*Por Saulo Dalmasso
“Si no tiene el derecho a renunciar a su vida, nadie es dueño de ella”
“Cartas desde el infierno” de Ramón Sampedro
–¿Cómo es el lugar dónde trabajas? –preguntó mi sobrino mientras jugábamos y aproveché los elementos de ciencia ficción en su mente.
–Es como una nave espacial. Hay muchas máquinas con luces y sonidos que componen melodías. Hace frío. Hay camas y las personas que están recostadas tienen muchos cables y sondas que las conectan con aparatos. Están dormidas, como en un estado de hibernación. Y mi trabajo es cuidarles mientras mejora su salud o mueren.
La conversación la tuvimos hace unos 13 años cuando todavía trabajaba en la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital.
Hacía varias semanas que Lucas estaba recostado en una de esas camas cuando despertó. En los días anteriores la madre y la hermana de ese joven de 17 años me habían contado quién era antes de sufrir el accidente por el cual había llegado a la nave. Entraban a verlo en los breves horarios de visita y nos pedían que hiciéramos todo lo posible para que viviera. No se lo había podido decir a mi sobrino, pero en la terapia intensiva también hay sufrimiento y desesperación.
Lucas tenía un tubo en la boca que llegaba a su garganta por donde, con la ayuda de un artefacto, entraba y salía el aire. Intentaba hablar y, por esas habilidades que se adquieren luego de trabajar mucho tiempo en la nave, podíamos entenderle. Nos preguntaba por qué no conseguía moverse.
Pasaron unos días hasta que el autoproclamado capitán de la nave (de ese día) pronunció la palabra “cuadripléjico”. Le explicó que debido a una lesión cervical no iba a poder mover más los brazos y las piernas. Lucas indagaba con la mirada a quien estuviera cerca, una y otra vez, a la espera de que alguien pudiera darle otra respuesta que lo alejara de la sentencia inicial.
La rutina en la nave se repetía con pequeñas variaciones. Lucas nos observaba controlar sus constantes vitales del monitor que estaba detrás de su cama, veía como lo bañábamos y renovábamos sus sábanas, lo alimentábamos por una sonda que ingresaba por su nariz, vaciábamos la bolsa que colectaba su orina, cambiábamos su pañal y lo movilizábamos para evitar las escaras que aparecen en la piel por la presión de apoyo.
Pasaron más semanas y Lucas empezó a irritarse cuando sus familiares le contaban los planes para cuando saliera de la nave. Se molestaba cuando le preguntaban si quería que vinieran a visitarle sus amigxs, porque no quería que nadie más lo viera en ese estado. Como no podía hablar por la traqueostomía, un pequeño orificio en el cuello por donde ahora intercambiaba el aire, chistaba. Esta era su forma de pedir que aspiráramos las secreciones respiratorias, le hiciéramos un rescate de analgésico, le rascáramos alguna parte del rostro, lo destapáramos o volviéramos a cubrirlo con la frazada.
Mientras tanto, para lograr en el cuidado un intercambio que me alejara de ser un androide, implementaba pequeñas cosas para hacer más grata su estadía, como leerle cuentos, gestionarle caramelos ácidos, ponerle la música que le gustaba y ensayar ese personaje “cómico” que muy de vez en cuando lograba provocarle una sonrisa (aunque parezca imposible en la nave abunda y prolifera un particular sentido del humor). Transitábamos dos instancias en la relación de cuidado, una en la que Lucas me ubicaba en el lugar de cómplice y teníamos largas charlas amenas. Y luego estaba esa otra fase, en la que se enojaba con su situación y me expresaba toda su rabia.
Llegó el momento de intentar probar la ingesta oral, pero Lucas se negaba a comer. También empezó a protestar cuando lo lateralizábamos, le incomodaba otra posición que no fuera estar boca arriba. Su cabeza se ladeaba hacia la derecha y progresivamente sus músculos se endurecerían en esa posición pero tampoco quería realizar ejercicios.
