Juan Manuel Mannarino – Águilas Humanas
Correr una maratón
Esa tarde fue durísima. Casi un fiasco. La piba no entendió nada. Tenía que estar calladita, mirar fijo para adelante, dejarse atar las manos y después salir como si nada, porque la vida seguía su curso allá afuera. Era un ratito nomás. Pero la piba, caprichosa, no entendió nada.
Había olor a caca de paloma y unos rayos de sol filtrados por la ventana hacían recordar que eran las tres de la tarde de un día cualquiera de verano. Las oficinas estaban nuevas, a punto de estrenar. Apenas el aleteo de los pájaros rompía el silencio sepulcral que se expandía por los dos pisos del edifico. Él imaginó la cita ideal. Una ceremonia de inauguración a solas, con los espacios libres para elegir dónde hacerlo.
El hombre al que ellas reconocían como la pantera rosa estaba excitado. Le caían gotas de sudor por la frente y la cabeza temblequeaba hacia los costados. Cuando la citó para una entrevista de trabajo, no se hubiera imaginado que la joven, tan petisa como él, se merecería una paliza ejemplar. Seguramente pensó lo que pensaba de todas: “Es una negrita más, ni bien entremos al lugar la engancho fácil, cuanto mucho le pego un par de cachetazos”. Pero no.
Lo sacó de quicio. Puteó como loco. La piba se le subió encima, corrió, pataleó, dejó las sandalias por el camino. Quién carajo se creía que era. Fue difícil dominarla. Le costó agarrarla, temía que alguien escuchara los gritos. Apretó fuerte los puños y la golpeó contra una pared. Un hilo de sangre tiñó su pelo negro. Mareada como estaba, le tironeó el pelo, la camisa, forcejeó con sus brazos. No fue suficiente. El tipo sacó un plus de fuerza demoníaca y la arrastró hacia el segundo piso.
Arriba estaba más seguro. Si entraba alguien, tendría tiempo para esconderse. La casona era enorme. Le sacó la bombacha y la dejó en un cuarto. De golpe, la chica despertó del mareo y lo golpeó en la cara. El tipo interrumpió la penetración y sintió que su autoridad estaba en problemas. Había que ir a fondo. Nunca olvidará lo que tuvo que luchar para sacarle la musculosa. Fue una batalla extenuante. Tanto que a ella le quedaron restos de su propia carne pegados en sus uñas. En pocos minutos retorció la remera hasta hacerla finita y tirante como una soga. No había tiempo para más. Miró su cuello grueso y apretó, una y otra vez, despacio, luego más fuerte, con la leona cerrando los ojos en lenta agonía.
Caminó unos pasos. Volvió, y quizás impresionado por lo que acababa de hacer, la puso boca abajo. Agarró el pantalón celeste, se fumó un par de cigarrillos y salió del archivo de Economía con el cuerpo doblado por el cansancio. Matar, se dijo, matar a alguien es una tarea agotadora. Como correr una maratón.
Respirar no es oler
Jueves 22 de febrero de 2007, una tarde en la ciudad de La Plata
Marcelo Argañaraz, teniente bombero del Ministerio de Economía de la Provincia de Buenos Aires, dejó por un momento su puesto de vigilancia y cruzó la avenida 7 a comprar un paquete de cigarrillos. Hacia la izquierda del kiosco había una galería con pequeños negocios, y del otro lado una casona con una puerta de doble hoja de madera. Allí funcionaba el archivo del Ministerio.
Argañaraz quiso saciar la necesidad de fumar, como todos los días, y algo lo paralizó.
-Muchachos, acá tienen un fiambre- largó de golpe, y los empleados del kiosco rieron. Lo tildaron de loco
-El olor sale del pozo séptico de acá al lado. ¿Sabés que con la construcción hubo problemas con las cloacas?- contestó uno de los empleados.
Hacía bastante tiempo, la casona estaba en obra, y las cañerías habían estado tapadas. Argañaraz, obstinado, negó con la cabeza y cambió el humor. Nadie imaginó que estaba hablando en serio.
-No es olor a cloaca, muchachos. Este es el olor de un cadáver.
