El Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario de Colombia informó hoy la muerte de John Jairo Velásquez, el jefe de los sicarios de Pablo Escobar. Después de cumplir una condena de 20 años había sido detenido en mayo de 2018 acusado de “concierto para delinquir y extorsión”. El último día de 2019 fue trasladado al Instituto Nacional Cancerígeno donde murió ayer.
Les compartimos un perfil de los periodistas colombianos Harold Abueta y Maria Elvira Arango publicaron hace unos años en la revista Don Juan:
El último de los lugartenientes vivos de Pablo Escobar, el hombre que asesinó con su mano a más de 250 personas; vive aislado en uno de los patios de la cárcel de Cómbita y en dos años sale libre.
—El Patrón —confiesa— me pidió que me la “bajara”.
La vuelta más berraca que le mandó hacer Pablo Escobar fue matar a su mujer. “Yo la quería con toda mi alma”, suspira Popeye. Wendy Chavarriaga Gil era su mujer oficial, una modelo espectacular, del otro mundo. Una mujer a la que las piernas le salían de la nuca. Sabía hablar, sabía sentarse, sabía comer. Tenía “glamour”. Llevaban varios meses juntos y al sicario más sanguinario del Cartel de Medellín no le importaba que ella hubiera sido una de las tantas amantes de Pablo Escobar ni que hubiera estado a punto de ser madre de un vástago de su jefe. “Ella -recuerda- quedó embarazada de él por la plata, pero el Patrón no quiso saber nada de eso y le mandó a dos pelaos y a un médico para que le sacaran al muchachito”. Wendy se fue de los predios de Escobar, y para vengarse se convirtió en informante del Bloque de Búsqueda que en ese momento perseguía a la organización del capo. Popeye sólo sabía la mitad de la historia y estaba enamorado, “la amaba profundamente”, dice, tal vez por eso no fue capaz de matarla:
—Yo le puse una cita y le mandé cinco sicarios para que acabaran con ella —confiesa.
John Jairo Vásquez Velásquez es, por seguridad, el único habitante del Pabellón de Recepciones, el lugar de llegada de los presos de máxima seguridad, de la cárcel de Cómbita, Boyacá, donde se encuentra detenido desde hace siete años. Sólo habla con los guardias que lo cuidan y con las trabajadoras sociales que le dan clases sobre la Biblia o de educación sexual y con las que ha acumulado ya doce diplomas que guarda en una carpeta plástica con orgullo. Para llegar a su celda tenemos que pasar por cinco puestos de seguridad con escáneres, más tarde nos sientan en un trono que parece una silla eléctrica que detecta metales, y tenemos que quitarnos joyas, relojes, correas y plata. Todo se queda afuera… “aunque aquí no hay ladrones”, dicen en chiste los guardias. Me salvé de la requisa respectiva a las mujeres -casi ginecológica-, por ser prensa, pero la guardia me requisó con los guantes de rigor. La cárcel tiene ocho pabellones y entre sus moradores hay 120 extraditables y 2.500 presos considerados de alta peligrosidad, entre ellos guerrilleros y paramilitares. Las paredes de Cómbita son de cemento crudo, el cielo de los patios está cubierto con rejas y la temperatura adentro, en ocasiones, se mide en grados bajo cero.
El pabellón donde vive el único sicario vivo de Pablo Escobar, es un espacio de 30 metros cuadrados con 20 celdas de 2 x 2 m, donde generalmente pasan sus días y noches algunos narcotraficantes a la espera de que el gobierno autorice su extradición. Pero hoy “Recepción” está vacío, no por falta de narcotraficantes de gran calado, sino porque las autoridades penitenciarias prefieren que “Popeye” esté solo para evitar un atentado en su contra. El Estado lo protege porque es testigo de hechos que marcaron la historia trágica de este país. Lo protege, además, porque desde hace años el ex sicario está colaborando con la justicia en el esclarecimiento de algunos de esos hechos. “Yo colaboro en procesos judiciales como la muerte de Luis Carlos Galán (1989), la del periodista Guillermo Cano (1986), la voladura del avión de Avianca (1989) y el asesinato del agente de la DEA Barry Seal (1986), entre otros”, dice.