Una tarde me insultó, se largó a llorar y después movió sus labios para pedirme disculpas. Fue en ese momento que me dijo por primera vez y claramente que no quería vivir así. No le bastaba con las promesas que le hacían de todo lo que iba a poder hacer al salir de la nave, pesaba más todo aquello que ya no era posible de forma independiente.
Empezó entonces a pedir que lo durmieran, demandaba analgésicos y repetía entre crisis de llanto que se quería morir. Pasaron una interconsulta al servicio de Salud Mental y le prescribieron un cóctel de pastillas que lo dejaban enajenado, con una tristeza calma y tolerable, al menos para el resto.
Un día ingresé a trabajar y Lucas tenía los ojos vidriosos pero me sonrió, como si hubiera estado esperándome. Me dio las gracias por cómo lo cuidaba, tuvimos una de esas conversaciones distendidas y nos reímos un largo rato.
Y ahí Lucas me pidió que lo matara. Hubo algo en su determinación que me congeló e hizo que como un robot repitiera: “No te entiendo”. Pero había comprendido al leer sus labios claramente: “¡Matame por favor!”. Había súplica en sus ojos llenos de esas lágrimas que salen pero no caen. “No puedo”, le dije, evitando su mirada y moviendo mis labios pero también sin pronunciar sonidos. La mirada de Lucas cambió, se tornó gélida, entornó los párpados y se fue como pudo, ladeando la cabeza en otra dirección.
La palabra “matar” me había impactado. Técnicamente matar es quitar la vida a un ser vivo, pero era otra la situación en la que Lucas estaba. Si acompañábamos su pedido no íbamos a quitarle algo. Él quería eso y lo pedía. Lo que necesitaba era nuestra asistencia.
La palabra, entonces, debía ser otra. El término que construimos para dar cuenta de eso es “eutanasia”, que en sus raíces griegas significa “el buen morir” y en términos generales es la intervención deliberada para poner fin a la vida de una persona con la intención de evitar el sufrimiento y dolor.
Esa noche no pude dormir, tenía mil preguntas en la cabeza ¿No merecemos todas las personas un “buen morir”? ¿Por qué no podíamos ayudarlo? ¿La nave sólo estaba creada para preservar la vida y burocratizar la muerte? ¿Obligarlo a vivir no era un acto de crueldad? ¿No se transformaba entonces la nave en una cárcel? ¿No me había formado y programado para cuidar personas, para acompañarlas teniendo siempre como punto de partida su autonomía? Entonces, ¿qué tenía que hacer?
Desde ese momento nada modificó el deseo y pedido de Lucas de no vivir más, insistía cotidianamente. Comencé a investigar y aprendí nuevas categorías como “eutanasia pasiva” y “eutanasia activa”. Leí ensayos sobre bioética y me di cuenta que el marco legal no lo permitía.
Acudí a la infalible estrategia de debatir con el equipo y con quien se me cruzara en la nave en busca de alguna suerte de complicidad desde donde tejer algo que tensionara lo posible. Sólo conseguí el compromiso de que el Comité de Bioética iba a evaluar el caso, miradas evasivas y alguna que otra persona que me decía “tenés razón pero es imposible, te vas a meter en problemas”.
La familia se oponía rotundamente al pedido de Lucas, seguían rezando por el milagro y anhelaban que con el tiempo se le pasaran estas ansias de muerte y tuviera ganas de vivir.
***
A Laura la conocí en mi primer año de trabajo como enfermera en una sala de internación anexa a la nave. Me habían avisado que iba a recibir a una paciente de 45 años con cáncer de páncreas. Cuando fui a hacerle la entrevista para el ingreso le pregunté el motivo de la internación.
–Vengo para que me ayuden a morir.
Me sobresalté, incómoda, y miré al marido y a la hija que debía tener unos diez años y estaba sentada en la cama.
–No te asustes que ya estamos todos preparados y no tenemos miedo–, agregó Laura.
