El gobierno mexicano los llaman “héroes”: son los migrantes deportados por Donald Trump, quienes desde hace unos meses se convirtieron en una atractiva bandera política en este lado de la frontera. Antes que ellos, millones de mexicanos fueron obligados a volver a un país que desconocen. Aquí algunas de sus historias, escondidas durante años en un drama que, cuando pase la moda de las repatriaciones, volverán al silencio.
Texto: Celia Guerrero
Fotos: Julia Sclafani
Como todos los martes, Diego Miguel María y sus compañeros de la organización Deportados Unidos en la Lucha (DUL) esperan en el área de llegadas del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Los seis miembros de DUL presentes son todos mexicanos repatriados y están ahí para recibir a otros que —como ellos— regresan deportados por el gobierno de Donald Trump. Llegaron con un montón de tarjetas de presentación con los datos de su organización para repartir, pero, después de tres horas, solo les restan un par. Diego mira hacia las puertas automáticas que permanecen cerradas.
—Salen a cuenta gotas —dice, mientras aguarda al último de los deportados que recibirá hoy.
Finalmente las puertas se abren y Diego se aproxima a un hombre que las cruza. Le entrega una tarjeta y este la recibe sin detener su andar. Intercambian un par de palabras, sucede en segundos, apenas se miran. El hombre lleva en las manos su hoja de repatriación y una única pertenencia: una bolsa de plástico con un sandwich, un jugo, una fruta, una pasta de dientes, un frasco de shampoo y un jabón. Es el paquete de bienvenida que las autoridades mexicanas entregan a las casi 400 personas deportadas de Estados Unidos que llegan por avión al aeropuerto, cada semana, a través del Procedimiento de Repatriación al Interior de México (PRIM).
Los integrantes de DUL comenzaron recibirlos en la terminal aérea de la capital a principios de 2017 y con ellos llegaron también los primeros medios de comunicación que daban atención al asunto, aunque un vuelo del PRIM aterrizaba semanalmente desde el 2007. Para 2012, aumentó a dos, y actualmente son tres los viajes por semana.
Además de los vuelos del PRIM a la Ciudad de México, existen otros cinco puntos de la frontera en los que el gobierno estadounidense deporta a la mayoría de inmigrantes indocumentados que son de nacionalidad mexicana. De 2009 a 2016 —durante la administración anterior a la de Donald Trump—, 5.2 millones de personas fueron deportadas de Estados Unidos. De estos el 67 por ciento eran mexicanos, de acuerdo con datos del Departamento de Seguridad Nacional.
Diego sabe que su labor de bienvenida es pequeña y hasta simbólica. En el lugar están también esperan una mujer con un letrero que tiene escrito el nombre de un sobrino al que no conoce en persona, un par de funcionarios de la secretaría del trabajo de la capital que dan asesoría sobre apoyos a repatriados y otro par de reporteros y camarógrafos que intentan entrevistar a los recién deportados.
Diego se acerca sigilosamente, sabe en qué momento hacerlo, qué decir y hasta la manera de hacerlo. Hace 15 meses él también cruzó por esas puertas automatizadas pero nadie lo esperó ni lo recibió. Pasó su primera noche en México, después de vivir 17 años en Estados Unidos, en casa de otro deportado que le ofreció asilo mientras conseguía el teléfono de su familia en la ciudad.
El 29 de agosto de 2017, Ramón, de 56 años, pisó suelo mexicano luego de vivir indocumentado durante 20 años en el país del norte. Allá, Ramón se estableció con toda su familia; en México no quedaba nadie a quien contactar. Por suerte para Ramón, el vuelo en el que lo deportaron aterrizó en la Ciudad de México un martes y los miembros de DUL estaban ahí.
Al bajar del avión y salir a la sala de llegadas del aeropuerto, Ramón habló primero con los funcionarios de la secretaría del trabajo. Les explicó que era originario de Veracruz y en la ciudad solo sabía de su abuela, quien hacía al menos dos décadas vivía en una colonia llamada Las Torres. Eso era lo único, no tenía un teléfono ni una dirección exacta. La respuesta de los funcionarios fue que no podían ayudarle. Luego, los integrantes de DUL le ofrecieron ir al cuartel de la organización: un local en el que montaron como negocio un taller de serigrafía, con ayuda de un microcrédito para el autoempleo del Fondo para el Desarrollo Social.
El lugar está en una colonia al norte de la ciudad, en donde las casas son de arquitectura vieja, con techos altos; característica que en DUL supieron aprovechar porque, aunque el local no tiene más de 60 metros cuadrados, adaptaron un tapanco que hace las veces de bodega y departamento, donde viven Diego y otro compañero de la organización.
