Han pasado dos años del asesinato de Nicole Sessarego, la estudiante chilena que vivía en Buenos Aires. En medio del juicio contra Lucas Azcona -que reconoció haberla matado-, la mamá de Nicole ha dado muestras de increíble entereza. Aquí cuenta cómo ha sido vivir este tiempo sin su hija.
Todas las mañana Shirley Borquez se levanta temprano, va a la pieza de Nicole y abre las cortinas y las ventanas para que entre el aire. A la noche, sigue el ritual y antes de recorrer la casa y echar llave a la puerta, cierra los visillos y enciende la luz para iluminar la habitación de su hija. Allí, todo sigue intacto: las fotos, los peluches perfectamente alineados, un necessaire repleto de cosméticos y el pijama bajo la almohada.
Cuando sale de viaje uno o dos días, vuelve desesperada, entra a la pieza de Nicole y, frente a la repisa donde descansa su ánfora junto a una virgen de yeso, Shirley vuelve a sentir que está cerca de ella. Le reza, le dice que la extraña. Ese es el santuario donde nunca ha dejado entrar a ningún periodista, el rincón – su rincón- donde late la memoria de su hija.
– No puedo estar mucho tiempo fuera de la casa, me desespero – cuenta hoy al otro lado del teléfono.
Han pasado dos años del asesinato de Nicole y Shirley es el roble de la familia, asiste a terapia una vez por semana y toma un tranquilizante cada tanto. Esos son los paliativos que la han ayudado a no caer en el abismo de tristeza que cada tanto la asalta.
– Esto es como una montaña rusa, a veces la familia está arriba y otras veces abajo, su padre pasa más veces abajo, usted sabe cómo son los hombres. Nicole era su princesa – dice a Cosecha Roja.
Con la repetición de los detalles del crimen, la confesión de Lucas Azcona y el juicio que lleva adelante la justicia argentina, los recuerdos se revuelven. Azcona -acusado de “homicidio agravado por haber sido cometido en razón de odio de género” – le infligió once puñaladas a Nicole y podría tener una condena de 35 años. Shirley dice que no ve una pizca de arrepentimiento en el asesino de su hija. Pese a todo, su voz refleja la entereza con la que aprendió a vivir todo este tiempo.
– Quiero que él pague con cadena perpetua, aunque pienso que ni mil años de castigo me devolverán a la Nico – dice y se queda un momento en silencio.
La partida
Una de las últimas imágenes que Shirley atesora de su hija Nicole es el del día anterior a que viajara a Buenos Aires. Hicieron juntas la maleta, ambas estaban contentas, pero ansiosas. Entre toda la ropa, empacó dos vestidos – uno beige y otro floreado- que ella misma cosió. Encima acomodó tres chalecos y, sin que ella se diera cuenta, le escondió en el fondo de la valija un santito del Sagrado Corazón para que la protegiera.
La iba a extrañar tanto, le parecía ayer cuando su hija era una niña que recorría el barrio montada en su bicicleta y la que se aburría con las Barbies, acostumbrada a los juegos de niños que le enseñaban sus seis primos. Su hija era así, siempre prefirió la compañía masculina.
Cuando llegó el día del viaje, el 24 de febrero, Nicole no quería que fueran todos al aeropuerto, no le gustaban las despedidas y además sabía que Shirley soltaría los primeros lagrimones. De todos modos, partió la familia completa a despedirla: la mamá, el papá Víctor, el hermano, una tía y la abuela paterna. Después de chequearse, Nicole apuró el paso porque Shirley la miraba con los ojos acuosos
– Ya mamita, no llore – le dijo. Le dio un abrazo apretado y se perdió entre la gente arrastrando la maleta.
Shirley recuerda el día en que su hija le contó la buena noticia sobre el programa de intercambio en la Universidad de Buenos Aires (UBA). “¡Mamá quedé, quedé!”, gritaba mientras bajaba del segundo piso corriendo por la escalera. Shirley preparaba el almuerzo en la cocina. Nicole saltaba y la apretaba entre abrazos entrecortados mientras le contaba y no dejaba de mirarla con una sonrisa teñida de ilusión. Era su primer viaje fuera del país.
Nicole fue la única alumna de su universidad en conseguir la beca. Trabajó todo el verano anterior de promotora para juntar dinero. La UBA pagaba la estadía y la comida. Shirley quedó de mandarle dinero mensualmente para sus gastos. Nicole era la primogénita de dos hijos y cuando entró a la carrera de periodismo se convirtió el orgullo de un conductor de bus y una ama de casa. El viaje vino a coronar toda esa dicha.
Shirley cuenta que “La Nico” iba a volver a Chile el 13 de agosto para San Víctor. Celebrarían todos juntos en familia.
– Como es la vida, ese día de 2014 llegó y yo estaba parada en el Cementerio de Chacarita esperando que cremaran el cuerpo de mi hija, el 13 de agosto – dice sobre esa fatal coincidencia.