Durante los días siguientes me contó su historia. Hacía varios meses había recibido el diagnóstico de la enfermedad, transitado todas las fases anímicas del duelo, y con el correr del tiempo se sentía cada vez más calma en la aceptación. Lo habían dialogado en familia, no quería mentirle a su hija, porque tenía derecho a saber que eso que compartían serían los últimos momentos juntas. Tampoco quería luchar contra su cuerpo en una batalla que sabía que no iba a ganar, pero la muerte no llegaba, se incrementaba paulatinamente el cansancio y lo que en realidad la estaba matando era ese tiempo en el que el cuerpo se iba deteriorando pero no llegaba el desenlace final.
–¿Cómo quisieras que fuera?–le pregunté.
–Me gustaría que sea acá porque ustedes sabrían cómo hacerlo bien. Poder despedirme, saber que es la última despedida, y después que me duerman como yo dormí a mi perra en el veterinario cuando estaba enferma y ya no podía más de dolor.
El equipo de especialistas en curar le seguía ofreciendo tratamientos medicamentosos y quirúrgicos para prolongar su vida pero Laura los rechazaba. Pedía: “Al menos si no me pueden ayudar a morir sáquenme el dolor”. Le colocamos un catéter bajo la piel, la instruimos para que pudiera suministrarse el analgésico en su casa y recibió el alta.
Al tiempo, mientras estaba trabajando me acordé de ella, sus charlas me habían afectado profundamente y pregunté cómo estaba.
-Se suicidó. Duró un mes y medio más y aparentemente juntó las ampollas de morfina y se las hizo todas juntas, nos enteramos por el marido que vino a consultar porque tenía miedo de ir preso.
Alguien agregó que “era lo mejor que le podía pasar”, una frase con la que siempre nos consolamos quienes trabajamos en salud. Pero no me servía, ¿por qué si era lo mejor para ella no se lo habíamos podido brindar? ¿por qué la habíamos sometido a esa competencia de resistencia? ¿para qué? ¿para quién? Sentía que la habíamos expulsado, abandonado en una suerte de soledad y clandestinidad, pensé en que no era justo y en voz baja le pedí perdón.
***
La salud de Lucas, en todas sus dimensiones, continuaba deteriorándose. Un día al asumir mi turno me contaron que había sufrido un paro cardíaco. Lo reanimaron y lograron “sacarlo” pero se encontraba inestable y ahora estaba sedado nuevamente. Su estado era crítico. Días después, le retiraron la medicación que lo mantenía dormido para evaluar la respuesta neurológica. Lucas, como el personaje del libro autobiográfico “La escafandra y la mariposa”, tenía el síndrome de enclaustramiento, una lesión cerebral que hace que esté despierto y consciente, pero lo único que podía mover para comunicarse era su párpado izquierdo.
Empecé a interpelar al aire: ¡para qué lo reanimaron!. Una compañera me salió al cruce y me dijo que era lo que tenían que hacer, que era muy joven y le quedaba mucho tiempo por delante, que estábamos para salvar vidas. Le retruqué que él no quería vivir así, que ya lo sabía todo el mundo y le pregunté: “¿Cuál es el límite de ese salvar vidas? lo que estamos haciendo es prolongar, extender tecnológicamente su sufrimiento”. La compañera me dijo que quién me creía que era, que sólo Dios decidía cuando la gente se tenía que morir. Le respondí que Lucas no creía en ese dios y le pregunté por qué debía vivir y morir bajo sus normas. Y le dije que tal vez ese dios había decidido que tenía que morir cuando tuvo un paro cardíaco y nosotrxs no lo dejamos hacer su trabajo, porque en el fondo jugamos a ser dioses.
Con ella volvimos a discutir por Julián, otra persona que estaba internada en la nave en la misma situación que Lucas, pero que en cambio sí quería vivir en el nuevo estado en que se encontraba su cuerpo. Formaba parte de un grupo religioso y esta compañera me había escuchado hablar en el pasillo con su familia buscando estrategias para el armado de un sistema de cuidado colectivo. “¿Por qué a este no lo querés matar?”, me dijo y otra colega la invitó a que revisara su comprensión de la palabra autonomía.
