Una tarde llegó a la oficina del abogado Carlos Spector la llamada de un hombre que pedía ayuda para su familia. Era un tío de Marisol Valles. Marisol y parte de su familia estaban en un centro de detención en el noreste de Estados Unidos. El padre y la hermana, en otro.
En los años ochenta, Spector, un prestigiado abogado de madre mexicana y padre ruso judío, fue el primero en ganar un caso de asilo político para un mexicano. Desde joven ha sido activista por los derechos de los migrantes. Es un hombre de apariencia dura y claras posturas políticas.
Spector tomó el caso de Marisol pro bono. Había escuchado ya las declaraciones del gobernador y el alcalde y le había quedado clara una cosa: Marisol no era una amenaza para el narco de Práxedis, pero la necesitaba. “¿Qué necesita el narco? Inteligencia. Marisol tenía información y no quiso colaborar”, me dice.
En el pizarrón de la sala de juntas de su oficina están listados todos los casos de asilo que lleva, alrededor de cuarenta —la mitad son pro bono—. Será difícil que todos tengan un final feliz. Las cortes migratorias de Estados Unidos rechazan noventa por ciento de los casos de asilo para mexicanos.
“Otorgar asilo político a un mexicano es reconocer el fracaso de las políticas de México y Estados Unidos”, me dice Spector. Por eso, un colombiano o un keniano tienen más posibilidades de que se les conceda el asilo.
Pero Spector tiene un plan más grande que esperar hasta julio de 2013, cuando Marisol y su familia tienen la primera audiencia ante el juez. Ha formado la Asociación Mexicanos en el Exilio, a la que pertenecen la mayoría de sus clientes. Ahí están los hijos de Marisela Escobedo, la activista asesinada frente al Palacio de Gobierno de Chihuahua; Saúl Reyes Salazar, que perdió cuatro hermanos, y su sobrino, que quedó huérfano cuando un comando armado levantó y asesinó a su madre; una familia de hermanos transportistas; pequeños y medianos empresarios que ya no pudieron pagar el derecho de piso, y muchos más.
Para el gobierno mexicano es muy fácil que la gente huya, me dice Spector. No se vuelve a responsabilizar de su gente. “Pues con nosotros no se va a acabar la disidencia ni se dejará de escuchar la voz de esta gente. Le vamos a ir a decir al Tío Sam [lo que está pasando], porque es lo único que a México le importa”, dice el abogado.
Me dice que en las siguientes semanas tienen una presentación con tres congresistas federales, lo que les van a ayudar a llevar el testimonio de los Mexicanos en el Exilio al Capitolio en Washington. Spector, como casi todos los habitantes de El Paso, tiene una estrecha relación con Ciudad Juárez y los pueblos de alrededor. Su madre nació en Guadalupe —el luegar más violento del país—, y entiende la relación de las dos ciudades Juárez-El Paso como única e indisoluble. Pero de lejos, en Washington, no lo ven tan claro como ellos.
Me cuenta la historia del más reciente de sus clientes: un joven miembro de una familia con negocios en Juárez al que le cortaron los pies porque dejó de pagar las extorsiones por derecho de piso.
“No nos podemos quedar callados. Lo que está ocurriendo (del otro lado del muro fronterizo) es un genocidio. ¿Qué haríamos si hubiera campos de concentración en Juárez? Tenemos que hablar, tenemos que hacer ruido”.
La primera vez que Marisol se reunió con su abogado estaba triste, deprimida, dice Spector. “No sabía en qué se había metido. Nunca había venido a Estados Unidos”.
La familia entera llegó a vivir con unos tíos. Diez personas en una casa. No han logrado salir de ahí porque después de ocho meses no les han otorgado el permiso para trabajar en Estados Unidos mientras se resuelve el caso de asilo. Marisol está desesperada. No puede trabajar, no puede manejar, no tiene dinero.
Una abogada del despacho de Spector organizó una fiesta para recaudar fondos. Así han pagado los gastos judiciales. La comida y los pañales salen de trabajitos que hacen su padre y su marido: limpiar jardines, hacer arreglos en las casas vecinas.
El último día que nos reunimos, Sandra, la esposa de Spector, no podía regresar a Marisol al lugar donde la recogería su padre. Me ofrecí a llevarla.
“No confío”, volvió a decir Marisol.
Sandra, una mexicoestadounidense de unos sesenta años que fue activista por los derechos sindicales y que ahora apoya las labores de su marido, le insistió en que estaría segura.
En el camino paramos a comer a una famosa taquería de El Paso sobre la carretera 10. Marisol me dijo que nunca había ido ahí y empezó a recordar las comidas que hacían en su casa, con toda la familia. De pronto se acordó de la casa de su madre. Le han dicho que está vandalizada, que se han llevado todo: las ventanas, las puertas, los muebles, la reja, hasta el plafón del techo. Me pide que cuando vaya a Práxedis visite su casa y le diga cómo está. Y que si todavía queda algo, le traiga un recuerdo, lo que sea. [Lo que Marisol se imagina es poco: la casa parece una obra negra. Los vándalos no dejaron más que papeles y ropa regados por el piso, que con las lluvias y la tierra se han vuelto una masa tiesa].
Manejamos un par de horas por una carretera hasta llegar al estacionamiento oscuro de una tienda de pueblo. Ahí esperamos a que llegaran por ella. Marisol volteaba insegura cada vez que un coche entraba al estacionamiento.
“Desconfío hasta de un niño”, dijo. Ella misma parecía una niña en ese momento, esperando que la recogieran sus padres de regreso de pasar el día en casa de alguna compañera de escuela.
—¿Por qué querrían buscarte acá? —le pregunto.
—Porque me burlé de ellos.
Me acordé de lo que me había dicho Spector un día antes: “Esa niña avergonzó a México”.-
Foto: Mauricio Palos, Gatopardo.
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