguien tocó la puerta. Se levantó quizás rogando que no fuera personal del hotel que la reprendiera por el humo. Eran sus compañeras, todas ellas, que habían ido a charlar un rato.
Nancy las dejó entrar, y las que fumaban, fumaron. La habitación estaba envuelta en humo. Algunas se sentaron donde pudieron, otras se quedaron paradas: la habitación individual no estaba hecha para contener a nueve personas pero ellas se acomodaron igual. Allí tampoco hablaron de lo que habían ido a hablar. La charla siguió siendo la misma, rozando lo superficial, como una forma de ponerse al día aunque la sensación era distinta. Quizás los recuerdos ya no estaban contados por los teclados e inmortalizados en un chat, quizás, muchos años después, volvían a ser esas jóvenes y adolescentes que hablaban a la madrugada de lo que había pasado durante el día mientras fumaban un pucho a escondidas. Acaso, sin las lágrimas, sin cuerpos de soldados amputados, quemados y desnutridos de por medio, podían volver a consolarse de tantos años de estar solas.
Del tema de Malvinas no se habló hasta que, tiempo después, surgió la idea de volver a juntarse. Ya no en el salón de un hotel, sino en la casa de Nancy, en La Plata, en donde se quedaron a dormir repartidas en las habitaciones.
Iara, la hija de Nancy, se fue a la casa de los abuelos. Las ocho visitantesllegaron apretadas en un Duna, una arriba de la otra. Inflaron colchones de camping y se prepararon para pasar juntas desde ese viernes hasta el domingo. Ese día sí se sentaron para hablar de lo que habían ido a hablar.
Y hablaron.
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Nancy Stancato tenía 16 años en 1981 cuando decidió enlistarse en las Fuerzas Armadas para estudiar y ser Cabo Segunda en Enfermería. Su familia no creía que fuera una carrera para ella. Veía sangre y se desmayaba por la impresión, algo que tardó meses en superar. Hasta hoy no puede cortarle las uñas a otra persona. Cuando ve ojos irritados los suyos lagrimean. Nunca pudo sacarse una espina.
Como era menor, sus padres la acompañaron a la Delegación Naval de La Plata en 80 y 45, donde le dieron los requisitos de presentación. El período de evaluación en la Ciudad de Buenos Aires eliminó a 30 de las 80 aspirantes que querían viajar a Bahía Blanca a estudiar. Las 12 horas en el tren fueron cansadoras pero, al menos, se podía caminar por los pasillos, a diferencia de los viajes en colectivo.
—Una vez fui en un colectivo de los de antes, esos que no se reclinaban. Eran sólo ocho horas de viaje pero me tocó una gotera que me arruinó el traje. Pollera azul con la casaca militar de invierno, zapatos cerrados con taco bajo y una camisa azul con los bordes blancos. Un rodete agarrado con mil invisibles para que no se cayera la cofia.
En el primer viaje, se acomodaron la ropa y se maquillaron entre ellas. Aunque Nancy nunca se había pintado siguió, y sigue hasta hoy, las instrucciones: sombra marrón en los ojos con un delineado negro, un poquito de luz y sombra blanca debajo de las cejas y algún labial no muy chillón, esos que a ella no le gustaban porque el sabor le caía mal. Además, debían llevar vestido e ir en ayunas. Las esperarían con un “desayuno especial”, un pan y mate cocido.
Sus primeras prácticas fueron en Urología. A esa edad, Nancy ni siquiera sabía cómo era su cuerpo. Un agujero era para orinar y el otro para hacer caca. Para ella, por el segundo también se tenían relaciones sexuales. Fue así como comenzó a cambiar sondas de militares retirados y en servicio que iban a atenderse al Hospital Naval Puerto Belgrano, donde estudiaba. Miraba dos veces cómo atendía alguien más y a la tercera lo hacía ella. Así se aprendía. Y así aprendió.
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Claudia Patricia Lorenzini entró como Aspirante Naval de Enfermería, en febrero de 1981, tenía apenas 15 años. En septiembre le dieron la baja porque extrañaba a su mamá. Pasarían más de 30 años para que ella confesara que esa no había sido la verdadera razón. La “Pato” a los 15 años quería ser enfermera. La de hoy sigue herida por lo que vivió después aunque a pesar de eso, su objetivo es poder contar los abusos sufridos por ella y por sus compañeras.
