En su primer tour por Argentina, la muestra pasó por Buenos Aires, Formosa y San Martín de los Andes. Hubo proyecciones de más de 30 películas y 100 horas de activismo.
¿Qué tienen en común una escritora feminista egipcia a la que le cortaron el clítoris; una habitación colmada de huesos exhumados por antropólogos forenses en El Salvador; cinco mujeres analfabetas que descubren la escritura en prisión; una niña de tres años, de la etnia Ache, que sobrevive a una masacre a manos de colonos blancos en la espesa selva paraguaya; y lo que sucede en los húmedos recodos de los baños públicos mexicanos en las voces de un encargado, una barrendera y una clienta fiel de hace más de 40 años?
Estas historias muestran, sin eufemismos, aquello que corre por las venas abiertas de nuestros países latinoamericanos en el festival MICGénero. La Muestra Internacional de Cine con perspectiva de Género –que nació en 2012, en México– pasó por primera vez por la Argentina para poner la realidad en la pantalla grande y plantear espacios de debate en un momento donde la reflexión y la acción son urgentes.
“La misión del festival es acercar los estudios de género al público, sacarlos de la academia y volverlos más cercanos a las personas, porque es mucho más enriquecedor ver y escuchar el caso de alguien que leerlo en un texto duro. Nuestra intención siempre fue, no solo ver películas, sino proponer espacios de reflexión”, dijo a Cosecha Roja Ana Mata, coordinadora de las 100 horas de activismo que acompañaron el festival con debates y conferencias a cargo de especialistas en cine, género y derechos humanos.
En Buenos Aires, las películas se proyectaron en el Espacio INCAA Gaumont. “Estuvo buenísimo que la gente que participó del MICGénero tuviera la oportunidad de ver producciones que muestran otro tipo de realidades. Y, además, tener gente que se dedica a las temáticas que tienen que ver con las películas y que puedan conversar con ellos sobre esos mundos a los que difícilmente las personas tienen acceso si no están vinculados de alguna manera, porque son mundos al margen de la cosas”, explicó Mata.
La responsable de la vinculación académica destacó también los lazos que estrecharon con las organizaciones que se dedican a los derechos humanos desde distintas perspectivas de género. “La relación con agrupaciones, organismos y activistas fue super rica, y quedó sentado el precedente para seguir haciendo cosas juntos. Esa fue la repercusión más grande”. Y señaló la importancia del trabajo en equipo: “En la Argentina hay varias propuestas de festivales de cine que se vinculan con lo derechos humanos, y está buenísimo porque no es inusual. El cine y los derechos humanos se llevan muy bien. Nosotros, como muestra internacional, buscamos siempre poder conversar con los otros festivales porque pensamos que es muy importante organizarnos en un frente unido. Que se popularicen los festivales de cine y derechos humanos significa que hay algo que estamos haciendo bien”.
Como las cuestiones de género atraviesan diversos ejes, las películas se agruparon en: Derechos sexuales y reproductivos; Movilidad humana y migración; Ecofeminismos; Etarismos; Queer y Postporno; Disonancias; Minoridades en foco; Resiliencia; Cuerpo Atlético; VS. Media; Encierros y reclusión. Se incluyeron estrenos, producciones recientes y antiguas. Cortos, largos. Documental, ficción. Cine clásico, experimental y videoarte.
“Nosotros siempre habíamos tenido muchas ganas de venir para acá, nos encanta porque hay una cultura muy fuerte de hermandad entre México y Argentina, pero por cuestiones operativas no habíamos tenido chance de formar el equipo. En 2014 me vine a vivir a Bueno Aires y, como quería seguir trabajando para la muestra, fuimos juntando voluntades y desde principio de este año empezamos a trabajar ya con el equipo estable de MICGénero en Argentina”, contó.
Una breve muestra de lo que se vio en el festival
Escritoras de libertad
El cortometraje Semillas de Guamúchil, ahora en libertad –basado en el libro Bajo la sombra del Guamúchil: Historias de vida de mujeres indígenas y campesinas en prisión, de la investigadora Rosalva Aída Hernández Castillo–, cuenta cómo les cambió la vida a un grupo de internas del Centro de Reinserción Social (Cereso) femenil de Atlacholoaya, cuando aprendieron a escribir. Estas mujeres participaron, en prisión, de un taller de escritura creativa sin estar alfabetizadas. Pero con un objetivo: contar sus desgarradoras historias marcadas por la exclusión, el racismo, la discriminación sexista, la pobreza y la injusticia, persistentes en el sistema judicial mexicano.
Una de ellas, Alejandra Reynoso, fue inducida a parir antes de tiempo por una médica que no era la suya, en el hospital donde se atendía. Cuando salió con la niña en brazos, una mujer se le abalanzó y la obligó a entregarle a su bebé. Un hombre le pegó y la metieron en un auto amenazándola de muerte. Se disponían a matarla cuando llegó la policía. La pareja de secuestradores dijo que esa niña era suya y que era Alejandra quien se las quería robar.