La mayoría de los repatriados que integran el grupo fueron deportados durante los últimos meses de mandato del presidente Barack Obama. Aunque la crisis migratoria México-Estados Unidos se agudizó con la llegada de Donald Trump —en enero de 2017—, en realidad inició antes. La deportación masiva de inmigrantes indocumentados se intensificó desde la administración de Obama. Fue el demócrata quien se ganó en la historia el apodo de “deporter in chief” (deportador en jefe) por romper el récord de “remociones” de indocumentados.
El gobierno norteamericano tiene dos formas de sacar de su territorio a inmigrantes indocumentados: “remociones”, cuando requiere una orden judicial de deportación y genera antecedentes criminales, y “regresos”, retorno inmediato al país de origen, que sucede generalmente cuando los migrantes son detenidos al cruzar la frontera. Con Obama el número de “remociones” pasó a ser mayor que el de “regresos”, una tendencia que históricamente había sido contraria.
El Departamento de Seguridad Nacional reportó más de 1.8 millones de mexicanos “removidos” de 2009 a 2016. A esta estadística pertenecen cinco de seis integrantes de DUL, cuyas prohibiciones de retorno a Estados Unidos van de los 10 a los 50 años, y es el mismo caso de Ramón.
En ocasiones anteriores, explica Ana Laura López —vocera de DUL—, habían llevado al taller a recién deportados, quienes pasaban unas horas en el lugar, mientras les ayudaba a contactar a algún familiar o amigo, y conseguían en dónde dormir. Ese no fue el caso de Ramón. Después de vivir 20 años en Estados Unidos, su mundo estaba lejos. Llamó a su familia en el norte para avisar que había llegado a México, y después de intentar conseguir un contacto familiar en la ciudad sin éxito, durmió en el taller de DUL. Desde aquél día, Ramón vive ahí.
El México que se va
Desde que llegó a Estados Unidos, a sus 18 años, Diego Miguel María fue Jesse Torres. Hoy, a sus 36 —y en suelo mexicano—, Jesse ha vuelto a ser Diego, aunque sus amigos conocieron su verdadero nombre hasta que lo deportaron y él a veces no responde cuando le llaman así porque no está acostumbrado.
Originario de Hidalgo —uno de los 10 estados de México donde más de la mitad de la población es pobre según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social—, Diego migró primero a la Ciudad de México cuando tenía 13 años. Tuvo varios trabajos informales: fue taquero, chalán de microbús; hasta que decidió irse al país del norte cuando apenas cumplía la mayoría de edad.
Vivió como Jesse —con papeles falsos— durante 17 años en Dalton, Georgia. Allá trabajó como operador de montacargas, construyó una nueva vida, hizo amistades y tuvo un hijo del que peleó y ganó la custodia. Hasta julio de 2016, cuando fue deportado.
El día que lo arrestaron manejaba en compañía de su hijo de cinco años. Los retuvieron en un retén de chequeo de licencias y en cuestión de minutos les avisaron que Diego sería entregado a las autoridades migratorias por tener en su historial una felonía, es decir un delito cometido en 2003 —por el que pasó un año bajo libertad condicional y cumplió condena— que fue el argumento principal para expulsarlo de Estados Unidos. Cuando Diego pueda regresar a ese país, y volver a ser Jesse, su hijo tendrá 25 años.
No “Bad Hombres”
Israel lo perdió todo por una infracción de tránsito. Mexicano de nacimiento; había vivido 30 de sus 32 años en Texas, Estados Unidos; casado, su esposa tenía cinco meses de embarazo; graduado en administración; dueño de una empresa de transporte, la cual daba trabajo a ciudadanos estadounidenses e incluso obtenía contratos con el gobierno federal, asegura; Israel era —en noviembre de 2012—, sobre todo lo anterior, un inmigrante indocumentado.
Cuando en el camino a su trabajo fue detenido por la policía por manejar a acceso de velocidad, Israel pensó que la autoridad podría reconocerlo como un ciudadano norteamericano: estudió y se casó ante autoridades norteamericanas, tenía un negocio que pagaba impuestos y era la primera vez que le levantaban un ticket o infracción. Así que decidió pelear mediante un juicio el derecho a permanecer en Estados Unidos. Esta decisión le costó dos años en diferentes centros de detención, su matrimonio y la custodia de su hijo, su empresa y todo lo demás que conocía como vida en ese lugar. Fue una batalla que perdió desde la primera vez que alguien lo llamó mojado.
Aunque el discurso de Donald Trump criminaliza constantemente a los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos, un análisis del colectivo Data4 indica que la mayoría de los deportados connacionales no tiene antecedentes penales. De todos los deportado en 2015, por ejemplo, sólo el 0.4 por ciento participaba en algún grupo o banda criminal. En cambio, muchos son deportados, como le sucedió a Israel, después de cometer infracciones menores.
Hoy, a tres años de su deportación, Israel rememora cómo agentes de ICE lo empujaron literalmente fuera de Estados Unidos. Ahora es director de New Comienzos, una organización de repatriados que ayuda a otros en la misma condición. Los ayudan a adaptarse a la realidad mexicana, con todo lo que ello implica: revalidar sus estudios, tramitar sus credenciales; conseguir certificaciones, colocarse en trabajos; los encaminan para solicitar apoyos gubernamentales para población retornada; sirven de enlace y hacen comunidad.