La instrucción la comenzó confiada y feliz. Ser independiente le gustaba. Estaba en otra ciudad, sin sus padres y con nuevas amigas, haciendo lo que había elegido. Pero no pasaría mucho tiempo antes de que esa felicidad se convirtiera en un tormento que la marcaría para toda la vida. Con sólo 16 años de edad, Patricia fue abusada por uno de los superiores que debía cuidarla durante su estadía: el Teniente de Corbeta Juan Francisco Italia.
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“Elena Pons” decían las aspirantes en secreto para referirse al “enano ponzoñoso”, un hombre de estatura media que siempre llevaba su uniforme de manera impecable. De pelo entre castaño y colorado, Patricia lo recordaría años después como un hombre seductor. Entonces él tenía la posición jerárquica más alta que había conseguido siendo el Oficial Instructor. Habría entrado a la Marina para hacer la carrera de cabo, igual que las enfermeras, pero fue promovido de miembro de tropa a Teniente de Corbeta en un santiamén. Ese hombre sería quién les daría las instrucciones a las menores.
Junto con él andaba el suboficial Vivanco, un hombre con el que varias aspirantes navales la pasaron mal. Italia daba instrucciones y el segundo las reafirmaba o las cambiaba.
José Italia tenía una coupé Fiat 125 celeste que se veía llegar a distancia pero que se reconocía especialmente por el sonido de su escape deportivo marca Silen. Era meticuloso con su auto. La coupé tenía tapizado de cuero negro, volante Momo deportivo y relojitos redondos que macaban la presión de aceite del motor con carburador deportivo de dos bocas. En el interior del vehículo, el olor a silicona se mezclaba con el del desodorante que colgaba del espejo retrovisor.
Patricia había tenido algunos noviecitos de secundaria. Desde chica tenía la idea de casarse de blanco. Entró y salió virgen de la Marina aunque todavía tiene una sensación de suciedad en el cuerpo. Mediante el tacto la obligaron a conocer un pene, situación que entonces le producía asco hasta las lágrimas. Mediante el tacto también profanaron de su cuerpo, la despojaron de toda inocencia y le quitaron el sueño por años.
—Vamos que te tenés que probar el uniforme de gala, le decía Italia, confiado.
Fueron más de tres veces las que Patricia se acuerda. Quizás hayan sido más, pero se mezclan con los momentos en que veía y oía llegar la coupé mientras estaba en la formación. Temblaba y le transpiraban las manos. Repetía la misma historia una y otra vez aunque ese día no pasara nada.
Cuando estuvieron a solas, se le contó angustiada a su compañera Marcela Leonor Baldiviezo. No denunciaría a su superior porque era uno de ellos y sabía el tipo de acusación que estaba haciendo. Pero el rumor fue pasando de boca en boca y una de sus compañeras la “buchoneó” con uno de los oficiales.En septiembre la llamaron a una habitación para hablar a solas.
Entre los superiores que estaban en la sala a la que entró, Patricia está “99,9 por ciento segura” de que estaba Italia. En su presencia le preguntaron si el Teniente de Corbeta había abusado de ella y ella respondió que sí. Le preguntaron si alguien tenía registro de ello y ella dijo que sólo lo había escrito en su diario íntimo y contado a su compañera. Inmediatamente le confiscaron el diario y le dieron la baja deshonrosa, diciéndole a Patricia que el motivo oficial era que “extrañaba a su mamá”. Si no, le dijeron, harían desaparecer a sus padres y siempre tendría a los servicios de inteligencia tras ella.
Minutos después, Marcela Leonor recibió la baja deshonrosa. Sólo hasta que se volvió a encontrar con sus compañeras, tres décadas después, no supo por qué había sido. Cuando Patricia les contó a las otras, en el Centro de Oficiales de Malvinas en Capital Federal, el verdadero motivo de su deserción, pudo reconstruir con Marcela el porqué de su baja.
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Patricia y Marcela dejaron el hospital sin que ninguna otra persona lo supiera. Les ordenaron esperar 48 horas para poder volver a sus hogares. Esos dos días los pasaron en un hotel de Punta Alta, que pagaron con la liquidación de beca que les habían pagado antes de echarlas. Décadas después se dio cuenta de que a sus 17 años era una chica inocente: ese fin de semana fueron a comer y a bailar Tío Carlos, el Club Rosario y Katmandú y se compraron ropa, mientras estaban a la deriva en un pueblo, sin que sus familias lo supieran, después de confesar el abuso de un oficial en plena dictadura.
