Por Laureano Barrera en Perycia*
Fotos: gentileza Asociación Anahí
Al otro lado de la pantalla, el juez federal sonríe con picardía. La capacidad de sorpresa que Alejo Ramos Padilla podría haber perdido para siempre en enero de 2019, cuando entró en su juzgado de Dolores una de las investigaciones criminales más explosivas del último tiempo, que involucra dirigentes políticos, agentes de inteligencia, periodistas, fiscales y jueces, parece seguir intacta. Todavía se le dibujan sonrisas de incredulidad al evocar algunas de las peripecias que tuvo que hacer en los albores de la profesión, como abogado de su inquieta “abuela postiza”, como él mismo recuerda a Chicha Mariani.
—Yo estaba recién recibido y tenía mucho tiempo. Un día, con mi papá nos fuimos a la casa de Chicha y llenamos el auto de cajas y papeles con todas sus causas, que tuvimos que acomodar en un cuartito que teníamos al fondo del estudio. Estuve días leyendo, y después empezamos a hacer un gran escrito para reactivar las causas que venían lentas —recuerda Alejo.
Así empezó el vínculo profesional con la mujer que conocía desde los 11 o 12 años. Asumió durante un tiempo el patrocinio en el Juicio por la Verdad, pero el juicio oral contra Miguel Osvaldo Etchecolatz que se inició a mediados de 2006 fue para Alejo la prueba de fuego. Era el primer debate oral tras la derogación de las leyes de impunidad: un verdadero acontecimiento en la ciudad de La Plata. Aún a pesar de los treinta años transcurridos y de que se juzgaran sólo una porción insignificante de los crímenes del ex comisario: secuestros, torturas y homicidios contra ocho personas, entre las que estaba Diana Teruggi.
—Chicha vivió los días previos con ansiedad, mucha expectativa. Pero era exactamente la misma con la que encaraba todo lo que hacía —dice el juez, para darle paso a una de sus sonrisas pálidas.
La primera audiencia fue el 20 de junio de 2006, en el Salón Dorado de la Municipalidad. Quedó gente afuera y en los pasillos, y las organizaciones políticas con sus banderas, bombos y cánticos colmaron la explanada exterior, frente a la torre del reloj. El olor a lustre del piso, el techo abovedado, los candelabros de bronce orlados de caireles: Chicha volvía a ese reducto de la aristocracia que la había cobijado aquella noche de 1953, en la que su marido Pepe debutaba con el cuarteto de cuerdas y el porvenir eran las ansias de un libro sin leer, el amanecer en una ventana abierta. Ahora había pasado medio siglo, aquél futuro era pasado, y los signos completamente inversos.
Ramos Padilla tomó la palabra y pidió que el debate incluyera el secuestro de Clara Anahí y los asesinatos de Peiris, Porfidio y Mendiburu Elicabe. Era insensato juzgar el homicidio de Diana, la nuera de Chicha, y dejar esas víctimas fuera de cuadro, alegó: eran los mismos asesinos, en el mismo momento y escenario. A los jueces del Tribunal Oral Federal 1 les pareció que no había “motivos excepcionales” para ampliar el “objeto procesal”. Un tecnicismo que a Chicha le pareció ridículo: tres décadas le había costado sentar a Etchecolatz en el banquillo y ahora no podía inculpárselo por el secuestro de Clara. El 5 de julio de 2006 le toco por fin declarar. Entró acompañada por Elsa Pavón, su gran amiga de las últimas tres décadas, valiéndose del bastón blanco y sus anteojos ahumados.
—La sangre de los chicos está mezclada en esas paredes —dijo, dirigiendo la mirada hacia el jurado—, yo no puedo separarla.
Fue el anticipo de que su declaración sería completa: además del asesinato de su nuera, relató el robo de su nieta y el fusilamiento de su hijo, nueve meses más tarde. Se remontó a los orígenes de Abuelas y las pistas frustradas, los silencios, las amenazas. Acusó al policía “Oso” García y a Juan Fiorillo, el ex jefe de la Regional, de haber sacado a Clara Anahí de la casa bombardeada y haberla cargado en la parte trasera de un auto. Pidió que se detuviera a García inmediatamente –Fiorillo ya estaba preso-. Sobre el epílogo de su testimonio, que duró tres horas, treinta minutos y diecinueve segundos, simplemente dijo que no podía darse el lujo de morir.
—Tengo que encontrar a mi nieta —explicó.
Dejó la sala envuelta en aplausos. Unas semanas después, con el juicio todavía en marcha, tocó el timbre de su casa un periodista de 26 años. Eran casi las seis de la tarde. El chico había conseguido que le dieran la portada de una revista dominical para escribir un perfil del ex comisario enjuiciado. Chicha, que había perdido la cuenta de las veces que había contado su tragedia, respondió todas sus preguntas con el esmero de la primera.
—A ese chacal lo conocí en 2004 —le contó—, durante el juicio contra (el médico policial Jorge) Bergés y Etchecolatz por la apropiación de la nieta Carmen Sanz. Me senté cerca de él, yo todavía veía un poco, y lo miré tratando de ver en esa cara algo de la perversión que lo mueve.
—¿Qué sintió?
—Una profunda repugnancia.
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*Laureano Barrera es periodista, da clases en la Universidad de La Plata y edita Perycia, la agencia que ayudó a fundar, hija natural del Periodismo y la Justicia. Escribió en Miradas al Sur, Cosecha Roja, Revista Anfibia, Tiempo Argentino, THC, Rumbos, Gatopardo, Revista Crisis y revista La Pulseada.
**Esta crónica es un fragmento del perfil periodístico sobre María Isabel “Chicha” Chorobik de Mariani, fallecida hace 3 años, que será publicado próximamente por la editorial Tusquets.