David Espino – Cosecha Roja.-
–¡Párense a’i! –ordena un hombre a los tripulantes de un vehículo, la cara cubierta con un paliacate rojo y una escopeta entre las manos.
El vehículo se para.
–¿A dónde, con tanta prisa? –pregunta otro, también con la cara cubierta–. Por favor, sus identificaciones.
En el automóvil viaja una familia. El padre, la madre y un niño como de siete años que va en las piernas de ella. Los dos entregan su credencial de elector mientras le dicen, serenos, a dónde van. Los hombres cotejan sus nombres con una lista que llevan en la mano.
–Bájen, por favor. Abra la cajuela –le indican al varón.
La cajuela se abre. La revisan sin minuciosidad.
–¡Avancen! ¡Sigan! –vuelven a ordenar.
Son las 11:22 de la mañana del viernes 11 de enero. En la entrada de Tecoanapa, en la Costa Chica de Guerrero, civiles armados instalaron filtros de revisión como medida de autodefensa contra las acciones de los narcotraficantes y otras variantes de la delincuencia organizada: secuestradores y extorsionadores.
La movilización armada inició hace una semana, el sábado 5, en Ayutla de los Libres, cuando los hombres del pueblo se organizaron para rescatar al comisario de Rancho Nuevo, Eusebio Alvarado García, secuestrado por narcos y liberado ese mismo día. Los civiles, unos 800, sacaron sus armas de caza: escopetas, pistolas de bajo calibre, rifles 22 y hasta machetes para atender el llamado de la familia que pidió ayuda.
En otro momento, tal vez, la gente se hubiera puesto a juntar dinero pidiendo ayuda a todo el mundo para el rescate. Esta vez no. Esta vez decidieron armarse e ir por ellos.
Ese día los ciudadanos organizaron redadas y se informaron con transportistas, campesinos y comerciantes del posible paradero de los secuestradores y el comisario. En camionetas estaquitas y taxis colectivos iban y venían por toda la cabecera municipal y los pueblos. Instalaron puestos de revisión y filtros en las entradas y salidas. Incluso, dispararon contra un taxi que no quiso pararse, sino al contrario, el conductor bajó con su arma desenfundada pero los ciudadanos reaccionaron antes y le dieron seis balazos calibre 22. La Procuraduría de Justicia informó que se llamaba Cutberto Luna Chávez, que era chofer de la ruta a Acapulco (a dos horas de distancia) y que tenía 40 años. Los civiles armados lo señalaron como halcón.
Fue tal la presión de los ciudadanos que el comisario Eusebio fue liberado por el rumbo de Cruz Grande, bastante golpeado y en malas condiciones. Ahí no paró la cosa. Al otro día la gente se reunió y decidió que ante el acoso de los narcotraficantes y la pasividad del gobierno en todos sus órdenes ellos mismos iban a protegerse. A partir del lunes instalaron puntos de revisión y control en los accesos y salidas de Ayutla para identificar a los delincuentes y detenerlos.
–¡Dicen que ya detuvieron a 28 delincuentes! Vea cómo, aquí traemos la noticia –anuncia, desde un altoparlante estridente, un vochito que vende un periódico de la región cerca donde está instalado el filtro.
Varios hombres con rifles y escopetas se le acercan. Se cree que es para retirarlo, pero no. Compran periódicos al voceador que ofrece los diarios desde adentro del carro como si fueran pan caliente.
–De a cinco, de a cinco pesitos, llévelo –dice y vuelve a encender el altoparlante cuyo alboroto se pierde conforme se aleja a vuelta de rueda.
Ahora, a mediodía, los ciudadanos armados almuerzan. Almuerzan y leen las noticias en las que, ahora, ellos son los protagonistas. Están apostados en un parque enmarcado con unos arcos de concreto que dan la bienvenida a Tecoanapa. Algunas palmeras y arbustos dan sombra a este calor muy costeño, cercano a los 35 grados. Comen tacos de tortillas hechas a mano.
–Son de la gente, la gente nos los trae –dice Crisóforo García Rodríguez y nos ofrece–. Ándenle, ándenle –insiste–, no pueden despreciar la tortilla del pueblo.
Los tacos de pescado tienen mucho picante y aun así están muy sabrosos.