Hoy cree, sin querer caer en el misticismo, que algo o alguien que la cuidó en ese momento. Sin pensar en nada de eso, fueron a un restaurante y pidieron un plato que llevaba un nombre sofisticado: pato a la naranja. Marcela miraba su plato y no sabía si comer primero el pato o la naranja. Cuando salieron del restaurante seguía con hambre. Años después, durante el reencuentro, Patricia se enteró que en realidad nunca comió pato, sino pollo.
Dos días después, tomaron caminos separados. Marcela Leonor a Tucumán, Patricia a La Plata.
Cuatro meses más tarde, en enero de 1982, cuando empezaba a dejar todo eso atrás, Pato volvía de hacer unos mandados para su mamá cuando se encontró con un oficial de la Marina en la puerta de su casa. Con un papel escrito a máquina le exigía su reincorporación.Patricia aseguraba que no había jurado a la bandera y que no le correspondía volver. El marino habló con su madre. Patricia volvió. Cinco meses después estalló la guerra.
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Es 16 de septiembre del 2016 y Patricia viste un saco turquesa y un collar amarillo que llama la atención y que combina con su pelo rubio. Daniel Paredes, ex combatiente y amigo de las enfermeras lleva un jean y una camisa con estampado militar. A la altura del corazón tiene pines con la bandera argentina, un gran escudo con las Islas y cinco medallas que nunca perdieron su brillo. Laura Leguizamón, esposa de un ex combatiente, usa una remera con la imagen de las Malvinas. Mario Volpe, director del Centro de Ex Combatientes de Malvinas, está de traje.
Le gusta que le digan Pato. Se pasea por el edificio de la CTA Autónoma, en 54 entre 8 y 9. Saluda a todos y se asegura de que esté todo organizado. Se la ve nerviosa. Está nerviosa. Quizás más que cuando contó los horrores vividos como enfermera de Malvinas. Puede que ese reencuentro con sus compañeros le toque más el corazón que las palabras que usa para contar aquello que parece tan lejano y que aún vive en ella.
Antes de que llegue la gente cuelgan las banderas: todas en celeste y blanco, con menciones a Malvinas y a las mujeres que estuvieron en la guerra. Algunas fueron enviadas desde el interior de la provincia, otras son de la CTA, y hay una que pisó suelo malvinense durante el viaje que hicieron ex combatientes unos años antes.
Sirven agua en vasitos. Se aseguran que el locutor del acto tenga escrito todo lo que va a narrar. Chequean los regalos que al final del encuentro les darán a dirigentes de ATE, la CTA Autónoma y el CECIM.
Por primera vez en 34 años se encuentra con sus compañeros. No sólo con Aspirantes Navales de su promoción o de otras dos. También hay enfermeros, amigos, ex combatientes, mujeres de ex combatientes, militantes de ATE y de la CTA. Hay personas que se acercan a abrazarla porque por ella están allí: fue la primera en hablar y junto con Nancy Castro, una de sus compañeras, organizó ese encuentro para pasar todos juntos el día del Aspirante Naval.
Suena el himno.
Patricia, de pie y con la mano en el corazón grita “¡Viva la Patria!”. La respuesta es unánime y conmovedora: “¡Viva!”.
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“¿Qué es ser aspirante naval?”, se pregunta Patricia desde el centro del escenario. “Ser aspirante naval es formarte en una carrera que uno elige, que le apasiona. En este caso, enfermería”.
Y confiesa: “Malvinas laceró mi alma. Sigo sin recuperarme. Son recuerdos imborrables. Pero malvinizar es mi orgullo”.
Malvinizar, término que ella y muchos otros allí usan durante la hora y media que dura el encuentro, es luchar y militar para que se tenga en cuenta a los que formaron parte de la guerra, para lograr que dejen de ocultarlos. Tiene que ver con lo que eso significó para toda una generación y las que vinieron después, con el ocultamiento de los ex combatientes, aquellos que hoy en día están y aquellos que ya no; de los hechos; de los derechos humanos pisoteados durante esos 74 días en las islas del Atlántico Sur, y durante los 34 años que siguieron.
“Ustedes todavía llevan una mochila y, como nosotros, día a día tienen que aprender a vivir con esto”, dice Daniel Paredes, mirando a las tres enfermeras que están sentadas al frente: Patricia Lorenzini, Nancy Castro y Alicia Fernández. “Ustedes dejaron de ser aspirantes al momento de atender al primer herido”.
“Malvinizar” se usa en su forma verbal porque es acción constante. Es no parar. Es no haber podido dormir en paz por más de 30 años.