Los empleados dejaron de reír. Entre la tensión del diálogo y los clientes pasajeros que, como Argañaraz, sólo entraban para comprar algo y no para develar quién poseía la virtud del olfato, alguien se acordó de los carteles en los árboles con la foto de una joven desaparecida. Días atrás, un par de personas habían pegado unos papeles con la imagen de una chica peruana, vista por última vez en la vereda del kiosco. La conexión fue inmediata. El teniente sonaba creíble y, junto a los empleados, salieron hacia la calle.
Dieron unos pasos hacia la puerta de doble hoja de madera. El olor a podrido estallaba las bisagras. Argañaraz volvió hacia el Ministerio y pidió la llave de la casona a la intendencia. El Archivo tenía dos pisos, un salón principal y una escalera. Lucía deshabitado y las luces del hall principal estaban prendidas. El teniente subió primero, y en la puerta de la cocina, bajo el zumbido de una nube de moscas, halló el cuerpo de una joven, boca abajo, desnuda y en avanzado estado de descomposición. Una cosa era imaginárselo y otra verlo y olerlo, a centímetros de distancia.
Estaba con el corpiño puesto y un trapo anudado sobre el cuello: la habían estrangulado. Tiempo después se sabría que la mataron con su propia remera. En uno de los baños, a metros de la cocina, había una bombacha rosa. No había rastros del pantalón por ningún lado. Unas colillas de cigarrillos, arrojadas en el suelo entre las plumas de las palomas, parecían el único signo de una presencia humana alrededor del cadáver.
El Archivo estaba a punto de reabrirse al público, y había una gran expectativa entre los funcionarios. Durante casi un año, una tropa de albañiles, electricistas, pintores y herreros habían construido unas lujosas oficinas administrativas en la plata alta de la casona. El 7 de febrero se dio el cierre de obra y un pequeño inconveniente eléctrico, tras la instalación de los equipos de aire acondicionado, retrasó la inauguración. Desde la invasión de las palomas por los ventiluces del fondo, las oficinas, los baños y la cocina de la planta alta parecían un criadero de pájaros, con las plumas y las manchas blancas de los excrementos por todo el piso. La planta baja se utilizaba como depósito de construcción, no sólo del Archivo sino también de otras obras como Rentas, el edificio de la esquina, donde estaban arreglando unos baños. A la vuelta estaba la Lotería de la Provincia. Sobre la avenida 7 hay bancos, ministerios, facultades y cerca del Archivo está la plaza Italia, en una ciudad donde hay una plaza cada seis cuadras. Desde esa calle, todos los días, entraban por la puerta de doble hoja de madera decenas de personas, y muchas de ellas, llaves en mano, la abrían sin demasiados problemas.
Argañaraz fue uno más de ellos. El teniente bombero llamó a la policía; de pronto la ciudad fue otra, y el aire acumulado se fugó hacia la calle. Un cadáver en un edificio público era un suceso extraordinario. Una chica que pasaba por la vereda fue tomada como testigo, y a juzgar por el testimonio de la causa, es probable que haya sido la experiencia más traumática de su vida.
Más tarde, en la morgue, el cuerpo fue sometido a la rueda de identificación. La policía, que tenía la denuncia de desaparición hacía unos días y no había hecho los rastrillajes suficientes por la zona, convocó a los familiares. Se comprobó que el cuerpo había estado encerrado casi una semana. La cara estaba irreconocible: los seis días pasados a la intemperie, con más de treinta grados de calor, estropearon la carne y no era para menos, con ese sol del verano platense que parecía taladrar cementos y cráneos. Tenía un fuerte golpe en la cabeza, el pelo negro ensangrentado y las señales de una violación. Uno de los tatuajes estaba en el pecho, cerca del corazón; era el dibujo de una virgen semidesnuda bajo la palabra “virgo”. El otro estaba debajo de la nuca, un ideograma que significaba “Trabajo, Amor y Salud”. La madre de la joven, al borde del desmayo por el brutal desenlace, se negó a pasar. Los testigos que entraron, entre quienes estaban el novio y la suegra, vieron los tatuajes y no dudaron. Era Sandra Mercedes Ayala Gamboa.