El cuarto de Popeye está limpio y ordenado. Para evitar los chiflones y no congelarse, tapona con una cobija las rejas y con otra la rendija debajo de la puerta, que se abre siempre a las seis de la mañana y se cierra a las seis de la tarde. La cama la tiende con tres cobijas de lana virgen, gruesas y duras, grises y cafés y bien dobladas una sobre la otra. Tiene una repisa de plástico con tres cajones de colores donde guarda sus pocas pertenencias. Siempre se viste por capas y se pone tres camisetas y un buzo. No le gustan las chaquetas. No usa ropa de marca y siempre se pone tenis y jeans. Tiene un par de chanclas y una pantaloneta para hacer ejercicio. Lava la ropa y la seca en una cuerda en el patio. Se distrae viendo películas en un usado televisor de 20 pulgadas y un DVD. Cuando llegamos estaba viendo a Tom Hanks en Ángeles y Demonios. Lo único de su propiedad es un colchón de cinco centímetros de espesor, veinte platos plásticos, 26 vasos, un juego de cubiertos, una cafetera donde artesanalmente calienta la comida que le proporciona el penal, una Biblia, la última revista Aló, algunos libros religiosos y un rosario que cuelga de una de las paredes. Estaba tan mamado de la serie colombiana Padres e Hijos que dijo: “Me dan ganas de matar a ésa Daniela”.
Las películas de acción lo aburren porque como dice con orgullo de matón, él hizo más de lo que generalmente hacen los actores en la pantalla. -Aquí -afirma con los ojos en el patio- he compartido lugar con los más respetados narcotraficantes. En las celda trece y catorce estuvieron mis enemigos, los hermanos Miguel -que tenía una casa con cancha de tenis y en la que tratamos de matarlo- y Gilberto Rodríguez Orejuela. Un día que lo visitaban sus hijas en la cárcel, Miguel me dijo: “Vení, mompa, mirá: éstas son las niñas que ibas a matar”. En la quince estuvo Víctor Patiño Fómeque. En la seis, los jefes de las Farc Simón Trinidad y Rodrigo Granda. En la dieciocho, “Don Berna” (Diego Fernando Jaramillo), que fue mi peor enemigo, pero cuando llegó aquí nunca hablamos de lo que pasó, hasta le ayudé, le di una cobija y un saco. También estuvo “Don Diego”, que era un excelente ser humano; en la diecinueve, “Carlos Mario Jiménez” (Macaco), y en la veinte, Hernando Gómez Bustamante (alias Rasguño). Con todos me las llevé bien, menos con el perro de Rodrigo Granda, que es el peor ser humano que he conocido. Ese man está loco. Es una porquería. El muy desgraciado se creía el jefe de Cómbita.
Para Popeye hay sutilezas y códigos de ética:
-Jamás asesinamos a alguien que estuviera con un niño -afirma-.
Respetábamos a las mujeres de nuestros compañeros y ante todo teníamos lealtad. El narcotraficante y el asesino son muy buenos padres de familia. Como viven rodeados de tanto odio, cuando llegan a la casa tienen mucho respeto por la mujer y por los niños. Mire a Pablo, adoraba a Manuela, su muñequita, hizo construir el zoológico para ella, la llevaba a todas las caletas, una vez quería un unicornio y consiguió una yegua y le mandó pegar un cacho en la frente. Y doña María Victoria Henao, doña Tata, su esposa, era una santa, no sabía nada de crímenes, era tan buen ser humano que cuando supo que había matado a Wendy me dejó de hablar como por quince días y cuando me veía me decía: “Ayyy… Pope”.
Hoy soy otra persona y quiero olvidar todo y hacer una nueva vida en dos años cuando salga de aquí. Quiero irme a Costa Rica y algún día salir a hacer mercado, vivir de un sueldo o abrazar a mi hijo. Tengo mi platica guardada. Tengo con qué vivir. Apenas he tenido dos mujeres de verdad, Wendy, que me tocó matarla, y la mamá de mi hijo, una ex reina de belleza de Medellín que vive con él en el exterior. A mí me pueden decir lo que sea, pero yo soy un hombre honesto y decente.
Popeye lleva casi un año de celibato porque ninguna mujer se acerca por este lugar y porque no le gustan las prostitutas. Hace un año que nadie -aparte de periodistas e investigadores- lo visita.
-La última novia que tuve fue una abogada que llevaba mis casos. Pero se alejó hace un año porque se asustó con la situación.
En su época, sin embargo, recuerda que tenía éxito con las mujeres: su método infalible para conquistarlas era una docena de rosas amarillas, una caja de chocolates “extranjeros”, una botella de champaña Dom Pérignon y un reloj Cartier. En algunas ocasiones este “combo” venía escondido en el asiento trasero de un carro cero kilómetros. Trucos, confiesa, que le aprendió al Patrón.