Vivir con miedo en cualquier lado
Alejandra cruzó la frontera caminando por el desierto, cuando era una niña de 12 años. “Lo recuerdo con lujo de detalle. Me marcó la vida”, dice y sigue contando cómo en el camino de México a Estados Unidos, su madre, cansada, le dijo que no soportaría el viaje, pero ella debía seguir adelante. Al final, ambas mexicanas lograron llegar y vivieron 18 años en Atlanta, Georgia. Allá, Alejandra tuvo dos hijos. Mientras, su mamá regresaría a vivir a México, por miedo a ser deportada.
El 22 de octubre de 2009, por la mañana, Alejandra tuvo una pelea familiar que atrajo a la policía a su casa. La sacaron de su domicilio en pijama y esa misma noche, fue expulsada de territorio norteamericano en la frontera con Reynosa, Tamaulipas. En Atlanta, su hijo más pequeño cumplía un año.
Alejandra decidió establecerse en la Ciudad de México y traer a sus hijos. La mayor llegó, pero el papá del más pequeño —también mexicano, originario de Michoacán— tuvo miedo de volver. Desde entonces, Alejandra no lo ve a él ni a su hijo.
La historia de Alejandra es paradigmática y sirve para señalar una cifra negra que crece. Si bien hay un número de mexicanos deportados de Estados Unidos que aumenta cada día, también existe un cantidad no registrada de retornados que incluye: a quienes regresan después de que deportan a un miembro de la familia —como en el caso de la hija mayor de Alejandra, nacida allá y ciudadana norteamericana—, y a quienes vuelven, no por voluntad, sino por miedo —como en el caso de su mamá. Este temor a ser expulsados por el gobierno estadounidense, solo compite con el temor de volver a México.
Los más desprotegidos
A Ana Laura López, de 44 años, los agentes del Servicio de Migración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) la esperaban en la puerta del avión en el que pensaba regresar al país en el que nació, México, después de vivir en Chicago durante 16 años.
Su plan era tramitar una visa de trabajo para volver de manera legal con sus dos hijos, norteamericanos. Pero la activista por los derechos laborales de inmigrantes supo que la deportarían, desde el momento en que los policías le pidieron que los acompañara.
Al checar sus huellas detectaron dos procedimientos de “regreso”, de cuando intentó cruzar la frontera en el año 2000.
—¿Estás consciente de que estuviste viviendo en Estados Unidos ilegalmente?— le preguntaron los agentes y enseguida le dieron a firmar la orden de deportación que la obliga a estar fuera de territorio norteamericano por 20 años.
En minutos, Ana Laura fue deportada en el mismo avión que ella había pagado. Su sospecha es que la aerolínea compartió sus datos con ICE, y es probable que la marcaran debido a su activismo, ya que no contaba con récord criminal, ni siquiera un ticket de tránsito, asegura.
A través de sus contactos de Chicago, Ana Laura se enteró sobre los programas a los que podía acceder en México por ser migrante retornada. Uno de ellos es el seguro de desempleo, que otorga la secretaría del trabajo. Este apoyo monetario para residentes de la capital sin trabajo, comenzó a entregarse a deportados en 2016 y, de acuerdo con información oficial, ese mismo año lo recibieron más de 300 migrantes retornados. Realizando este trámite, Ana Laura conoció a sus compañeros de Deportados Unidos en la Lucha (DUL).
Ahora que es vocera de la organización, dice que nunca se imaginó aplicar en México lo que aprendió en Chicago sobre liderazgo y derechos laborales. En agosto, cuando recibieron en el taller de DUL a Ramón, Ana Laura quiso ayudarlo a tramitar el seguro de desempleo pero se toparon con un aparato burocrático inamovible: no pueden iniciar ningún trámite porque Ramón no cuenta con un documento de identidad.
Según ella, el perfil de los mexicanos deportados es —en un porcentaje más alto— como el de Ramón: en una edad que en México ya no es considerada productiva, no hablan inglés perfecto, trabajaron en oficios o no tiene una escolaridad alta, y sus familias están en Estados Unidos y no tienen a nadie en México.
—En él se manifiesta todo lo que hemos venido denunciando —dice, sobre Ramón—. Él es de las personas excluidas por los programas de gobierno para la reinserción porque todo está hecho para gente joven, que habla inglés, con cierto nivel de escolaridad.
Aunque, después del anuncio de la suspensión de la Acción Diferida para Llegados en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés) —la cual permitía a inmigrantes indocumentados que llegaron a Estados Unidos siendo menores de 16 años, estudiar y trabajar—, este perfil de deportados pueda cambiar.
*Este artículo se realizó en el marco la Beca Cosecha Roja. También se publicó en Pie de Página