La militancia de Martin Luther King Jr. contra el segregacionismo y la discriminación quedó plasmada en sus textos e intervenciones políticas, que fueron reunidos y curados por la editorial Tinta Limón. Este libro recopila textos e intervenciones producidas entre 1955, cuando adquirió relevancia en el movimiento de derechos humanos del sur estadounidense, y 1968, año de su asesinato en Memphis. Más estratega que moralista, más conflictivo que pacificador. Un King que logra sustraerse del insulso discurso de los derechos humanos construido por las políticas neoliberales de la memoria, al menos en su fase multicultural. Por ello, esta recopilación no es una mera celebración o un rescate exótico, sino la invitación al análisis de un pensamiento en pos de detectar potencias y límites, recursos y obstáculos, plataformas de despegue y callejones sin salida. En Cosecha Roja compartimos un adelanto.
A menudo ha surgido la pregunta sobre mi propia peregrinación intelectual hacia la no violencia. Para llegar a esta cuestión es necesario remontarse a mi temprana adolescencia en Atlanta. Había crecido aborreciendo no solo la segregación, sino también los actos opresivos y bárbaros que emanaban de ella. Había pasado por lugares donde se había linchado salvajemente a los negros y había visto cabalgar de noche al Ku Klux Klan. Había visto la brutalidad policial con mis propios ojos y había visto cómo los negros recibían la más trágica injusticia en los tribunales. Todas estas cosas habían impactado en mi personalidad en desarollo. Estaba peligrosamente cerca de sentir rencor por las personas blancas.
También aprendí que el gemelo inseparable de la injusticia racial era la injusticia económica. Aunque yo procedía de una familia con seguridad económica y relativa comodidad, nunca pude alejar de mi mente la inseguridad económica de muchos de mis compañeros de juegos y la pobreza trágica de aquellos que vivían a mi alrededor. Hacia el final de mi adolescencia, trabajé durante dos veranos, contra el deseo de mi padre –él nunca quiso que mi hermano y yo trabajásemos rodeados de gente blanca debido a las condiciones opresivas–, en una planta que contrataba tanto a negros como a blancos. Aquí vi la injusticia económica de primera mano, y me di cuenta de que el blanco pobre era explotado tanto como el negro. A través de estas primeras experiencias, crecí profundamente consciente de las múltiples injusticias en nuestra sociedad.
Por lo tanto, cuando llegué a la Universidad Morehouse, en Atlanta, como estudiante de primer año en 1944, mi preocupación por la justicia racial y económica ya era considerable. Durante mis días de estudiante en Morehouse, leí por primera vez el ensayo Desobediencia civil, de Thoreau. Fascinado por la idea de negarme a cooperar con un sistema maligno, me conmovió tanto que lo releí varias veces. Este fue mi primer contacto intelectual con la teoría de la resistencia no violenta.
Sin embargo, no fue hasta que ingresé al Seminario Teológico de Crozer, en 1948, cuando comencé una búsqueda intelectual seria en pos de un método para eliminar los males de la sociedad. Aunque mi mayor interés estaba en los campos de la teología y la filosofía, pasé una gran cantidad de tiempo leyendo los trabajos de los grandes filósofos sociales. Muy pronto descubrí el libro de Walter Rauschenbusch, El cristianismo y la crisis social, que dejó una marca indeleble en mi pensamiento al darme una base teológica para la preocupación social que ya estaba creciendo en mí como resultado de mis primeras experiencias. Por supuesto que había puntos en los cuales difería con Rauschenbush. Sentía que él había sido víctima del “culto del progreso inevitable” del siglo XIX, que lo llevó a tener un optimismo superficial respecto de la naturaleza del hombre. Aún más, él estaba peligrosamente cerca de identificar el Reino de Dios con un sistema social y económico particular, una tendencia que nunca debería afectar a la Iglesia. Pero, a pesar de estas limitaciones, Rauschenbusch le había hecho un gran favor a la Iglesia cristiana al insistir en que el Evangelio considera al hombre como una totalidad: no solo con su alma, sino también con su cuerpo; no solo con su bienestar espiritual, sino también con su bienestar material. Desde que leí a Rauschenusch, mi convicción ha sido que cualquier religión que profesa estar preocupada por las almas de los hombres y no está preocupada por las condiciones sociales y económicas que escorian esa alma es una religión espiritualmente moribunda, que solo espera ser enterrada. Bien se ha dicho: “Una religión que termina con el individuo, termina”.