Después de la reanimación de Lucas, intenté explorar una nueva forma de comunicarme con él. Lo conseguí y fui testigo de su sufrimiento. Lo único que me salía repetirle era un ambiguo y sin sentido “¡ya falta menos!”.
En la semana siguiente Lucas sufrió otro paro cardíaco. Intentaron reanimarlo. Esta vez no tuvieron éxito.
***
Un tiempo después, sucumbí al agotamiento emocional y abandoné la nave. No sabía que años más tarde la pandemia por Covid-19 transformaría ese otro rumbo en una terapia intensiva. Ese retorno me devolvió la inquietud y la urgencia de estas palabras.
A esa versión mía de hace trece años la invadía una pregunta-argumento, al pensar en la eutanasia: ¿no es esto lo más humano que podemos brindarnos? Hoy no me animaría a dar una respuesta, prefiero seguir rumiando otras palabras como “autonomía”, “solidaridad”, “ternura” y “justicia”.
En estos años hubo avances. Desde 2012 tenemos en Argentina la ley 26.742 que reconoce la ortotanasia: implica acompañar el proceso de tránsito hacia la muerte de una persona sin someterla a procedimientos que prolonguen médicamente su agonía. Pero, ¡aún nos faltan cuidados!
¡Cómo nos cuesta la muerte y qué precio deben pagar algunxs por eso! Pareciera que la vida es una reunión social a la que no pedimos venir y en la que aparentemente no podemos escoger cuándo salir. Si alguien decide marcharse, plantear un “hasta acá llego yo” pone en jaque el valor de esa reunión. Porque ¿cómo se puede seguir diciendo que la reunión es maravillosa cuando alguien quiere partir? ¿cómo una persona puede osar elegir allí donde se estipula que no debería haber elección?
Se recurre entonces a todas las herramientas posibles para evitar esa deserción: las religiones apelarán al miedo y la culpa bajo la figura de pecado (sólo dios da y puede quitar la vida), las leyes (que en muchos casos se hacen eco de los mandatos religiosos) dirán que es delito, y la medicina hará uso de su mayor herramienta regulatoria, la patologización (algo está “mal” en quien solicita la eutanasia) y la medicalización (si no podemos revertir la solicitud, podemos anestesiarte).
Paradójicamente en el ámbito sanitario mientras muchxs se rasgan las vestiduras cuando escuchan la palabra “eutanasia” y todo el mundo tiene una opinión sobre la muerte ajena, cotidianamente tomamos decisiones sobre la vida y la muerte de las personas, pero como no hay nada organizado en nuestro marco legal todo queda supeditado a la voluntad de la familia o de lxs profesionales de turno.
Mientras escribo, me pregunto ¿qué pensarán quienes están leyendo estas palabras sobre sus muertes? Siento que ese pensar es el camino personal y colectivo que deberíamos desencadenar para romper el tabú y conseguir, socialmente, la posibilidad de ofrecernos en el cuidado un morir con dignidad.
Si el proceso no se desencadena por sentirnos afectadxs por el dolor y el sufrimiento de las personas que solicitan el “buen morir”, como Alfonso Oliva, tal vez, sin intenciones de apelar al miedo pero en la necesidad de hacer visible una obviedad, deberíamos tener presente y recordar que cualquiera de nosotrxs puede estar el día de mañana del otro lado de este reclamo. Construyamos y transitemos la línea de fuga que reconozca y nos habilite, llegada esa instancia, la capacidad de poder elegir.
*Los nombres que aparecen en esta crónica son ficticios para preservar su privacidad.
*Saulo Dalmasso trabaja desde hace 15 años en el cuidado en el ámbito de la salud pública y se identifica dentro del espectro no binarie. En su trabajo busca líneas de fuga al pensamiento hegemónico médico-biologicista-androcentrista y normalizador que moldea el ámbito sanitario.