Se busca niñera
La Plaza Italia está acostada sobre la avenida 7 y las diagonales que la cruzan crean uno de los puntos de tránsito más concurridos por los platenses. Es un festival de micros, locomotoras y taxis: a pocas cuadras se encuentra la estación de micros y, a unas tantas más, la de trenes. La plaza, durante los fines de semana, es la feria de los hippies y los artesanos. De noche es una zona mal iluminada, y por encima de las librerías, las pizzerías y los edificios públicos, nace otra vida. Bajo la penumbra, titilan las luces amarillas y rojas y un movimiento anónimo de cuerpos masculinos puebla incesantemente los prostíbulos, las mesas de pool y las agencias de acompañantes. El sexo y la droga se huelen en cada esquina: cumbias a todo volumen, bares con las persianas bajas, comida peruana y cerveza, banderas paraguayas, patrulleros estacionados y, de cuando en cuando, algunas trompadas, algún tiro.
Viernes 16 de febrero de 2007, 14.30, a unas cuadras de la plaza.
Un hombre delgado, morocho, cerca de treinta años y con una camisa manga corta a cuadros, preguntó en una verdulería si alguien conocía a una niñera. Su señora había dado a luz y necesitaba con urgencia que les cuidaran a sus otros hijos. Pagaba 10 pesos la hora. Minutos antes, Walter Silva De la Cruz, 38 años, peruano, había salido de la pensión de avenida 44 y 6. Era una residencia antigua, de aspecto lúgubre, un albergue céntrico y barato para migrantes. Walter entró al negocio y escuchó las palabras del hombre, le parecieron amables y educadas, y enseguida se acordó de Sandra, 21 años, también peruana, la novia de un amigo suyo llamado Augusto. La chica estaba buscando trabajo y vivía en el segundo piso de la pensión. Vilma, la suegra, era la dueña del edificio.
-Por favor señor, ella tiene que presentarse en media hora. No puedo esperar más. Hay otras personas interesadas- dijo el hombre delgado a Walter. Le anotó la dirección en un papelito y se fue hacia el lugar de la entrevista.
Walter llegó a la pensión y encontró a Sandra sentada en la escalera, pensativa, con las manos sobre las rodillas. Le comentó del trabajo y Sandra se interesó. Se puso un pantalón celeste y una musculosa, se hizo una colita en el pelo y salió hacia la entrevista, a unas cuatro cuadras de allí. Sandra llegó, pero no encontró a ningún hombre delgado y volvió a la pensión. Se encontró con Walter, que esta vez la acompañó. Llegaron hasta la avenida 7, entre 46 y 47, y también se perdieron, porque el papelito no tenía el número de la casa. Permanecieron quietos, pegados al Banco Columbia, de pie frente a un kiosco de revistas. Los últimos minutos de Sandra, a juzgar por las imágenes de una cámara de seguridad del banco, fueron los de una joven aburrida, con los brazos cruzados, la mirada distraída en la ciudad. Vestía unas sandalias blancas adornadas con perlas, era pecosa, circa 1,60 y tenía el pelo castaño hasta los hombros. Al lado suyo estaba Walter Silva. Nadie hubiera sospechado que quien aparecería por el costado izquierdo, un hombre bajo y cansino, con un cuaderno tipo espiral y lapicera en una mano, sería reconocido luego como el tipo que caminaba como la Pantera Rosa. Tampoco sabían que se llamaba Diego Cadícamo, un apellido con la melodía del tango.
Sandra, el vecino y el desconocido caminaron unos metros. El empleador detuvo la marcha frente a una puerta de doble hoja de madera, explicando que adentro haría la entrevista. Pidió si lo podían esperar entre 15 y 20 minutos, que tenía que ir a lo de una hermana a buscar a los hijos para presentárselos a Sandra. A los pocos minutos, Walter regresó a la pensión y ella quedó sola. Eran cerca de las 15.30. Nadie los vio entrar ni salir de la casona. Sandra desapareció completamente.
Augusto Jesús Díaz Minaya, 23 años, albañil, llegó a la pensión y preguntó por su novia. Leyó una notita que decía “amor, fui a ver un trabajo” y charló con Walter. A la tardecita, los dos fueron hacia la casona, golpearon la puerta, gritaron “Sandra”, “Sandra”, y unos vecinos los convencieron que no era una casa, que no vivía nadie, que se trataba de un lugar público. Los serenos del lugar los sacaron a los gritos. La policía tampoco los tomó en serio y desestimó el allanamiento. Al otro día, ambos hicieron la denuncia en la Comisaría 1ra. Desde Perú, a días de la desaparición, llegó Nelly, la madre de Sandra. Con Augusto y otros compatriotas colocaron carteles por la zona de Plaza Italia. Nelly fue al consulado y recibió un feroz maltrato: los empleados la humillaron porque era lenta y le costaba expresarse. La desaparición de Sandra Ayala Gamboa jamás fue un tema urgente ni importante para la cancillería de Perú. Pasó casi una semana. Nadie supo nada, nadie vio nada, nadie investigó nada.
