La señora de cincuentaypico que comía pastillas de menta y escondía el vino blanco en un frasco de leche larga vida, la treintañera internada en desintoxicación de urgencia por haber ingerido 25 aspirinas diarias, la cuarentona que comía guiso a las 8 de la mañana “porque no se consume con el estómago vacío”, la de quince que en la camilla y ante los gritos de que consumiste repetía “dos pastillas azules y una verde”, la de veintipico queriendo arrojarse de una ventana luego de un fin de semana de retiro de ayahuasca y cucumelo, la nena de 10 temblando entre su vómito en la plaza de Pompeya tras días y días de darle al poxi en la ranchada, la de setenta y pico con ese psiquiatra de confianza que le recetaba psicofármacos y así no tenía que rogar en las guardias por su quitapenas, la de 14 purohueso con la remera corta corriendo por los pasillos del aguantadero por su dosis de Pasta Base.
Sabemos que el género trae desigualdad, pero no solo en los cargos a ocupar o en los salarios: las niñas, adolescentes y mujeres usuarias de sustancias psicoactivas la pasan feo.
A S. la conocimos hace unos cuatro años: tenía 22 años, quería ligarse las trompas y su ex pareja le había dado un tiro teniendo a la bebé en brazos. Esa bebé y su otra hija ahora estaban a cargo de una tía de S., ya que por su consumo de cocaína consideraron que no podía ocuparse de ellas. Es decir: había sido penalizada por un tema de salud –su consumo problemático-, no por la relación de violencia extrema con su ex pareja, que la había mandado un par de veces al hospital antes de intentar matarla. Ahora está de vuelta porque le sacaron a su tercera hija y sobre todo porque tuvo un aborto y la “vaciaron”: su cuarto hijo era un varón. Hace semanas que no para de inhalar cocaína. En la guardia le preguntaron si ejercía la prostitución, entre otras cosas. ¿Cómo paga la cocaína?
V. concurre por violencia de género: se agarró a trompadas con su hijo mayor estando borracho. Hace dos años perdió su trabajo por su alcoholismo crónico, es hijo de un alcohólico que golpeaba a su madre cada fin de semana, y volvió a vivir con ellos. A los 44 años parece un niño: no puede creer que su mujer de toda la vida, la que le aguantó el alcohol, la merca, alguna que otra mujer y con quién tiene tres hijos le hiciera la denuncia. Tiene exclusión por 180 días. A los hijos puede verlos, aunque con el mayor de ellos se agarró a las trompadas.
Ser mujer y consumir aunque más no sea una lata de cerveza conlleva una carga social y una mirada moral que no se vuelca sobre el hombre.
Por eso no es que no haya mujeres usuarias de sustancias psicoactivas: las hay y en importante número. Pero es un consumo velado, escondido, vergonzoso.
Se calcula –en Argentina las estadísticas atrasan varios años- que las mujeres consumen más de 100.00.000 de unidades de psicofármacos por año. Hace un par de años Celeste Cid y otras famosas develaron la denominada “alcohorexia”: son las chicas que beben y no comen. En los gimnasios circulan de modo clandestino –a la vista de todos pero mirando para otro lado- los desgrasadores, batidos, y las vulgarmente conocidas como “drogas de gimnasio”. La más popular es la Oxandrolona, la más barata de las facilitadoras para bajar de peso y aumentar la tonicidad muscular. Se oferta como la solución “para llegar a la bikini con la panza chata”. La Pasta Base de cocaína circuló con fuerza en grupos dirigidos, por ejemplo las modelos, por sus propiedades anorexígenas.
Pero el problema central en las consultas es que las mujeres no hablan del consumo. En centros de salud –hospitales, maternidades- tiene su lógica: hace años que se sabe que “si consumís te quitan los chicos”. Así que mejor no decir nada, aunque ya se implementaron varios tests que detectan sustancia en sangre, para lo cual no se les pide “permiso”: si el testeo da positivo, se debe dar intervención a los servicios de trabajo social y comienza el engranaje de la “carpeta”.
Ya hemos comenzado a escuchar también algo que hasta ahora solo habíamos oído en programas de EEUU tipo “La ley y el orden” o “Investigación Discovery”: la teoría de la predeterminación. Nos contaba P. que ya en dos hospitales le dijeron que ella iba a ser adicta siempre, porque ya lo fue de nacimiento: su madre consumió cocaína y alcohol durante su embarazo, con lo cual no importa si consume o no: ella será siempre “adicta”. Esto explica quizá que aunque logra sostener períodos largos sin consumo siempre recae. ¿Qué opción se le dá a una persona en esas circunstancias?
En lo médico generalmente se asocia a la mujer con la debilidad: hace unos años circuló con fuerza la hipótesis de la ausencia de una hormona en particular –la deshidrogenasa- para explicar porque las mujeres nos emborrachamos más rápidamente que los hombres.
Ya se sabe que la hormona la tenemos, solo que funciona con otro ritmo y que de todas formas no es un factor determinante, como si lo es la menor masa corporal. La mujer alcoholizada además es mirada con desprecio, siendo los adolescentes muy críticos al respecto: “Ves a las minitas tiradas vomitando y ¡te dá un asco!”.
Aunque las estadísticas confirmen la incidencia de intoxicación en la falta de cuidado al sostener relaciones sexuales –y la consecuencia no siempre bienvenida de un bebé en camino- la “minita” dá “asco”. Pero como la “minita” se suelta más “fácil” cuando está colocada, el asco queda suspendido hasta llevar a cabo el acto. El año pasado Tinelli hizo pública la queja hacia su producción: no le habían dado de beber lo suficiente a Charlotte Caniggia, y esa noche “no estaba suelta”.
Así, creo que el trabajo con mujeres con consumos problemáticos debe ser encarado teniendo en cuenta las características a las que su condición de género las somete. Requiere dispositivos específicos y preparación para una escucha donde suelen cruzarse situaciones de alto riesgo y vulnerabilidad, exposición a situaciones con resultados no deseados (embarazos, enfermedades de transmisión sexual), violencia, y el peso de una mirada social que considera –aún- que las mujeres deben lavar platos, ocuparse de los hijos y vestirse en forma adecuada.
Chen, dueña y cajera del chino de la calle Colombres, lo sintetiza así: “En Corea ninguna mujer compra alcohol o cigarrillos, esas son cosas de hombres”.
Su hija de cinco años ya sabe pasar algunos productos por el scanner de la caja.