Marina Guerrier – Cosecha Roja.-
Gabriela Vázquez fue testigo de cómo su hermana menor apuñaló a su padre Juan Carlos, el jueves 27 de marzo de 2000. Era el final de un rito de purificación que había comenzado la noche del miércoles: padre e hijas se encerraron en la habitación de las jóvenes con una biblia y una “pócima” para sanear la casa en la que vivían, poco tiempo después de la muerte de la madre. El caso se hizo conocido en los medios como el de las hermanas satánicas.
Juan Carlos Vázquez tenía 50 años, y era viudo hacía 7. En 1993, cuando Aurora murió tras atravesar un cuadro agudo de diabetes, él y sus dos hijas decidieron mudarse al barrio porteño de Saavedra. Así, Juan Carlos estaría más cerca de su trabajo en la ferretería y las chicas, de la facultad. Pero tras la pérdida de la madre, las hermanas comenzaron a alejarse. Gabriela, abandonó a su novio, comenzó a salir de noche y a consumir drogas. Silvina empezó a tener miedo, sentir voces, ruidos extraños y olor a muerto en la vivienda familiar.
La menor de las hermanas se acercó al Centro Alquímico Transmutar, presenció los cursos esotéricos y le creyó a su director, Sergio Etcheverry, cuando le dijo que para recuperar la calma debía realizar un ritual que extirpara el enigma que escondía la casa. Durante la noche del miércoles y la madrugada del jueves, Silvina, Gabriela y Juan Carlos estuvieron juntos en el mismo cuarto de la planta alta leyendo el Salmo 119, bebiendo la pócima y luego vomitándola. Así, hasta el día siguiente. Los vecinos llamaron a la policía por ruidos molestos y cuando los oficiales de la comisaría 49 entraron a la casa de los Vázquez, Silvina apuñalaba cien veces a su padre.
Las crónicas periodísticas del momento hablaron de canibalismo, definieron lo sucedido como un crimen satánico y bautizaron a Silvina y Gabriela Vázquez como las “hermanas satánicas”. Dijeron que el asesinato fue el corolario de un estado psicótico en todo el grupo familiar, que obsesionado con la idea de que el diablo estaba viviendo en la casa, más precisamente habitando el cuerpo de Juan Carlos, decidieron “purificarlo”.
A través de la voz de los vecinos, introdujeron la versión del incesto, ampliaron a la familia el cuadro de disfuncionalidad y especificaron en la figura de Gabriela el origen de los comportamientos depravados. A la mayor de las hermanas fue a quien más se desprestigió y se cuestionó su moralidad: se la vinculó a la prostitución, la promiscuidad y la drogadicción.
“Yo creo que tenía que ver con que (Gabriela) dormía con el padre´, cuenta Margarita. (…) `Iba a bailar al boliche Cemento con mi hija. Mi nena se volvía y Gabriela se quedaba en el centro, levantando tipos por plata. En el último tiempo, también dormía con el padre´, asegura la mujer” (Clarín, 31 de marzo de 2000).
Como la credibilidad es condición sinequanone para el discurso periodístico, los informadores prefirieron fuentes institucionalizadas a los datos ofrecidos por los vecinos. Apoyados en los dichos de los efectivos policiales que ingresaron a la casa de los Vázquez inmediatamente después del crimen, el diario La Naciónpublicó:
“‘Nunca vi algo igual en toda mi vida. Fue impresionante. El cuerpo del señor estaba destrozado´ confió anoche uno de los investigadores todavía conmovido por la impresión que le causó la escena del crimen (…) Un oficial dijo que al cuerpo le habían sacado los ojos y que habían signos de canibalismo” (La Nación, 28 de marzo de 2000).
Fue la conjunción entre parricidio, incesto y satanismo lo que sintetizó el horror. El caso de “las hermanas satánicas” desbordó la estructura tradicional de información policial, ingresó a la sección más amplia de “Información general” y motivó la publicación de informes especiales. El caso activó un imaginario de espanto y temor, y las noticias comenzaron a cobrar un valor “pedagógico”: se advirtió sobre el crecimiento de los movimientos religiosos y se instruyó a los ciudadanos acerca de cómo identificarlos para evitar involucrarse.
“Pobres, ricos, grandes, chicos, hombres, mujeres. Cualquiera puede sentirse atraído (…) apelan a la angustia, al dolor de los que se sienten solos, perdidos y no encuentra contención en sus familias (…). A todos ellos prometen felicidad, salvación, vida eterna (…). Se debe informar a la gente sobre estas agrupaciones, porque una vez que se está adentro puede ser demasiado tarde. Y la responsabilidad es de todos” (Clarín, 9 de abril de 2000).
La autopsia de Vázquez determinó que el ferretero había recibido puñaladas en la cabeza y el cuello, que efectivamente tenía dibujado en el abdomen un símbolo esotérico con un cuchillo, y que la herida mortal había sido el resultado de un puntazo en la arteria carótida. A Gabriela y Silvina las llevaron al Hospital Pirovano y estuvieron internadas durante tres días, separadas y con custodia policial. Luego fueron trasladadas a la Unidad 27, la prisión que existe dentro del neuropsiquiátrico Braulio Moyano. En un dictamen unánime, los psiquiatras Lucio Bellomo, Lidia Cortecci y Martín Abarrategui y las psicólogas María Casiglia y Ana María Cabanillas determinaron que Gabriela, la mayor, padecía un “síndrome pseudoesquizoide con intervalos semilúcidos”. A Silvina le diagnosticaron un cuadro de esquizofrenia peligroso para sí y para terceros. Las dos hermanas fueron declaradas inimputables de acuerdo con el artículo 34 del Código Penal.
En 2010, trascendió en los medios que Silvina había recibido el alta en 2003 y terminaba sus estudios en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires. Gabriela pasó seis meses en el Moyano y la justicia la sobreseyó por falta de méritos.
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