Crisóforo no es el comandante ni se asume como líder o como vocero. Pero lo es. Todo mundo se le acerca para recibir instrucciones o pedir alguna indicación. Es moreno, de estatura baja y pelo hirsuto y entrecano. Tiene un paliacate en su cuello que de vez en vez se sube hasta la altura de sus ojos, sobre todo cuando se acerca a algún vehículo para revisarlo. Pero es claro que no quiere ocultar su identidad.
Come y cuenta que en este lugar, aquí mismo donde estamos, es donde se reunían los delincuentes a hacer sus fechorías, a vigilar a los ciudadanos y a ponerles el dedo para luego extorsionarlos.
–Son halcones y ésta era su plaza –dice–. Aquí tomaban y organizaban todo el desorden hasta altas horas de la noche. Ayer detuvimos a seis y hoy a otros tres. Ya los teníamos ubicados por señalamientos directos desde Ayutla; y llegando aquí los volvieron a señalar como los que se encargan del cobro de piso a los comerciantes y secuestran. En total tenemos a 28 personas bajo resguardo.
Otro hombre, éste sí con la cara cubierta con un pasamontañas y gafas oscuras, al que sólo llaman Gonzalo, interviene:
–Primero nos secuestraron a un comandante, después a un comisario, luego a otro, y al tercer comisario ya no aguantamos.
–¿Qué van a hacer con los detenidos?
–Se les va investigar, primero, y después se le va a procesar dependiendo del crimen que hayan cometido. También se les va a reeducar con la misma metodología y el mismo procedimiento de la Policía Comunitaria, por usos y costumbres (de los pueblos indígenas). Los tenemos ahorita en algunas comunidades en donde ya está la Policía Comunitaria constituida y estructurada. Es ahí donde los estamos llevando.
La Policía Comunitaria es una corporación indígena-popular que surgió a principios del milenio ante el creciente robo de ganado y asaltos a mano armada en los caminos y brechas que comunican a las poblaciones. Su estructura y conformación se basa en los usos y costumbres de los pueblos donde se ha conformado. Para seleccionar a los integrantes usan un método que hasta ahora no les ha fallado: la confianza. Son Policías Comunitarios sólo aquellos a quienes el pueblo conoce por honrados.
Cuando detienen a alguien por robo, violación, homicidio o violencia familiar, lo llevan ante los principales y consejeros (los ancianos más respetados de los pueblos) a los detenidos y allí se les sentencia a trabajo comunitario. Siembran, cosechan, desgranan maíz, pilan café, trillan frijol o reparan la casa de salud, la iglesia o escuelas. A cambio, la gente les lleva de comer y tienen derecho a visita familiar. Entre más rápido respondan a la reeducación más posibilidades hay de recuperar la libertad.
A unas dos horas del lugar, en El Paraíso, un par de días después que inició la movilización en Ayutla, la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias -de la que depende la Policía Comunitaria- se deslindó de las acciones armadas. En una asamblea en el atrio de la iglesia y a unos pasos de la Casa de Justicia, los principales y consejeros analizaron la situación y llegaron a la conclusión de no respaldarla. Allí, un consejero regional, Arturo Campos Herrera, dijo que si bien respetaban las movilizaciones ciudadanas en contra del narco, no estaban participando porque la Policía Comunitaria no nació ni fue creada para eso. “En todo caso, nos mantendremos a la expectativa para ver la evolución del movimiento. Eso sí, si somos agredidos por los narcotraficantes, responderemos”.
La movilización armada no parece tener coordinación. Mientras unos le ordenan detenerse a los automovilistas, otros, casi al mismo tiempo, les piden que avancen. Un anciano pequeño y nervioso revisa una guantera, luego regresa a su lugar que no está seguro dónde es. Lleva un machete y una mochila que le cansa la espalda. Cubre su cara con un pedazo de tela a cuadros, como de camisa, y sus guaraches están tan gastados que hacen pensar que no podría correr en caso de ser necesario.
A un muchacho con la cara cubierta se le cae la pistola. El incidente causa alboroto en todos los que almuerzan a la sombra de los árboles.
–Cuidado con ésas, porque se disparan solas –grita un hombre entre la risa de los demás.
El chico, nervioso, con el rubor asomando entre los agujeros mal hechos del pañuelo, se agacha a levantar el arma y la guarda otra vez en su cintura.