Luego de leer a Rauschenbusch, comencé a estudiar seriamente las teorías sociales y éticas de los grandes filósofos, desde Platón y Aristóteles hasta Rousseau, Hobbes, Bentham, Mill y Locke. Todos estos maestros estimularon mi pensamiento –tal como era– y, aunque encontré cosas que cuestionar en cada uno de ellos, aprendí mucho de su estudio.
Durante las vacaciones de Navidad de 1949, decidí utilizar mi tiempo libre para leer a Karl Marx, para intentar entender el atractivo del comunismo para muchas personas. Por primera vez escruté cuidadosamente El capital y El manifiesto comunista. También leí algunos trabajos interpretativos sobre el pensamiento de Marx y de Lenin. Al leer esos escritos comunistas, llegué a ciertas conclusiones que sigo manteniendo como convicción hasta el día de hoy. Primero, rechacé su interpretación materialista de la historia. El comunismo, abiertamente secularista y materialista, no tiene lugar para Dios. Nunca podría aceptar esto, porque, como cristiano, creo que hay un poder personal creador en este universo que es el sustrato y la esencia de toda la realidad: un poder que no puede ser explicado en términos materialistas. La historia, en última instancia, es guiada por el espíritu, no por la materia. En segundo lugar, estaba profundamente en desacuerdo con la ética relativista del comunismo. Dado que, para el comunismo, no existe un gobierno divino, no hay un orden moral absoluto, no hay principios fijos e inmutables; en consecuencia, casi cualquier cosa –la fuerza, la violencia, el asesinato, la mentira– son medios justificables para lograr el fin “milenario”. Este tipo de relativismo me resultaba aborrecible. Los fines constructivos jamás pueden dar una justificación moral absoluta a los medios destructivos, porque, en definitiva, el fin es preexistente a los medios. En tercer lugar, me oponía al totalitarismo político del comunismo. En el comunismo, el individuo termina sometido al Estado. Es verdad que un marxista argumentaría que el Estado es una realidad “provisoria”, que será eliminada cuando emerja la sociedad sin clases; pero el Estado es el fin mientras dura, y el hombre es solamente un medio para ese fin. Y si los así llamados derechos y libertades del hombre se interponen en el camino hacia ese fin, simplemente se los barre a un costado. Su libertad de expresión, su libertad de votar, su libertad de escuchar las noticias que le gustan o de elegir sus libros, todas son restringidas. El hombre se convierte, en el comunismo, en un engranaje despersonalizado en la rueda giratoria del Estado.
Este desprecio por la libertad individual me resultaba objetable. Estoy convencido ahora, como lo estaba en ese entonces, de que el hombre es un fin porque es un hijo de Dios. El hombre no ha sido creado para el Estado; el Estado se crea para el hombre. Privar al hombre de libertad es relegarlo al estatus de cosa, en vez de elevarlo al estatus de persona. El hombre nunca debe ser tratado como un medio para llegar al fin del Estado, sino siempre como un fin en sí mismo.
Pese a esto, pese a que mi respuesta al comunismo fue y sigue siendo negativa, y lo considero básicamente malo, hubo aspectos que me resultaron desafiantes. El difunto arzobispo de Canterbury, William Temple, se refería al comunismo como una herejía cristiana. Se refería a que el comunismo tomaba algunas verdades que eran partes esenciales de la visión cristiana de las cosas, pero las había unido a conceptos y prácticas que ningún cristiano jamás podía aceptar o profesar. El comunismo había desafiado al difunto arzobispo, y debería desafiar a cada cristiano –como me desafió a mí–, a una inquietud mayor respecto de la justicia social. Incluso con sus falsas suposiciones y sus métodos perversos, el comunismo creció como una protesta contra las dificultades de los más desfavorecidos. El comunismo, en la teoría, puso el énfasis en una sociedad sin clases, en una preocupación por la justicia social, aunque el mundo sabe por triste experiencia que, en la práctica, creó nuevas clases y un nuevo lenguaje de injusticia.