En una foto reciente en el Facebook Shirley aparece abrazada junto a Nicole: es uno de los últimos momentos que compartió con ella. Recuerda que ese viaje fue una especie de despedida para ambas. No se despegaron durante una semana y su hija tenía un itinerario que siguieron al pie de la letra. Pasearon por el Río Tigre, Puerto Madero y el cementerio de Recoleta. Shirley estaba feliz de su independencia. En esos meses, su hija había crecido, parecía una mujer.
Pese a sus aprensiones, ella pensó que aquel departamento, ubicado a tres cuadras de la estación Castro Barros, era mejor que la precariedad de las dos pensiones anteriores por las que había pasado Nicole: en una no podía dormir por los gritos y escándalos del dueño; en la otra no había platos para comer y prácticamente era un chiquero.
El lunes del asesinato conversaron por Whatsapp. Shirley le había enviado dinero el viernes y Nicole lo distribuía bien como siempre.
– Me dijo ‘mamita me compré botas porque las necesitaba’. Le sobró plata, le alcanzaba, pero como mamá me repito una y otra vez, si hubiera tomado un taxi en vez de caminar sola en la calle, un taxi…- se recrimina.
La consentida
Las fotos favoritas de Shirley son dos: una donde la pequeña Nicole aparece disfrazada de conejo, con orejas blancas y enfundada en un traje de lunares, se ve feliz. En la otra, sonríe a la cámara peinada con dos moños prolijos, mientras juega con unos cubos de colores. Era el primer día de clases.
Nicole creció en el cerro Cordillera, un lugar en el casco histórico de Valparaíso. Shirley cuenta que cuando estaba en la escuela sus notas eran regulares, fue una adolescente más preocupada por divertirse, pero el cambio llegó con el tiempo. Asistió al colegio Eduardo de la Barra, una escuela municipal de al menos cuarenta alumnos por sala al que van niños de clase media y baja de Valparaíso. La mayoría, con mucho esfuerzo, logra ingresar a la Universidad de Playa Ancha.
Los profesores tienen la imagen de Nicole sentada en la primera fila, una chica risueña, siempre de punta en blanco. La mamá, al igual que los amigos, la recuerdan vanidosa, alisándose el pelo, o parada frente al espejo para repasar una y otra vez si la ropa combinaba.
En tercero medio Nicole fue candidata a reina, también lo fue en la fiesta “mechona” de la Universidad.
– A mi negrita le encantaba arreglarse, así era ella y había que esperarla una eternidad que se planchara el pelo y luego se encrespara las pestañas – dice. Esta vez la voz suena un poco más alegre.
“Un día en tercero medio me informó sin más ‘mamá, creo voy a ser periodista’”, recuerda Shirley. Y agrega que se sorprendió con la tenacidad de su hija. Si bien no era una alumna sobresaliente, ingresó a un preuniversitario, sacó sobre 600 puntos en la Prueba de Selección Universitaria (PSU) y quedó en periodismo en la Universidad de Playa Ancha. De ahí en adelante se convirtió en una muy buena estudiante.
Igual que cuando era niña, Nicole prefería juntarse con varones. María Paz, su mejor amiga de la infancia, vive a siete casas de la casa de los Sessarego y fue su única compañera cuando las primeras amigas de la Universidad la abandonaron como tantas otras. Recuerda que Nicole era popular y querida en su facultad y eso provocaba los celos de algunas mujeres y ella lo sabía. Su amiga la recuerda siempre al centro de un séquito de hombres en la Universidad, así empezaban las miradas insidiosas y eso a Nicole le preocupaba.
– Algunas amigas la envidiaban mucho, al final éramos las dos solas con la Nicole y un grupo de amigos – cuenta María Paz.
Shirley recuerda que Nicole estaba decidida a terminar su carrera, sacar buenas notas y fue despertando a nuevas inquietudes. Antes de viajar a Buenos Aires, dio clases en una escuela vulnerable de Playa Ancha por dos semanas y quedó maravillada. Estaba madurando, su vida iba tomando un nuevo rumbo, parecía un camino pavimentado. Todos tenían la certeza de que “La Nico” llegaría lejos.
Este dos de abril celebraron su cumpleaños con una reunión a la hora del té a la que asistieron casi cuarenta personas entre amigos y familiares. Hubo torta y todos cantaron cumpleaños feliz a oscuras. Nicole habría cumplido 23 años.
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Se hace tarde y Shirley recuerda que tiene que ir a su taller de manualidades de pintura sobre vidrio, una actividad que le sirve para mantener la cabeza ocupada. Antes de despedirse, cuenta que en la sala de redacción de la UPLA hay una placa de bronce en honor a su hija que dice: “Nicole Sesarrego: En memoria de la periodista que iba a ser”. Shirley tiene enmarcado el título póstumo que le entregaron en una emotiva ceremonia en octubre de 2014. Su hija habría sido una tremenda periodista: en los instantes más hondos de pena, no solo piensa en lo que Nicole fue, sino en lo que se podría haber convertido.
– Lo dejé sobre el buffet del living, chuta, ese diploma de periodista, es mi máximo orgullo.-, confiesa antes de colgar.
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