Cerca del lugar un grupo de hombres encapuchados con escopetas en el hombro toman los últimos sorbos de refresco. Un poblador grande, canoso, de unos 75 años platica con ellos.
–¿Les gustó? –pregunta–. Yo les mandé los de birria –les dice como si supiera quienes están detrás de los paliacates, aunque en realidad no lo sabe.
Los hombres asientan y agradecen; luego, el viejo les confiesa que tiene miedo.
–Yo no tengo armas en mi casa –dice–, y si los cabrones se enteran que los estamos apoyando no sé qué vaya a pasar.
–Usted no se preocupe, nosotros tenemos controlada la situación –tratan de calmarlo.
El viejo se acerca más a los hombres y les platica casi en secreto que ha escuchado de un lugar donde hay un camposanto clandestino.
–Allí van dejando a sus difuntos malogrados.
–¿Dónde es? –lo interroga uno.
–Pues, en un lugar que llaman Pochotes o Ochotes. ¡Sepa Dios!
–Tendríamos que buscar mucho y escarbar –interviene otro.
–Sí, será cosa de nunca acabar –dice uno más.
–De todos modos, tarde o temprano nos va a dar la jediondeza –repone el viejo como consuelo, y los demás asienten con la cabeza.
La plática se interrumpe cuando un convoy de cinco vehículos, dos taxis colectivos y tres camionetas estaquitas, parte a una operación rumbo a las comunidades cercanas. Los carros van llenos de ciudadanos armados y con más valor que estrategia en caso de que se hallaran con un convoy similar pero de narcotraficantes con rifles de asalto AK-47 y camionetas RAM. La operación llama la atención y causa expectativa en la gente que trata de caminar, vender, comprar, estudiar, trabajar de manera más o menos normal.
En Ayutla, a unos 30 minutos de Tecoanapa, los puestos de revisión se mantienen desde el rescate del comisario Eusebio. A diferencia de Tecoanapa, aquí a las 10:00 de la noche se decreta una suerte de toque de queda donde nadie puede andar en las calles, de lo contrario es detenido. La medida fue acordada por los civiles armados y los vecinos.
En las 32 escuelas primarias y secundarias que hay en el municipio las clases están suspendidas. Ni en la coordinación regional de la Secretaría de Educación hay labores. Arriba de su vehículo y con la llave en el encendido, un director de escuela cuenta que en Totepec, el pueblo de donde es, desde el miércoles suspendieron la actividad escolar.
–Los encapuchados –dice– nos lo pidieron y se sometió a consideración de la asamblea de padres de familia que respaldaron la acción ante la inseguridad. Además, las zonas escolares 107 y 108, que comprenden Ayutla y parte de Cruz Grande, también no tienen clases.
En la primaria Redención Proletaria, de Totepec, hay 200 alumnos y según el director espera que este lunes 14 reanuden actividades.
Crisóforo no lo ve tan sencillo. Dice que el plazo es indefinido hasta que se tenga garantizada la seguridad de la gente.
–En todo caso, eso va depender del director o del supervisor si toman o no las cosas en serio. Desde aquí nosotros los hacemos responsables, y a las instituciones, de todo el municipio de Ayutla y sus comunidades
Tampoco Gonzalo ve las cosas tan fáciles. Afirma que tienen filtros en seis puntos, tres en el municipio de Ayutla y tres en Tecoanapa, pero como ven las cosas y dada la respuesta favorable de la gente se pueden extender a San Marcos, Cruz Grande, Copala y Cuatepec, “como mínimo”.
–La gente lo está viendo con buenos ojos porque somos los únicos que hemos levantado la cara y hemos dicho que si vamos a vivir una semana, pues que lo hagamos de pie y con dignidad, porque ahora esta lucha es por nuestros derechos, de dignidad y justicia.
Luego se le pregunta si no tienen miedo, si no cree que por miedo muchos policías municipales y los ayuntamientos no han intervenido contra el narco.
–Miedo tenemos todos –responde–. Pero estamos dispuestos a morirnos, porque nadie va a ser eterno. Si tienen temor se vale, pero que nos digan: ‘no queremos participar por temor’, y si es eso que se sumen con nosotros; nosotros el temor ya lo superamos. Lo echamos al río para que se lo lleve la corriente.
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