También busqué respuestas sistemáticas a la crítica de Marx de la cultura moderna burguesa. Él presentó al capitalismo esencialmente como una lucha entre los propietarios de los medios de producción y los obreros, a quienes Marx consideraba como los verdaderos productores. Marx interpretó las fuerzas económicas como el proceso dialéctico mediante el cual la sociedad pasó del feudalismo al capitalismo, hasta llegar al socialismo, siendo el mecanismo originario de este movimiento histórico la lucha entre clases económicas cuyos intereses eran irreconciliables. Obviamente esta teoría dejaba afuera las numerosas y significativas complejidades –políticas, económicas, morales, religiosas y psicológicas– que jugaron un papel vital en dar forma a la constelación de instituciones e ideas que hoy conocemos como civilización occidental. Además, ese análisis era obsoleto, en el sentido de que el capitalismo sobre el que escribió Marx tenía solo una similitud parcial con el capitalismo que hoy conocemos en este país.
Pero, a pesar de las limitaciones de su análisis, Marx planteó algunas cuestiones básicas. Yo estaba profundamente preocupado desde los primeros años de mi adolescencia por el abismo entre la riqueza superflua y la pobreza abyecta, y mi lectura de Marx me volvió más consciente de este abismo. Aunque el capitalismo moderno estadounidense había reducido enormemente el abismo a través de reformas sociales, aún había necesidad de una mejor distribución de la riqueza. Además, Marx había revelado el peligro de que la ganancia sea la única base para un sistema económico: el capitalismo siempre está en peligro de inspirar a los hombres a estar más preocupados por ganarse la vida que por tener una vida. Somos propensos a juzgar el éxito por el índice de nuestros salarios y el tamaño de nuestros automóviles, más que por la calidad de nuestro servicio y nuestra relación con la humanidad; de ese modo, el capitalismo puede conducir a un materialismo práctico que es tan pernicioso como el materialismo que enseña el comunismo.
Para resumir, leí a Marx como leí a todos los pensadores históricos influyentes, desde un punto de vista dialéctico, combinando lo parcialmente positivo con lo parcialmente negativo. En tanto Marx postulaba un materialismo metafísico, un relativismo ético y un totalitarismo sofocante, yo reaccionaba con un “no” sin ambigüedades; pero en tanto apuntaba a las debilidades del capitalismo tradicional, contribuía al desarrollo de una conciencia de sí definida en las masas y desafiaba la conciencia social de las iglesias cristianas, yo reaccionaba con un “sí” definitivo.
Mi lectura de Marx también me convenció de que la verdad no se encuentra ni en el marxismo ni en el capitalismo tradicional. Cada uno representa una verdad parcial. Históricamente, el capitalismo fue incapaz de ver la verdad en las empresas colectivas y el marxismo fue incapaz de ver la verdad en la empresa individual. El capitalismo del siglo XIX no supo ver que la vida es social, y el marxismo no supo ver –ni tampoco sabe ver hoy– que la vida es individual y personal. El Reino de Dios no es ni la tesis de la empresa individual ni la antítesis de la empresa colectiva, sino una síntesis que reconcilia las verdades de ambas.
Durante mi estadía en Crozer, conocí por primera vez la posición pacifista en una conferencia brindada por el Dr. A. J. Muste. Quedé profundamente conmovido por la charla del Dr. Muste, pero estaba muy lejos de estar convencido de la viabilidad de su posición. Como la mayoría de los estudiantes en Crozer, creía que, si bien la guerra nunca podía ser algo positivo o un bien absoluto, podía servir como un bien negativo en el sentido de prevenir la propagación y el crecimiento de una fuerza del mal. La guerra, tan horrible como es, podría ser preferible a la rendición ante un sistema totalitario –nazi, fascista o comunista–.