Su vida en la cárcel está llena de rutinas. Se levanta a las seis de la mañana y se baña con agua helada, “pongo a calentar la cafetera, prendo la televisión para que me socialice el entorno. Hago el orden del día y una lista de los víveres que necesito, preparo mi desayuno y leo mucho y realizo una oración de quince minutos y a la hora de haber comido [toda la comida se la dan y vive con pánico de morir envenenado. ‘En la cárcel nunca puede decir uno cuánto pesa porque le preparan el veneno’], salgo a caminar por el pabellón, hago flexiones y salto lazo”. También, aparte del veneno, les tiene miedo a las torturas, “una vez me torturaron en la Sijin (la Policía judicial) de Medellín y a las semanas aparecieron muertos los tres policías que lo hicieron”. Inmediatamente nos muestra las cicatrices de siete heridas que tiene en el cuerpo por atentados -hay una de una bala que le rozó el corazón- y el escapulario que lo ha protegido de todos los males.
Popeye nació en 1962 en Yarumal, Antioquia, y es el cuarto hijo de un matrimonio acomodado; fue un muchacho que después de haber integrado las filas de la Armada y de la Escuela de Suboficiales de la Policía, decidió formar parte de una de las bandas sicariales más temidas de Colombia. “Un día un ingeniero amigo me dijo que lo acompañara a una finca donde debía realizar un trabajo. Fuimos a la hacienda Nápoles y vi armas, mujeres bellas y animales exóticos y pensé: “esto es lo mío”. Vi a ese señor (Pablo Escobar) y sinceramente vi a Dios. Desde ese momento hice todo lo que estuvo a mi alcance por estar cerca de él. Luego me convertí en conductor de su organización y después integré la banda de sicarios que trabajaba para el Cartel”.
La historia cuenta que al lado de sicarios como “Otto”, “El Arete”, “Pinina”, “La Kika” y “Tyson” entre otros, se convirtió en una leyenda del crimen. Su fama precedía cada uno de sus pasos y en todas partes trataban de cerrarle el paso, incluso en las discotecas de moda de la época ubicadas en la famosa vía de Las Palmas. -Una vez no me dejaron entrar en una que se llamaba Don Mateo. Les dije a los porteros que para entrar a las discotecas se necesitaba una mujer linda, plata en el bolsillo y un buen carro. Y tenía todo eso, y no me dejaban entrar. Entonces saqué mi pistola, maté a un portero y levanté a plomo el lugar. Yo era un hombre violento. Pero nosotros éramos sicarios finos. Asesinos profesionales. Lo mío era matar. Mi arte era saber matar… Era. Ya estoy retirado. Pero en ese momento tenía un grupo de veinte asesinos buenos… ¡ah, eso de tener sicarios buenos es una fortuna!
Los oficiales de la Policía que tuvieron que ver con la persecución de los miembros del cartel de Medellín lo califican como un hombre que a sangre y fuego se ganó su espacio en esa banda. El coronel Carlos Barragán, subdirector del Inpec y que en los años ochenta era el secretario personal del director de la Policía, general Miguel Antonio Gómez Padilla, asegura que Popeye era un hombre “disciplinado, peligroso y entregado a la causa del narcotráfico”. Era uno de los sicarios más escurridizos de Escobar y a las autoridades siempre les quedó grande dar con su paradero. Nunca fue capturado. Se entregó por primera vez con Pablo Escobar para ser recluido en la cárcel de La Catedral, una suerte de mansión, diseñada por el mismo capo. Más tarde se fugó con él y con sus principales lugartenientes, para finalmente entregarse de nuevo en la cárcel de Envigado, junto con Otoniel González, alias “Otto”, y el hermano de Pablo Escobar, Roberto Escobar, alias “el Osito”.
-Lo del otro hijo de Pablo es mentira, eso es un cuento chino del “Osito”, por eso ese muchacho nunca quiso hacerse la prueba de ADN. El Patrón era muy celoso con su familia, no ve lo que le hizo a Wendy…
Cuando se le pregunta a Barragán sobre la condición mental de Popeye, asegura que no es un hombre fantasioso. Tal vez por eso, las autoridades le han creído buena parte de sus historias sobre la mafia y sobre los vínculos no santos de políticos, como la del senador Alberto Santofimio Botero con Pablo Escobar.
Mal contados y haciendo memoria, Popeye dice que mató a más o menos trescientas personas, sin contar las que murieron en el avión de Avianca o la bomba del Das.
-Pero no vuelvo a tomar la justicia por mi propia mano -dice.
Popeye participó en los secuestros del entonces alcalde de Bogotá, Andrés Pastrana Arango, por el que le pagaron 500.000 dólares, y del jefe de redacción de El Tiempo y hoy vicepresidente de la República, Francisco Santos. Y estuvo involucrado en los asesinatos del procurador Carlos Mauro Hoyos (cobró 200.000 dólares), de Luis Carlos Galán (la organización le giró 100.000 dólares), del coronel de la Policía Valdemar Franklin Quintero (ganó 50.000 dólares), del periodista Jorge Enrique Pulido en 1989 y de decenas de políticos y servidores judiciales a los que Escobar, su jefe, veía como enemigos por dictar un decreto, luchar contra la extradición o simplemente, en el caso de los periodistas, por referirse a los extraditables, como denominaban al grupo de Escobar.
