En enero de 2016 el asesinato de Carolina Marín, de 14 años, conmocionó a la sociedad paraguaya. A partir de este crimen se pusieron en marcha campañas de repudio y concientización sobre una práctica extendida e invisibilizada durante siglos en la región: el criadazgo.
Por Claudia Nasta*
Si bien en Paraguay los niños y las niñas son entregados en criadazgo a los 8 o 9 años, ella llegó a la familia de Tomás Ferreira y Ramona Melgarejo a los 3 años Por eso los titulares que dieron cuenta del destino de Carolina la llamaron “la criadita”, “la sirvienta”. De la familia de origen se sabe que su mamá, víctima de todo tipo de violencias, murió. De su papá no se sabe nada.
Tras la muerte de la madre ella y algunos de sus hermanitos quedaron a cargo de una tía que los ingresó a una institución religiosa. Desde allí, con un simple acta, la niña fue entregada al matrimonio integrado por el militar retirado Tomás Ferreira y Ramona Melgarejo, encargada del Registro Civil y una persona destacada dentro de la comunidad de Vaquería.
El criadazgo se define como “una práctica en la cual una familia de condición social desfavorecida, generalmente de ámbito rural o suburbano, cede a un hijo o hija a otra familia, predominantemente de mejor condición socioeconómica y por lo común de áreas urbanas, para que ésta le proporcione alimentos, vestimenta y le envíe a la escuela a cambio del arduo e ingrato trabajo doméstico, sin percibir remuneración económica a cambio.” (Global Infancia 2005).
El Estado no controló que la niña reciba los cuidados necesarios. El trámite de adopción nunca se concretó. Melgarejo contaba con los medios y el conocimiento necesarios para legalizar la tenencia, sin embargo Carolina permaneció bajo sus cuidados hasta alcanzar el rol de criada. Está claro que no deseaban una hija sino formarla desde pequeña para cumplir esa tarea. Con esa familia creció y bajo sus reglas vivió sus últimos 10 años de vida.
Las niñas y los niños entregados como criada/os- Unicef calcula que actualmente son alrededor de 47.000- realizan todo tipo de tareas domésticas. Son trabajadores sin remuneración alguna, solo techo y comida. En ocasiones excepcionales los patrones cumplen con su parte del trato y los mandan a la escuela. Estxs niñxs son alejados de su familia de origen, de sus amigos, su pueblo y de su lengua. En la mayoría de los casos el lazo con sus orígenes se corta definitivamente y quedan expuestos a todos los tipos de violencias: laboral, física, sexual. etc.
Según los vecinos, Carolina era castigada sistemáticamente pero, por temor a sus patrones, nadie se animaba a denunciarlos. Gladys Brítez, directora de la escuela a la que concurría, declaró haber recibido comentarios sobre los maltratos. En algunas ocasiones, ella le preguntó cómo se sentía, y la niña siempre le respondió “demasiado bien”. Brítez tuvo una relación muy cercana con Carolina: a pedido de Melgarejo se convirtió en su madrina de bautismo. La bautizaron ya grande, un año antes de su muerte, cuando recién logró tener su primera cédula de identidad: Carolina Marín, con el apellido de su madre biológica.
En una entrevista con ABC Color, la directora declaró: “Nunca le encontré ninguna marca ni nada extraño. Siempre estaba sonriente, iba tranquilamente a la escuela. Una niña muy alegre. Seguramente no quería contarnos, por temor”.
¿Será que nadie denunció los maltratos porque es natural que se castigue a una criado/a, como quién le da un golpe al lavarropas cuando se traban los botones? ¿Será que para el imaginario colectivo, lxs criadxs no están contemplados en la declaración de los derechos de las niñas, niños y adolescentes a la que Paraguay adhirió en 1990, no son sujetos de derecho y con derechos? ¿Los límites políticos entre los países de la región interrumpen estas prácticas culturales y sin embargo ilegales?
El 20 de enero de 2016, según las crónicas publicadas en los medios y sostenidos por testigos en la causa, Tomás Ferreira encontró a Carolina en su casa con un albañil; algunos dicen que besándose, otros que Carolina estaba siendo abusada. Ante ese cuadro, Ferreira echó al albañil de la casa (indultándolo de toda responsabilidad) y con la ayuda de su pareja Ramona Melgarejo- quien eligió prolijamente una rama de guayaba para la ocasión-le propinaron una golpiza que la llevó a la muerte. Demoraron cuatro horas en llevarla al hospital. Ya era tarde: Carolina murió a causa de las hemorragias internas producto de los golpes.
El asesinato conmovió a la sociedad paraguaya. La comunidad de Vaquería se movilizó bajo la consigna “Ni una Carolina más”. El criadazgo quedó bajo la lupa y fue el pie para campañas de visibilización y concientización a cargo de ONGs, medios de comunicación y organismos estatales. En el juicio declararon vecinos, el albañil y otro adolescente que fue testigo directo de la golpiza.
La fiscalía pidió 30 años de prisión para los dos acusados. Sin embargo, los jueces condenaron a Ferreira a 15 años de prisión y a Melgarejo, como partícipe secundaria, a 7. La sentencia generó el rechazo de todos los sectores involucrados en la defensa de los derechos de lxs niñxs.
El tribunal entendió que hubo dolo porque debían suponer que esa paliza podía provocar la muerte de Carolina, pero basaron la levedad de la condena en que: “no hubo violencia intrafamiliar”, “no hubo falta de debido cuidado”, “no hubo objeto del delito” -en referencia a la rama-, y a que la muerte de Carolina se dio porque hubo “ira originada en un hecho que desató la reacción de Ramona Melgarejo y Tomás Ferreira”.
De la sentencia se desprende que la Justicia no escuchó los testimonios de los vecinos, médicos ni testigos y sobrevaloró la versión de Ferreira, quien sostuvo que su intención no fue matar a Carolina sino “corregirla”. Es decir que para la justicia paraguaya es lógico y natural que si una criada provoca la ira de su patrón reciba un escarmiento, aun si este castigo la lleva a la muerte.
Carolina Marín se transformó en ícono de la vulneración de los derechos de las niñas y los niños. Su tragedia motorizó a la sociedad civil y se convirtió en bandera de lucha de las organizaciones que trabajan para erradicar el criadazgo. Será necesario que las estructuras sociales, culturales y económicas se transformen hasta el punto de comprender que los derechos de las niñxs son para todxs, independientemente de la clase social en la que hayan nacido. Tan fácil de decir, tan difícil de aplicar.