Durante ese período, había llegado a perder la esperanza acerca del poder que tenía el amor para resolver los problemas sociales. Quizá mi fe en el amor fue temporalmente sacudida por la filosofía de Nietzsche. Había estado leyendo partes de La genealogía de la moral y La voluntad de poder en su totalidad. La glorificación del poder de Nietzsche –en su teoría, toda vida expresaba la voluntad de poder– era el resultado de su desprecio por la moral ordinaria. Atacó toda la moral judeocristiana –con sus virtudes de piedad y humildad, su carácter supraterrenal, su actitud hacia el sufrimiento– como la glorificación de la debilidad, al convertir en virtudes lo que era necesidad e impotencia. Esperaba que se desarrollara el superhombre que habría de superar al hombre, así como el hombre superó al simio.
Entonces, un domingo a la tarde, viajé a Filadelfia para escuchar un sermón del Dr. Mordecai Johnson, presidente de la Universidad Howard. Estaba allí para predicar a la Fellowship House de Filadelfia. El Dr. Johnson acababa de regresar de un viaje a la India, y, para mi gran interés, habló sobre la vida y las enseñanzas de Mahatma Gandhi. Su mensaje fue tan profundo y electrizante que salí de la reunión y compré media docena de libros sobre la vida y obra de Gandhi.
Como la mayoría de las personas, yo había escuchado hablar de Gandhi, pero nunca lo había estudiado seriamente. A medida que leía, me fascinaba profundamente con sus campañas de resistencia no violenta. Me conmovieron especialmente la Marcha de la sal al mar y sus numerosos ayunos. El concepto de “Sathyagraha” (Satya es la verdad que equivale al amor y agraha es fuerza; “Satyagraha”, por lo tanto, significa fuerza-verdad o fuerza-amor) fue muy significativo para mí. A medida que me sumergía más en la filosofía de Gandhi, mi escepticismo al respecto del poder del amor disminuyó gradualmente y comencé a ver por primera vez su potencia en el área de la reforma social. Antes de leer a Gandhi, había concluido que la ética de Jesús era solo efectiva en relaciones individuales. La filosofía de “ofrecer la otra mejilla” y la de “amar a tus enemigos” solo eran válidas, en mi opinión, cuando los individuos estaban en conflicto con otros individuos; y cuando los grupos raciales y las naciones estaban en conflicto, parecía necesario un enfoque más realista.
Pero luego de leer a Gandhi, me di cuenta de lo equivocado que estaba. Gandhi fue probablemente la primera persona en la historia en poner la ética del amor de Jesús por encima de una mera interacción entre individuos y convertirla en una fuerza social poderosa y efectiva a gran escala. Para Gandhi, el amor era un potente instrumento para la transformación social y colectiva. Fue en este énfasis gandhiano en el amor y la no violencia donde descubrí el método para la reforma social que había estado buscando durante tantos meses. La satisfacción moral e intelectual que no obtenía del utilitarismo de Bentham y Mill, de los métodos revolucionarios de Marx y Lenin, de la teoría del contrato social de Hobbes, del optimismo que pregonaba “la vuelta a la naturaleza” de Rousseau, ni de la filosofía del superhombre de Nietzsche, la encontré en la filosofía de la resistencia no violenta de Gandhi. Llegué a sentir que este era el único método moral y prácticamente viable que tenían los oprimidos en su lucha por la libertad.
Pero mi odisea intelectual hacia la no violencia no terminó ahí. Durante mi último año en la escuela de teología, comencé a leer las obras de Reinhold Niebuhr. Los elementos proféticos y realistas combinados con el estilo apasionado y el pensamiento profundo de Niebuhr eran atractivos para mí, y me enamoré tanto de su ética social que casi caí en la trampa de aceptar de forma acrítica todo lo que escribía.
