Desaparecer a 57 estudiantes de la Normal Rural Raul Isidro Burgos, de Ayotzinapa, Guerrero, ante muchos testigos, en al menos seis patrullas plenamente identificadas y que, 48 horas después, y que tres días después nadie sepa dónde están, es un acto que envidiarían Houdini, Copperfield, Dynamo o Maskelyne.
Pero no. Por desgracia no estamos ante un grandioso acto de ilusionismo. Estamos frente a la dolorosa realidad de un país y una entidad en la que las instituciones se han podrido y, además, ante los ojos y la complacencia del Estado, deja hacer y deja pasar porque así conviene a los intereses de quienes mandan.
Esos 57 estudiantes desaparecidos, arrestados por agentes de la policía de Iguala y subidos en patrullas y en sabe qué otros vehículos son, además, miembros de una escuela rural que nació como respuesta de las demandas sociales de educación y justicia social, tras la Revolución de 1910.
Enclavada en Tixtla, Guerrero, la Normal de Ayotzinapa recibe a los hijos de familias pobres principalmente de La Montaña, la Costa Chica y el centro de la entidad, las zonas donde se ubican las localidades que tienen los más bajos índices de desarrollo humano en el país.
Son jóvenes y estudiantes, una combinación que por sí misma es sinónimo de esperanza. Que tienen hambre por cambiar su realidad, la de sus familias y sus pueblos, y a los que en vez de escucharles se les persigue, se les reprime, se les mata –como sucedió entre el viernes y sábado pasados con tres de sus compañeros en Iguala– y, encima, se les desaparece.
Como si esta tragedia no fuera suficiente es la propia autoridad del estado que gobierna Ángel Aguirre Rivero la que los acorrala.
El titular de la Procuraduría General de Justicia de la entidad, Iñaky Blanco Cabrera, reconoció el 27 de septiembre pasado que fueron elementos de la Policía Municipal de Iguala los que asesinaron a los tres normalistas caídos entre el viernes en la noche y la mañana del sábado.
En diversas balaceras murieron otros cuatro civiles, entre ellos una mujer y un menor de edad. Además se tiene el registro de 25 personas lesionadas.
Grupos civiles y organizaciones estudiantiles han denunciado que se trató de una “ejecución extrajudicial”, por lo que han pedido no sólo a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) sino a organismos internacionales que investiguen y los apoyen en su exigencia de justicia.
En el colmo de la irresponsabilidad y la abulia, el Alcalde de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, dijo que él no se enteró de ningún hecho de violencia: “yo estaba bailando”.
“Cuando se dieron los hechos de violencia, yo estaba en un baile organizado por el DIF en Iguala”, comentó el Edil perredista en entrevista con Radio Fórmula. Detalló que no tiene información ni de los policías detenidos y tampoco sabe nada de los 58 estudiantes normalistas desaparecidos. “La PGJ tampoco me ha informado nada de los 22 policías detenidos ni de los normalistas desaparecidos”, agregó Abarca Velázquez.
Es decir, la máxima autoridad del municipio no se enteró de una de las agresiones más graves que se haya dado contra estudiantes en México en los últimos años. Pero, lo peor, es que ayer, al mediodía, ni siquiera tenía idea de qué carajos pasó el fin de semana en las calles de su ciudad. Ni de oídas, pues.
Además, muy digno él, afirmó a la prensa nacional que no va a renunciar nomás porque así lo solicitan los estudiantes, los maestros y parte de la sociedad de Iguala.
Esta claro: el perredista Abarca no va a renunciar como tampoco lo harán el Procurador Blanco ni el Gobernador Aguirre.
En un Estado democrático, con pleno respeto a las leyes y a los derechos humanos, los tres no sólo estarían patitas en la calle sino ante un Juez, dando la cara por permitir el abuso de poder, la negligencia y la impunidad de todos los funcionarios públicos involucrados.
¿Cómo se le hace para transportar a 57 jóvenes a sabe dónde sin que nadie se dé cuenta, sin que nadie escuche gritos ni lamentos, sin dejar pistas?
Ahí están Abarca, Blanco y Aguirre para responder.
El punto es que sólo en México se permite que las autoridades se callen, se justifiquen con argumentos estúpidos, como el del Alcalde de Iguala, o como el de Ángel Aguirre, quien la noche en que “Manuel” arrasó con la costa guerrerense cenaba y bebía buenos tragos, a costa del erario, con sus amigos más cercanos, mientras la tragedia ahogaba, como siempre, a los más desprotegidos.
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