Por Nicolás Alejandro Miguez*
En estos días vuelve la idea de la violencia exacerbada por el consumo de alcohol. El descontrol, la falta de límites, la cultura de las previas eternas con botellas de distinta gradación están otra vez en el ojo de la tormenta: el escabiar hasta dársela en la pera como rasgo de época. Es un argumento tranquilizador: si les pibes tienen determinados comportamientos es porque se pasaron de rosca.
En el caso del asesinato de Fernando Báez Sosa se simplifica un problema que contiene aristas de género y de clase. No fueron pibes borrachos que pegaron hasta matar porque le mancharon la camisa con vino a uno. Ahí conviven problemáticas que se deben intersectar pero también entender en su especificidad: la violencia, los consumos problemáticos y los mandatos de masculinidad. No es sólo un acumulado de botellas vacías que terminó en tragedia.
Cada uno podría recordar su experiencia como consumidor y pensar cuántas veces participó en trifulcas o cuántas veces tuvo comportamientos violentos. El número sería bajo o nulo. Las borracheras no terminan a las piñas, aunque sí con resacas (algunas más disciplinantes que otras) y olvidos (el blackout).
La relación entre alcohol y violencia no es lineal. Existen diferencias entre el uso, el abuso y consumo problemático. Tampoco existe una sola forma de tomar sustancias psicoactivas: el policonsumo desordenado (pasar de sustancias estimulantes a depresoras o al revés) es un problema contemporáneo. La cuestión del consumo de sustancias en les adolescentes no se limita al alcohol (un hit trágico del verano es la mezcla de alcohol con estimulantes sin medir los riesgos).
La actitud general suele ser tratar al tema como tabú: no se habla, no se pregunta, no se responde. La falta de diálogo se suple con búsquedas en la web (que puede dar información incorrecta) o la información del grupo de pares. El desconocimiento de lo que se consume (porque –salvo el alcohol– se accede a sustancias prohibidas que no se testean y no se sabe la composición) y la carencia de una visión que haga hincapié en la gestión de riesgos y daños –que permita a les consumidores tomar decisiones informadas– complican el panorama.
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Les adultes están entre la dificultad de hacer frente a la situación (porque muchas veces ya es tarde) o manejarse con cierta indolencia (lo ven como una cuestión de edad). Aparecen sólo para levantar el dedo acusador cuando las consecuencias están a la vista. También aparecen las campañas (con cobertura mediática) de sensibilización y de moralización sobre los excesos en adolescentes y posadolescentes. Las responsabilidades de les mayores son una bruma. No se mencionan los contextos de inicio del consumo (por ejemplo, que haya adultes con historiales de consumos prolongados facilita la legitimación), ni la nula información disponible ni las facilidades de acceso. De las condiciones de posibilidad no se habla.
El alarmismo sobre el aumento del consumo no viene acompañado de un análisis crítico del contexto ni de la propuesta de políticas públicas al respecto. Los trabajos empíricos lo dejan en claro: las subjetividades centenniall están atravesadas por lógicas epocales que el mundo adulto no comprende o no quiere comprender. Entran en juego los deseos, la corporalidad, el reconocimiento, las formas de vinculación. El alcohol es parte de esos procesos pero no es el único factor explicativo.
Las formas de consumo son variables. Radiografiar los situaciones en la que se da es fundamental. Como señaló el sociólogo Gabriel Vommaro: “El consumo te da pertenencia a un ámbito de sociabilidad, genera un status y también te da sustracción: un espacio de fuga, escapar de los problemas cotidianos, ser otro por un rato y tener otras experiencias personales que no son agobiantes como la vida cotidiana”.
La naturalización del consumo del alcohol no surge de un día para el otro: es parte de un proceso de largo aliento donde se yuxtaponen diversos factores. No se limita al aumento de la tolerancia social. Antes de la ley seca se hablaba de los excesos y de la violencia de les trabajores, pero no de las pésimas condiciones de vida y la explotación laboral intensa. Se demonizó la sustancia (consumida mayoritariamente por inmigrantes: vale recordar que la prohibición vino acompañada por una fuerte etnofobia) y les consumidores sin preguntar porqué ocurría ello. Cien años después cambió el actor señalado (ahora son les jóvenes) pero no la estrategia retórica: el alcohol los pone violentos.
Es más fácil barrer la basura bajo la alfombra. Es más cómodo edificar un relato moral que poner en tela de juicio el sistema de valores dominante. Demonizar al alcohol evita las preguntas incómodas.
*Licenciado y profesor en Comunicación Social (UNLP). Integrante de RESET, política de drogas y derechos humanos.