Era tal la paranoia que “Popeye” y su grupo de sicarios decidieron amenazar a un empresario de vallas en Medellín porque en uno de sus avisos publicitarios, instalado en la vía Medellín-Rionegro, se leía: “Lucho contra el Perico”, refiriéndose a la pugna que por esos días tenían en las carreteras de Francia y España el ciclista colombiano “Lucho” Herrera y el español Pedro “Perico” Delgado.
-Pensábamos que alguien había puesto esa valla en contra del “perico”, la cocaína, la base del negocio del Patrón.
Popeye dice que nunca suelta una lágrima. habla con la misma rapidez de las ametralladoras que disparó en su organización, pasa de un tema a otro y dice que no hay tema vedado. Sonríe con frecuencia y las cicatrices de las operaciones a las que se sometió para cambiar su apariencia no se ven. Se adelgazó los labios y los pómulos y se arregló la mandíbula porque por culpa de su mentón, por “cumbambón”, se ganó el apodo de Popeye. No mide más de un metro con setenta, pero su presencia es contundente. Su mirada da miedo. Tiene buena memoria y “canta” con un fuerte acento paisa cada historia de terror. Los 18 años que lleva en la cárcel se reflejan en el color blancuzco de su piel, casi verde. El encierro, el frío y la conciencia no han afectado su salud. Dice que mantiene su presión arterial de “sicario fino”: 100-60, y define ese término como un asesino que no mata porque le chocan el carro. No usa drogas ni se levanta envalentonado con ganas de matar a alguien. El sicario serio hace su trabajo. Él lo hizo.
-Pero hoy soy otro -repite-. Ya no soy violento y hasta he moderado mi manera de hablar. Por aquí estuvo un sacerdote y me dijo que cada vez que hablara anotara en un cuaderno la cantidad de vulgaridades que usaba en mi repertorio. Me di cuenta de que decía tantas groserías, que me sentí apenado conmigo mismo. “Gonorrea” era la palabra que más usaba. Asegura nuevamente que hoy es otro, que está arrepentido y que siente remordimiento. Se convirtió en delator para romper el cordón umbilical con la mafia. Está convencido de que su apego a Dios y a la oración le ayudan a llevar el día a día. Afirma que hay una recompensa de un millón de dólares por su cabeza, pero que hay una larga lista de políticos y empresarios que lo protegen en la sombra. Cuando se le indaga por su vida en la cárcel habla de ella como si fuera su mejor amiga. Ha estado durante 18 años en las más duras penitenciarías del país, condenado por terrorismo, narcotráfico, concierto para delinquir con fines terroristas y homicidio.
Con esos argumentos ha logrado mantenerse con vida durante todos estos años en las cárceles de Bellavista, Itagüí y La Catedral en Antioquia, La Modelo y La Picota en Bogotá, la de Máxima Seguridad en Valledupar y otra en San Diego, California, donde estuvo tres meses en 1987 después de que lo capturaron a la entrada a ese país por un caso menor. “Estuve con una identidad cambiada. En los papeles me llamaba Alexánder Álvarez Molina (la “chapa” costó US$50.000). Los norteamericanos son tan brutos que, cuando me capturaron, me llevaron al comando de la Policía y mientras me registraban y yo daba mis datos falsos, había un cartel con los nombres y fotos de la gente del cartel de Medellín y no me reconocieron”. En esa ocasión pagó la fianza y se quedó tres meses en Estados Unidos con el fin de comprar unos cohetes tierra-aire para derribar aviones comerciales.
“Popeye”, que regularmente a duras penas habla con el guardia de turno que lo acompaña las 24 horas en esa mole de concreto y tiene pasatiempos como hacer el letrero del Espíritu Santo que adorna su cuarto, quiere decir mil cosas. “Cada cosa mala que me pasa me fortalece. Tal vez por eso es porque he podido salir con vida de siete atentados que me han hecho en las cárceles, porque he aprendido a ir más adelante que mis agresores”.
-¿Cuál es su mayor secreto?
Una caleta con armas de Pablo Escobar que han buscado mucho y no han encontrado.
Sólo nos queda una pregunta:
– ¿Cómo puede dormir tranquilo un hombre que ha matado a tanta gente?
Su respuesta llega con una sonrisa:
-Porque tengo el alma muerta.