Aunque ella intentó negarlo deshaciéndose en explicaciones, aunque le pidió a los oficiales que fueran al hospital donde podrían comprobar su reciente parto, aunque estaba dispuesta a que la revisaran ahí mismo para que comprobaran, en su cuerpo, las marcas del alumbramiento, la ley no escuchó razones. Eligió no dar por cierto el testimonio de una mujer indígena. La metieron presa y los secuestradores se quedaron con su hija. Le dijeron que en el hospital no había ningún registro de su ingreso. Que la doctora que la atendió no existía. Que no había ningún rastro de que ella hubiera pasado por ahí. Estaba todo planeado. La sentenciaron a siete años de prisión.
Aprender a escribir la salvó. A ella, y a sus “Hermanas en las sombras”, nombre que le dieron a ese colectivo que se reunió para expresarse, compartir y aliviar sus penas. “Cuando escribo siento que me transporto. Me voy lejos a otro lugar”, aseguró una de ellas. Creían que no podían, que no tenían derecho a la palabra escrita. Que escribir, era cosa de hombres.
Un baño que limpie el dolor
Desnudez por dentro y por fuera. Cuerpos reales. ¿Puede el agua limpiar las heridas del alma? Agua para lavar recuerdos. Baños de vapor para transpirar confesiones. Baños a los que se acude “Por necesidad y tradición”. Baños que lavan sueños rotos. Hijos muertos. Violaciones. La imposición social de “soportar a un marido adúltero porque estás bien casada bajo la ley de Dios y esa es tu cruz”. Y justificarlo. “No es borracho. No se droga. No es violento. Pero se le desató el vicio por las mujeres”.
Las historias de Felipe –encargado de los baños–, Juana –quien integra una minoría mal vista por ser barrendera–, y Jose –una mujer formada en una familia tradicional mexicana–, sus penurias, padecimientos y frustraciones se purgan en ese espacio público que a la vez es íntimo, privado. Allí se intenta aliviar al cuerpo doliente. Y al espíritu.
Rituales. Barro. Hierbas ancestrales que limpian y curan. Plantas. Cuerpo. La naturaleza y la feminidad en su expresión más pura. Más desnuda. Compartir un baño con tus hijos e hijas. Compartir un baño con amigas. Confesar. Reírse. Relajarse. “¿Saben qué significa verga? Es el palo más alto de un barco. Eso en lo que ustedes están pensando se llama pene”, dice Juana rodeada de mujeres, entre risas y miradas cómplices. El baño, no como mero hecho utilitario, sino como momento de relajación. Revelación. Expiación. Limpiar, refregar, exfoliar. Por fuera y por dentro.
El cuarto de los huesos
“En la sociedad salvadoreña no hay amor. Reina el odio”, asegura la voz de una mujer. En este documental, las mujeres son voces y cuerpos sin rostro en busca de sus hijos desaparecidos en la guerra civil y la guerra entre pandillas.
En ese cuarto, tapizado de huesos de pared a pared y de piso a techo, los antropólogos forenses salvadoreños, entrenados por los argentinos, trabajan arduamente para restituir la identidad de esas piezas inertes, que parecen muestras para enseñar anatomía. Pero son víctimas. Víctimas de una violencia que no descansa. Y son hijos. Hermanos. Amigos.
En el cuarto de los huesos se reencuentran víctimas y victimarios. Compañeros. Familiares. Enemigos. Integrantes de uno y otro bando. En esas cajas de zapatos donde son guardados los restos hallados y exhumados de sus criptas caprichosas y clandestinas, todos son iguales. Urnas de cartón donde descansan los huesos a restituir. Donde esperan, silenciosos, por una identidad y una tumba con nombre. Cajas que se hacinan porque los muertos ya no caben en ese pequeño espacio. Los huesos que la tierra vomita y los que le son extirpados, desbordan en el recinto de antropología forense.
Y las madres. Madres del Dolor del Salvador con pañuelos como los que tan bien conocemos. Los suyos son rojos. El documental muestra sus siluetas pero oculta sus rostros con las marcas del sufrimiento. El único rostro que se ve en pantalla es el de la desesperación.
El Salvador es uno de los países más violentos de América Latina. Allí, la muerte es parte de la vida en el peor de los sentidos: es el destino inevitable de miles de jóvenes. Es parte de la rutina diaria, junto a la búsqueda de los muertos, de la identidad oculta en los huesos. De la certeza o el alivio de tener un lugar donde llorar a los caídos. Y de sacarlos de la casilla de la incertidumbre en la que habitan los desaparecidos.
El principio y el fin de este documental muestran un contraste. En el comienzo: cuerpos no identificados, cadáveres no reclamados que van a un entierro en una fosa común. El final: una madre mirando cómo los antropólogos forenses arman, como un rompecabezas, un esqueleto en un cajón. El hallazgo de un hijo. La oportunidad de llorarlo, ahora sí, y de darle sepultura. Y su incansable agradecimiento, entre sollozos, a los profesionales que se lo devolvieron.
El MiCGénero vino a plasmar en el séptimo arte diferentes aristas de los mismos conflictos a los que libramos batalla a diario. Todos los géneros tuvieron su espacio en la pantalla. Y todas las historias.
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