Por Rodrigo Karmy – La voz de los que sobran
¿Qué es el pinochetismo? No es solo un conjunto de viejas protestando por su fallecido general a las afueras de la casa del ex dictador, tampoco es una facción marginal a los partidos políticos chilenos. Más bien, el pinochetismo es la realidad política e institucional de Chile. La prevalencia de su cuerpo institucional en la forma de la Constitución de 1980. El pinochetismo es, en gradaciones variables, la UDI, es RN, es Evópoli en el momento en que opta por el Rechazo. Pero también, el pinochetismo es la Concertación que, por años, funcionó como mayordomía del cuerpo institucional de Pinochet.
Pinochet ha muerto físicamente, pero no institucionalmente. Su cuerpo físico fue disuelto entre cenizas, su cuerpo institucional se mantiene vigente en la forma de la Constitución Política de 1980. Pinochet está muerto, pero sigue vivo. Pinochet se ofrece como espectro o, si se quiere, como “fantasme” –dirá Armando Uribe. Vivo y muerto a la vez, su sobrevida en la forma institucional es lo más decisivo, sobre todo, considerando la desmaterialización que sufrió su cuerpo durante estos 47 años en el que el cuerpo militar se transmutó en un cuerpo civil y, con ello, la violencia soberana ejercida por los militares durante la primera parte de la dictadura, terminó capilarizándose en la violencia del capital desplegada por la nueva formulación neoliberal.
El curso de las cosas no podía sino llegar al último reducto del problema: la Constitución reformada miles de veces aceitó la fuerza que se anunció de golpe en el golpe de Estado de 1973: la burguesía hacendal chilena quiso asegurar sus privilegios y garantizar, durante la transición, que éstos se profundizaran. El curso de las resistencias expuso cómo dicha Constitución no era más que el abuso institucionalizado. Necesitaron de la transición como dispositivo de estabilidad ofrecida al capital financiero y trasnacional. Requirieron de su control capilar –su racionalidad político-gubernamental- para compensar la devastación del país con el mercado.
Este último fue la compensación “humana” del progresismo que dijo que había “reducido la pobreza” y de la derecha que Chile podía ser un “país estable”. El mercado fue el agente de reconciliación entre las dos coaliciones que, finalmente terminaron mimetizadas la una en la otra configurando al Partido Neoliberal que, frente a la asonada del partido de octubre –lo escribo en minúscula- ha vuelto a asaltar la institucionalidad para promover el acuerdo parlamentario del 15 de noviembre.
El Partido Neoliberal no hace más que ofrecer trampas. Lo hizo en 1988, en 1989. Lo volvió a hacer en 2005 con las últimas reformas constitucionales. Y replicó su vocación el 15 de noviembre del 2019. Pero trampas que debe instituir frente a la máquina de guerra del partido de octubre y frente a las cuales este último aprendió a “evadir”. Y sabe que, si bien la práctica de votar fue cada vez más irrelevante, hoy día el voto vuelve a tener sentido: el plebiscito no representa cualquier elección, sino aquella que ha de ratificar institucionalmente la destitución abierta por el 18 de Octubre. En otros términos, el triunfo del Apruebo significa terminar la tarea del 18 de Octubre, terminar el trabajo de destitución del pinochetismo.
Porque ¿qué es el pinochetismo? No es solo un conjunto de viejas protestando por su fallecido general a las afueras de la casa del ex dictador, tampoco es una facción marginal a los partidos políticos chilenos. Más bien, el pinochetismo es la realidad política e institucional de Chile. La prevalencia de su cuerpo institucional en la forma de la Constitución de 1980. El pinochetismo es, en gradaciones variables, la UDI, es RN, es Evópoli en el momento en que opta por el Rechazo. Pero también, el pinochetismo es la Concertación que, por años, funcionó como mayordomía del cuerpo institucional de Pinochet. Todos devoraron dicho cuerpo, se alegraron maníacamente, luego sobrevino la culpa en la forma de la deuda del capitalismo neoliberal. Por eso, Pinochet no es un “quien” –como decía Uribe- sino un “qué”, un verdadero “fantasme” que estructura una violencia que se “considera a sí misma legítima”. Así, el pinochetismo ha sido el fantasme que, vivo y muerto a la vez, fue el mecanismo por el cual se naturalizó la violencia en Chile, que la expuso como algo “normal” y evidente. Un axioma, si se quiere. La Constitución de 1980 es esa normalidad, naturalización de lo que no podía ni puede ser ni normal ni natural.
¿Cómo matar a un espectro, como aniquilar a un fantasme, a algo que no está ni vivo ni muerto? Los estudiantes secundarios supieron cómo: evadir. Término preciso y popular, término múltiple que designa a todas las prácticas que destituyeron al cuerpo institucional de Pinochet. El día de hoy el “voto” es otro modo de “evadir” al vetusto y criminal cuerpo del dictador transfigurado en Constitución. Un cuerpo legal que “constitucionalizó” al neoliberalismo haciendo de éste no un orden más dentro de otros, sino la premisa de todo ordenamiento posible.
Evadir fue la destitución del torniquete, de las estatuas a militares y colonizadores de vieja estirpe, de los signos del capital, de la misma episteme transicional. Hoy “evadir” será consumar la destitución de la Constitución de 1980 y conjurar para siempre los 47 años de infamia, impunidad y terrorismo institucionalizado. Aprobar significa desnaturalizar la violencia pinochetista en todos los sentidos, que los chilenos no aceptan que la excepción sea la regla (¿cómo es posible tener plebiscito bajo “toque de queda” y “estado de excepción”?) y que el neoliberalismo impuesto siga profundizándose como el arma de destrucción masiva que conocemos y que hemos experimentado ominosamente a partir de la proliferación pandémica. Aprobar significa un voto que inicia la destitución del “abuso” institucionalizado o, dicho de otro modo, significa abrazar la dignidad, deseo insumiso que no acepta el “abuso” como forma normal de relación.
El triunfo del Apruebo inicia el proceso de destitución del “abuso”, pero no significa para nada la despedida del capitalismo neoliberal y su racionalidad política. Más bien, puede implicar su consolidación en la redacción de la Nueva Constitución. De hecho, las fuerzas del Partido Neoliberal chileno están apostando a esto: una Constitución que sea capaz de conciliar nuevamente la disyunción producida entre neoliberalismo y democracia para legitimar, nuevamente, la violencia del capital que, por cierto, no puede ser legitimable. Por tanto, el Apruebo es solo un paso mínimo –pero decisivo- para entrar en la verdadera batalla que viene: disputar políticamente al momento constituyente impidiendo que la racionalidad política neoliberal se articule como núcleo de la Nueva Constitución y el fantasme de Pinochet retorne.