Fernando Esteban Lozada* – Cosecha Roja.-
Cuando mi mamá quedó embarazada por primera vez, lo tomó con alegría, a pesar de la pésima situación económica que atravesaba junto a mi papá. Tenían pocos ingresos y carecían de un lugar digno para tener una criatura recién nacida. Al contarle a mi abuela la buena noticia, la respuesta que obtuvo no fue la que esperaba. “Supongo que no lo vas a tener”, le dijo. La vieja era pragmática, poco religiosa y había padecido criar en la pobreza a sus nueve hermanos: como era la mayor le tocó el papel de segunda madre. La sacaron de la escuela para que fuera nodriza y sirvienta de su propia familia. Lavaba pañales a la intemperie en invierno, con el agua casi congelada, y si se negaba la golpeaban con una vara. Fue víctima de la falta de educación sexual de sus padres, de la moralina de la iglesia católica y del mandato social de la reproducción indiscriminada. De adulta no cometió el mismo error y tuvo una sola hija.
Ocho meses después del anuncio, mi hermana nació y fue recibida con felicidad. Pero un año más tarde, nuevamente de improviso, otro embarazo. Esta vez mi mamá lloró mucho y se angustió profundamente ya que la situación se ponía desesperante. Apenas estaban logrando salir del pozo, y a pesar de lo difícil que iba a ser criar a un segundo hijo, jamás pensó en un aborto. Ocho meses después nació mi hermano.
Cada vez que estuvo embarazada, mi mamá sintió desde el primer momento asco a la pasta dental. Cuando eso sucedió una mañana de abril hace 41 años, entró en pánico. No fui producto de un embarazo buscado, el comienzo de mi existencia llegó irrumpiendo en unas circunstancias nada favorables para criar otro niño. Mi hermana y hermano tenían 6 y 5 años, la situación económica era muy mala, casi sin perspectivas de mejora, y la pareja no estaba muy bien. Aparecí para complicarlo todo, en realidad todavía no era yo, era un potencial de mí, un cigoto sin mucha gracia. Ella tuvo que llevar la carga de su desesperación en silencio, imposible compartir con alguien la idea de un aborto, mucho menos trabajando en un colegio católico.
No fue a un lugar a realizare un aborto, supongo que no sabía dónde. No tenía dinero y le daba miedo una intervención invasiva en su cuerpo. Intentó deshacerse del feto, el futuro yo, con diferentes técnicas caseras. Hizo todo lo que se desaconseja durante un embarazo y probó varias cosas como arrastrar reiteradas veces un piano. Cuando hoy lo recuerda en voz alta, me dice: “que agarrado que estabas…”.
Los recursos que disponía mi mamá para deshacerse de ese embarazo no fueron muy efectivos. Si hubiera tenido éxito, se justificaría pensando “lo perdí sin saber que estaba embarazada, no fue culpa mía”, pero cuando tuvo la certeza clínica de que estaba gestando abandonó la idea de un aborto, perdió la incertidumbre frente a la “ley moral machista” del mandato de ser madre.
El parto fue de lo peor. Nací un 25 de diciembre, fecha extraña para un ateo activista, en el hospital público de la ciudad de Mar del Plata. Había pocos médicos y muchos partos. La atención fue pésima, sufrió muchas prácticas que hoy llamaríamos violencia obstétrica, la obligaron a parir sin suficiente dilatación, como consecuencia se desgarró y la cosieron sin anestesia. Al otro día estaba en su casa dolorida, cuidándome. Está claro que no fui el culpable de su sufrimiento, ninguno de los dos lo siente así, pero tomar conciencia de lo que ocurrió me proporciona empatía hacia las mujeres que atraviesan situaciones similares.
Me crió con el mayor amor posible y con gran dedicación. Sólo tengo elogios para ella y una anécdota en común ya desde antes de nacer. Estoy orgulloso de ella, creo que había tomado la opción correcta, la de decidir sobre su propio cuerpo y sobre su futuro, y como no pudo concretarla decidió ser la mejor madre posible.
Ya no recuerdo cuándo fue, creo que era adolescente, que me contó por primera vez que intentó abortarme. Tampoco tengo memoria de cual fue mi reacción al escucharlo. Lo que recuerdo con claridad es que siempre que salió el tema fue motivo de risas entre nosotros, ni culpas ni rencores infundados.
Pensar que si mi mamá hubiera abortado no existirían mis hermanos o yo mismo no tiene sentido, porque es algo del pasado que no se puede cambiar. Usar eso como argumento para atacar el aborto como práctica terapéutica es sumamente egoísta, actuar para evitar que sigan existiendo o llevándose a término embarazos no deseados para evitar mucho sufrimiento y permitir que muchas mujeres puedan ser felices es hacer algo útil con mi existencia fortuita.
Es obvio que me resulta imposible ponerme en el lugar de una mujer que siente que crece dentro de ella algo que no desea, pero es no me impide entender que lo que debería ser motivo de alegría se transforma en un apropiamiento violento de su cuerpo. Que daño enorme para su psiquis debe ser eso, incluso luego del parto el dolor de tener que relegar sus sentimientos por el mandato de querer al recién nacido, a pesar de no haber optado por tenerlo, no todas lo podrán lograr y la criatura indefensa e inocente muchas veces también sufrirá.
Cada mujer tiene que poder decidir optar por la vida, la suya propia en primer lugar. El instinto maternal no existe, forzar a una mujer a ser madre puede traer mucha infelicidad y dolor, por eso es tan necesario que exista educación sexual para que pueda decidir, anticonceptivos para que no tenga necesidad de abortar y aborto legal, seguro y gratuito para que no muera si quiere no continuar gestando.
* Director y Portavoz para Latinoamérica de la Asociación Internacional del LibrePensamiento (AILP). Miembro de la mesa coordinadora de la Coalición Argentina por un Estado Laico (CAEL). Miembro fundador de la Asociación Civil Ateos Mar del Plata.
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