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En su segundo año de estudio comenzó la guerra. A las 18:30 del 2 de abril llegaron de las Islas dos heridos de bala y el primer muerto. Parecía de madrugada. Era invierno y a esa hora había anochecido.
El caído era Pedro Edgardo Giachino, un oficial de la Armada Argentina y capitán de Fragata de Infantería de Marina, que años después sería reconocido por varios secuestrados sobrevivientes como el represor que actuó en la Base Naval de Mar del Plata durante la dictadura militar.
A partir de ese día las enfermeras se vieron obligadas a convertirse en adultas.
Los días comenzaron a pasar y cada vez se hacían más largos a pesar de que el invierno los acortara. Llegaban aviones cargados de heridos permanentemente y el Hospital pasaba de estar saturado a muy lleno y nuevamente saturado.
—Un día dijeron que iban a pintar cruces en los techos y yo pensé que era algo que se hacía cada tanto y que tocaba en ese momento —dice Nancy—. Pasaron 32 años hasta que entendí que en una guerra, cuando los aviones pasan y ven las cruces en los techos, significa que no deben bombardear porque ahí hay un Hospital. También pintábamos los vidrios y las luces de los autos de azul, para que quedara todo oscuro.
A pesar de no tener conocimientos que superaran la salud primaria, Nancy y el resto de las enfermeras debieron curar heridas de guerra que con las horas se hacían cada vez más comunes. Ni las esquirlas de las bombas que estallaban ni el “pie de trinchera” que salía por los castigos que los superiores a los soldados haciéndolos parar en pozos con agua helada durante horas, la impresionaron. Lo que marcó la vida de Nancy para siempre fue ver a soldaditos desnutridos. Les podía contar las costillas a simple vista. Algunos habían pasado semanas sin comer, al punto de desesperarse como animales al ver que en el Hospital otros comían antes que ellos.
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Un día, junto a un compañero, a Nancy la mandaron a un depósito a ordenar las donaciones. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaban siendo enviadas a Malvinas. “Allá no son necesarias”, le dijeron.
Cuando terminó su turno, las dos horas de descanso las pasó llorando y puteando en su dormitorio. Sus compañeras más cercanas la contuvieron. Pero alguien delató su enojo. Un año después, un viernes de marzo de 1983, la llamaron luego de una requisa de su dormitorio para hablar con el director de la Escuela y cuatro suboficiales. Nancy pensó que la castigarían por tener yerba y azúcar escondidas.
—Usted cometió traición a la Patria porque habló en el alojamiento de Malvinas de cómo el Ejército manejó la guerra, le dijo el director de la Escuela. Sabe que por ese crimen el castigo es el fusilamiento y aún estamos pensando si le vamos a dar una baja deshonrosa o la vamos a fusilar.
Ese fin de semana no se tomó franco. No quiso salir a bailar con sus amigos como hacía siempre. Pasó los dos días tirada en la cama, mirando el techo, esperando que la llamaran con la resolución final. A veces lloraba, siempre con miedo. Recién el lunes la subirían a un camión que la llevaría a la Escuela de Enfermería.
Las palabras fueron escasas y directas, pero fueron suficientes como amenaza.
—Hemos decidido darle la baja deshonrosa. Sabemos quiénes son sus padres y dónde viven. Si vuelve a hablar de Malvinas los vamos a desaparecer.
Por más de 30 años el relato oficial fue que le habían dado la baja por robar yerba y azúcar, como el de Patricia fue haber extrañado a su mamá. Al encontrarse con sus compañeras pudo reconstruir su historia y se dio cuenta de que no había sido la única en sufrir maltratos y amenazas. Que no había sido la única en intentar olvidar parte de su historia.
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La mayoría de los Aspirantes Navales de Enfermería eran menores, algo que tanto Jerónimo Guerrero Iraola, abogado de Patricia, como María Alejandra Améndola, abogada de los enfermeros y enfermeras de Malvinas, dejan en claro apenas comienzan a hablar. Eran menores y casi no tuvieron preparación previa. Durante la guerra llevaron a cabo ciertas prácticas que no les correspondían y no sólo estuvieron hasta el final sino que luego muchos tuvieron problemas graves y debieron buscar, como los soldados, tratamiento psiquiátrico y contención psicológica.
A mediados de noviembre de 2016 llegó al despacho de la doctora Améndola la negativa de la Armada del pedido de reconocimiento de “los enfermeros de Malvinas” como veteranos de guerra. En abril, 44 de ellos habían presentado una petición pero luego de que pasaran meses sin respuesta, 22 se juntaron para contactar a la abogada. Hoy esperan, con testimonios y evidencia física de su presencia en el Hospital Naval durante esa época, un juicio oral ante la Justicia Federal.
