Por Tali Goldman
Ayer mi abuela llamó a mi mamá desde el geriátrico llorando. Estaba desesperada; escuchó en el noticiero que habían llevado preso a un rabino de Belgrano. Pensó que era mi papá. Anoche mi madre me lo contó en un ataque de risa. La noticia del “rabino preso” (que no era de Belgrano sino de Almagro, mi abuela ya no escucha bien) recorrió varios portales de noticias. El motivo: una boda en el SUM de un edificio de la calle Ecuador el lunes 25 de mayo. Cuando la fiesta se iba a poner en su mejor momento, al ingreso de los primeros canapés y los clásicos pogos de música judía, la policía llegó al lugar y se pudrió todo. Se llevó presos a la novia y el novio, sus padres, el rabino que los casó y los dueños del lugar.
Después trascendió que antes hubo otra fiesta hecha como Dios manda—ceremonia, baile y los clásicos kippes y lajmashin—. Sucedió el miércoles 20 de mayo, en el barrio del Once. También en un SUM pero con cien invitados. Según la denuncia que replicaron varios diarios, la fiesta fue organizada por un rabino de la comunidad sefaradí Shuba Israel. Un rabino de esa comunidad, Gabriel Yabra, de 55 años y experto en certificación de comida kosher y su padre murieron por coronavirus a finales de marzo. Varios miembros de su familia siguen internados.
La noticia de los casamientos me llegó por todos lados. Por el chat de mi grupo de amigas judías; por el del programa de radio de los sábados; por el de mi colectivo feminista. Tres espacios que constituyen mi identidad. Una amiga me dijo por twitter que esperaba que escribiera un cuento con esta noticia. Y yo me pregunto ¿cómo llegué a esto?
Es decir, ¿cómo llegué a que de repente me empezara a interesar opinar, escribir, explicar sobre un sector de la comunidad judía que no me toca ni por la tangente? Hay algo ineludible: desde que apareció en la pantalla de Netflix la serie Poco Ortodoxa, ese mundo se volvió una suerte de fetiche pop al que todos estamos ávidos de entender. De tan ajeno resulta fascinante, aún sabiendo que transcurre tan cerca nuestro.
Porque hay que decirlo una y mil veces: la comunidad judía es tan diversa, tan heterogénea, y hasta tan opuesta entre sí que siempre hay que aclararlo por si queda algún distraído inocente o antisemita, que aprovechan para alimentar el prejuicio.
Cuando entré al Nacional Buenos Aires a los 13 años después de haber pasado por un jardín y primaria judía mis compañeros me preguntaban de qué trabajaba mi viejo y yo a veces estaba tentada en mentir que era médico o ingeniero. Cada vez que decía que yo era hija de un rabino me miraban como si estuvieran en presencia de un extraterrestre. ¿Cómo es rabino y vos estás vestida así? ¿No tenés que usar pollera? ¿Tu papá usa los rulitos a los costados de la cara, barba y sombrero negro? ¿Tu mamá usa peluca? ¿Cómo que tu papá es rabino?
Es noticia que en el medio de una pandemia, en plena cuarentena obligatoria se celebra un casamiento de cien personas como si nada. Y la pregunta que nos surge es por qué lo hicieron. ¿Los judíos ortodoxos están en contra de la cuarentena? ¿Quién es el rabino? ¿Quiénes son los novios? ¿Nadie con barbijo? ¿A nadie de los que estaba ahí le hizo ruido todo esto?
Ensayo algunas respuestas. La primera es romántica. ¿Acaso el amor vence al coronavirus? ¿Acaso el acto ritual es inmune al COVID 19? ¿Acaso festejar una boda tranquiliza nuestra angustia e incertidumbre? Por más delirantes que sean, ninguna de estas preguntas pueden aplacar las dudas existenciales.
¿Acaso el precepto bíblico “fructificar y multiplicarse”, como parte de la fuerza de una tradición, es más poderoso que el de cuidarse para no contraer un virus? Obviamente que no. Pero sí hay algo sumamente significativo que es el concepto de lo “colectivo”. En la ley judía para rezar algunas plegarias claves o para realizar ciertos rituales como el casamiento se necesita un quorum de diez varones. Ese quorum se llama “Minian”. Obvio hoy ese “Minian” no se puede concretar. ¿Acaso no lo sabían los novios y parientes? Por supuesto que sí. La cultura contemporánea produjo que determinados grupos resistan a las contingencias por el temor de perder las tradiciones. Y así llegamos a los absurdos, como la celebración de estos casamientos en plena pandemia.
¿Acaso porque mi papá es rabino yo todo esto lo tengo que saber? Somos dos entes independientes, hace diez años no vivo más con él. ¿Qué más tengo que aclarar?
Hace poco mi viejo escribió este artículo en Página 12 que tituló “La hija del rabino”. Sin dar nuestros nombres nos definió a mi hermana y a mí como “feministas y revolucionarias”. Nos caracterizó bastante bien. Pero lo que más me gustó de ese texto es que por primera vez, de manera explícita, me sentí cómoda, haciéndome cargo de quién soy.
Mi rebeldía adolescente fue de manual. Dejé de comer kosher, quería tener un novio que no fuera “de la cole” para irritar a mi papá. Y sobre todo para que en el Templo se cuchicheara: “¡La hija del rabino tiene un novio goy!”. Intenté durante muchos años alejarme: estudié Ciencia Política, me metí de lleno en el periodismo. Y cada vez que alguien osaba preguntarme, aunque fuera la mínima cosa, sobre algo vinculado a “lo judío” yo hacía un escándalo. Y también es de manual (y años de terapia) que ahora un poco más madura (no tanto), descubra que hay muchas cosas que sé, que siento, y que ineludiblemente forman parte intrínseca de mi identidad. Por eso hoy me siento cómoda hablando de la boda del momento.
Pero quiero aclarar: no estuve invitada al casamiento pandémico ni conozco a nadie que haya ido. Y mi papá no tiene rulitos a los costados. Solo una barba larga, pero porque se hace el hipster.