Por esa época, leí la crítica de Niebuhr a la posición pacifista. Niebuhr había sido miembro de las filas pacifistas. Por muchos años había sido el presidente de la Hermandad de la Reconciliación. Su ruptura con el pacifismo se dio a conocer en El Hombre moral y la sociedad inmoral. Allí argumentó que no había una diferencia moral entre la resistencia violenta y la no violenta. Las consecuencias sociales de los dos métodos eran diferentes, según él, pero las diferencias eran de grado más que de tipo. Luego, Niebuhr señaló la irresponsabilidad de confiar en la resistencia no violenta cuando no había bases para creer que sería exitosa en prevenir la diseminación de la tiranía totalitaria. Solo sería exitosa, argumentó, si los grupos en contra de los cuales la resistencia se organizaba tuviesen algún grado de conciencia moral, como en el caso de la lucha de Gandhi contra los británicos. El rechazo final de Niebuhr al pacifismo estaba basado primordialmente en la doctrina del hombre. Explicaba que el pacifismo no lograba hacerle justicia a la doctrina reformista de la justificación por la fe al sustituirla por un perfeccionismo sectario que cree que “la gracia divina realmente eleva a los hombres por encima de las contradicciones pecaminosas de la historia y lo coloca por encima de los pecados del mundo”.
Al principio, la crítica del pacifismo de Niebuhr me dejó en un estado de confusión. A medida que leía, sin embargo, comencé a ver más y más las limitaciones de su posición. Por ejemplo, muchas de sus declaraciones revelaban que interpretaba el pacifismo como una suerte de no resistencia pasiva contra el mal que expresaba una confianza ingenua en el poder del amor. Pero esto era una distorsión seria. Mi estudio de Gandhi me convenció que el verdadero pacifismo no es la no resistencia contra el mal, sino la resistencia no violenta ante el mal. Hay un mundo de diferencia entre las dos posiciones. Gandhi resistió el mal con tanto vigor y poder como aquel que resistía a través de la violencia, pero resistió con amor en vez de odio. El verdadero pacifismo no es la sumisión poco realista a un poder malvado, como sostiene Niebuhr.
Es el enfrentamiento valiente contra el mal con el poder del amor, con la fe de que es mejor ser el receptor de la violencia que el que la inflige, ya que este último solo multiplica la existencia de violencia y amargura en el universo, mientras que el primero puede llegar a desarrollar una sensación de vergüenza en su oponente y, de ese modo, producir una transformación y un cambio de parecer.
Aunque consideraba que varias cosas dejaban mucho que desear en la filosofía de Niebuhr, había varios puntos en los que influenció mi pensamiento de una manera constructiva. La gran contribución de Niebuhr a la teología contemporánea es su refutación del falso optimismo característico de un gran segmento del liberalismo protestante, sin caer en el antirracionalismo del teólogo continental Karl Barth, o en el semifundamentalismo de otros teólogos dialécticos. Además, Niebuhr tenía una percepción extraordinaria sobre la naturaleza humana, especialmente sobre el comportamiento de las naciones y los grupos sociales. Él era muy consciente de la complejidad de los motivos humanos y de la relación entre la moralidad y el poder. Su teología es un recordatorio persistente de la realidad del pecado en cada nivel de la existencia del hombre. Estos elementos en el pensamiento de Niebuhr me ayudaron a reconocer las ilusiones de un optimismo superficial respecto de la naturaleza humana y los peligros de un falso idealismo. Mientras seguía creyendo en el potencial del hombre para hacer el bien, Niebuhr me hizo percatar, además, de su potencial para el mal. Aún más, Niebuhr me ayudó a reconocer la complejidad del involucramiento social del hombre y la flagrante realidad de la maldad colectiva.
Sentía que muchos pacifistas no veían esto. Todos tenían un optimismo sin garantías respecto al hombre y se inclinaban inconscientemente hacia la superioridad moral. Fue mi rebelión contra estas actitudes, influenciado por Niebuhr, lo que explica que, pese a tener una fuerte inclinación hacia el pacifismo, nunca me uní a una organización pacifista. Luego de leer a Niebuhr, traté de llegar a un pacifismo realista. En otras palabras, llegué a ver la posición pacifista no como una posición pura, sino, en estas circunstancias, como el mal menor. Sentía entonces, y sigo sintiendo, que el pacifista tendría mayor atractivo si no afirmase estar libre de los dilemas morales a los que se enfrenta el cristiano no pacifista.