Según la negativa de la Armada basada en la legislación vigente que comprende al menos siete leyes modificadas por la 23.701 “Beneficios a Ex Compatientes”, sólo se considerará como Veteranos de Guerra de Malvinas a quienes hayan sido trasladados al Teatro de Operaciones Malvinas (TOM) desde el 2 al 7 de abril del ’82, o al Teatro de Operaciones del Atlántico Sur (TOAS) desde el 7 de abril hasta el 14 de junio de ese año. La jurisdicción también incluye a otras islas como las Georgias y Sandwich del Sur, y al espacio aéreo y submarino que abarca desde la milla nº 12 de la costa hacia el este. No se considera TOAS al continente. Quienes no respondan a esos requisitos no podrán ser beneficiarios de pensiones, subsidios, salud y vivienda, según los Decretos 675/82 y 700/82 “S” de la Junta Militar, aún vigentes. Hay pocos fallos previos que reconocen como héroes de Malvinas a personas que no estuvieron en las islas, pero son clave para luchar por el reconocimiento social y económico que ellos reclaman.
El abogado Guerrero Iraola es quien prepara el caso de abuso de Patricia. Es más difícil porque no tiene a nadie más que denuncie y dice que no es posible presentar un caso de esas características y en esa época que no se tome como prescrito si no lo encuadra como delito de lesa humanidad o como una grave violación a los derechos humanos. Para eso necesita más testimonios.
—Hay que darle más visibilidad al tema para que aparezca el resto de los casos, dice Guerrero Iraola mientras se toma un americano cortado. Tenemos indicios para pensar que han habido más, con cierto grado de generalidad y sistematicidad, pero hoy no se animan a hablar por la instancia que implica asumirlo, hacerlo público, darle explicaciones a la familia. En los delitos que tienen que ver con un avasallamiento a la integridad sexual hay un componente del pudor que opera sobre las víctimas.
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Ese 16 de septiembre de 2016 hablan todos los silenciados. Uno por uno, silla por silla, se paran en el escenario y vomitan un pedacito de su corazón. Todavía hoy se curan entre ellos. Se hacen llegar esa caricia que tantos años atrás tuvieron que darles a otros que las necesitaban con más premura.
Todos concuerdan en lo mismo. El plan sistemático de la dictadura también tuvo como objetivo lograr que las conciencias olvidaran, que los grupos humanos se fragmentaran y la verdad se distorsionara.
Tanto es así que Patricia le contó a su madre sobre el abuso un día antes de que se publicara la primera noticia en los medios, la que sacó a flote la verdadera historia de “las enfermeras de Malvinas”. Para dar su testimonio, tuvo que dejar de lado la paranoia constante de tener a “los servicios de inteligencia siempre detrás suyo”, como le habían dicho los militares. Con la denuncia pública de Patricia en el diario Infobae, muchas de las entonces aspirantes se enojaron porque en la foto que editaron aparecía todo el grupo. Pato dice que no va a bajar la guardia, moleste a quien le moleste: “Me chupa tres pelotas”. Los años de ocultar su verdad le costaron enfermedades más duras que las que deja ser enfermera de una guerra, y hoy está segura de que no quiere encubrir a un pedófilo, como ella lo nombra. A pesar de que entiende a las mujeres anónimas que todavía no se animan a confesar, ella cree que al hablar se sacó una mochila de encima.
—Lo que no hablas se pudre, y en mí se había podrido todo.
¿Por qué las mujeres siempre quedan en la oscuridad de lo narrado? Nadie se anima a hacer las preguntas en voz alta pero todos buscan en el otro una respuesta sensata. De a poco la están construyendo. Peleando por arrancarla de algún lado.
Ese día no hay mucha convocatoria pero no sobra ninguna de las 20 sillas. Entre discurso y discurso se repiten temas recurrentes. Se escuchan, lloran, se a abrazan. Y al final, cuando tienen que sacarse la foto todos juntos, como si aún rindieran honor al uniforme que algunos todavía llevan puesto, pocos se permiten sonreír.
*Esta crónica fue producida en el marco del Seminario de Grado “Contar el horror: las nuevas narrativas de la memoria”, dictado por los profesores y periodistas Laureano Barrera y Juan Manuel Mannarino durante el último cuatrimestre de 2016 en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. El seminario se inscribe dentro del Taller de Producción Gráfica I, Cátedra II.