¿Quién puede creer que alguien de tu sangre te hará daño? Cuando tenía siete años no lo imaginaba. En la misma época que jugaba con muñecas y veía todas las tardes a Barney o Las pistas de Blu, uno de mis primos abusó de mí. Nuestros agresores son la mayoría de las veces parte de nuestro entorno: en el 94 por ciento de los casos la víctima conoce al abusador y la mitad de las veces vive con él.
Desde que comenzó este 2018 mujeres y hombres relataron sus casos de abuso. Para mí ese es el paso más difícil. Yo también fuí víctima. Era una niña. Y ahora sé que mi caso no es único: Unicef dice que uno de cada tres niños de Latinoamérica sufre un abuso sexual antes de la pubertad.
En Venezuela, mi país, por cada 98 niños o niñas víctimas de abuso sólo uno puede contarlo. Yo soy una de las que nunca pudo hacerlo. Hasta hoy. En mi familia no lo he dicho y realmente me quiero liberar, pero no quiero causar una tragedia. Por eso voy a narrar mi historia, pero no diré mi nombre.
Por más de 18 años he tratado de borrar a toda costa aquellos episodios, pero cada vez que me encuentro a mi primo revivo sus amenazas, las señas que me hacía con su mirada. También renace en mí un miedo y una especie de rechazo que no me permite mirarlo a la cara.
Aquel día tocaron el timbre: era él. Mi mamá me dijo que iba al supermercado, que se llevaba a mi hermana menor y que yo me quedara a jugar. Mi primo solía ir de visita a nuestro apartamento. Desde pequeño era el sobrino favorito de mi mamá. Se caracterizaba por hacer reír a todos. Era el rey de las bromas.
Yo me quedé en mi cuarto viendo televisión. Él llegó. Me llevaba ocho años, para ese entonces tenía 15. Él se acostó en mi cama y se acercó a mí. Yo tenía siete, pero era mi primo y no lo tomé a mal.
De pronto cambió su mirada, empezó a girar sus ojos, actuaba de forma extraña. Al minuto me dijo: “Juguemos”. Yo acepté. Él me tomó de los brazos, me empezó a tocar, por lo que le grité: “¡¿Qué pasa?! ¡Esto no es un juego!”. Mi primo me dijo que sí lo era, que era un juego divertido, que sus amigos se lo habían enseñado, que todos lo jugaban, pero que yo no podía enseñárselo a nadie. Si lo decía, él buscaría la forma de matar a mis papás.
Esa ha sido una de las tardes más horribles de mi vida. Los hechos se repitieron dos veces más. La amenaza era siempre la misma: “Voy a matar a tus padres”.
El último abuso se dio en la casa de mi abuela, era Navidad. Yo ya había cumplido ocho. Mi familia es grande, la casa de mi abuela también y yo, como podía, trataba de huirle. Él se dió cuenta de inmediato. Todavía no sé cómo logró fabricar ese tipo de mirada, era una seña con la que me decía que fuésemos a un lugar. Yo lo ignoraba, me escudaba en cualquier cosa. En un momento me descuidé y me gritó en el oído “¿Qué te pasa? ¿Quieres a tus papás muertos? ¡Vamos a un cuarto a jugar!”. La inocencia es algo terrible, hoy en día me reclamo por haberle creído la mentira.
Unos cinco meses después del último episodio llegó nuevamente a mi casa a pasar unos días. Jamás me volví a quedar sola con él. Busqué todas las formas de impedir que eso sucediera hasta que crecimos.
Hoy tanto él como yo somos profesionales. Vivimos en la misma ciudad, pero compartimos lo mínimo y necesario: fiestas o reuniones familiares. Él tiene una esposa y una hija. Todavía no puedo mirarlo a los ojos ni tener una conversación por más de dos minutos con él, a pesar de que hace poco casi muere a causa de un cáncer en la próstata.
Una psicóloga me dijo que el hecho de que un niño o niña se guarde un episodio de violación es como llevar una bomba atómica adentro. Un abuso de este tipo se transforma en una cicatriz imborrable sino se comparte con padres, familiares o amigos. Es importante la ayuda de especialistas porque si la víctima no drena, lejos de olvidar la experiencia, la recuerda con más ahínco. Eso no le permite un sano desarrollo en su vida social, emocional ni sexual.
Una sola vez intenté contarle a mi mamá, pero no me creyó. Mi psicóloga me dijo que capaz no me di a entender. Lo siento, tenía menos de diez años. Hice lo que podía. Ahora me voy a liberar: ya lo estoy haciendo.