La pesquisa
Es una mancha gigante sobre un papel. Tal como aparece, así de borroneada, no parecería ser el cuerpo de un posible asesino. El fiscal examina los bordes como un dibujante ante la obra más preciada.
-Tengo miedo que se mate. Es un tipo muy loco.
El póster, un ploteo de Diego Cadícamo a escala humana, estaba pegado con cinta en la pared de la fiscalía. Lo miraba de reojo todos los días para que el violador no se le borrara de la mente. Ahora el póster, enrollado, duerme dentro de un anaquel entre estantes divididos por nombres: “Ayala Gamboa”, “Serial” y “Barrabravas”.
-Sandra pudo haber sido mi hija. Me imaginaba la escena del crimen a cada rato. Cadícamo dándole un golpe anestésico para atontarla y Sandra haciéndole frente, luchando cuerpo a cuerpo. Era una piba con mucha vida. Sufrió mucho, pobrecita.
Diego Cadícamo, principal sospechoso del crimen de Ayala Gamboa, cayó a comienzos del 2010 en Apóstoles, un pueblo de Misiones. Hacía tres años que vivía en la casa de una hermana y un pariente le había dado trabajo en una empresa. Una tarde secuestró con una moto a una nena de 15 años. Se la llevó a un galpón, en la periferia, y la violó. En pleno acto, se escuchó el ruido de un motor. Alguien estaba acercándose. Preso de un ataque de furia, el violador intentó estrangularla y le pisó la cabeza con un borceguí. La chica se salvó con el arma del ingenio, fingiendo estar muerta en el último aliento de vida. Salió corriendo hacia la ruta, ahogada y desnuda. Una camioneta frenó, la auxilió y rápidamente se fueron a la comisaría. La lógica del pueblo chico, infierno grande, acabó con el arresto de Cadícamo: apenas la chica describió la moto y el físico del abusador, todos sabían de quién se trataba.
Los teléfonos sonaron en la Unidad Fiscal Nº4, y la información circuló entre los investigadores. Cartasegna armó un equipo con miembros de distintas fiscalías y ordenó el traslado del violador hacia La Plata. Era la pieza que completaba el rompecabezas.
No había pistas del violador desde que la fiscal Leila Aguilar había ordenado una extracción de ADN por una denuncia de violación a otra menor. Había sido el 28 de enero de 2007, en una obra en construcción, cerca de la calle 80 y 121. Era el barrio donde vivía Cadícamo. A la una de la tarde, bicicleta en mano, la amenazó con una pistola, la abusó y le dio cien pesos para que callara, pero la chica, vecina suya, lo reconoció meses más tarde en una carnicería y su madre llamó a la policía. Se lo detuvo y le extrajeron sangre. Cartasegna ordenó el cotejo de ADN de este caso con el de Misiones, con una colilla de cigarrillo en la escena de Sandra Ayala Gamboa y con los rastros de otras violaciones ocurridas en La Plata, entre 2005 y 2007. Se había armado la serie policial más escalofriante de los últimos tiempos. Era Diego Cadícamo.
El fiscal no se aguanta y larga la risa. Ríe como si estornudara, con un estrépito salido del pecho. Hay fotos de Cadícamo desparramadas por la mesa. En una de ellas, está haciendo “fuck you” a la cámara mientras sostiene un bebé. Luego aparece en una sesión de fotos, rapado, al lado de otros presos. Está sentado con las manos recogidas sobre las rodillas, un cigarrillo en la oreja, con ojotas, vaquero y una remera de la selección alemana, retraído, como si la directora de la escuela lo hubiera mandado a llamar y él fuera inocente. Flaco como un alfiler y encorvado, cuesta imaginar que, con su metro sesenta, haya alcanzado los pedales de la bicicleta todoterreno con la que solía pasear junto a sus víctimas. Es narigón, tiene los hombros caídos, las cejas de gallego, y parece una fiera extraviada, mansa en la quietud y peligrosa cuando vigila los movimientos de sus compañeros. Está encerrado en una celda de aislamiento en la Unidad 45 de máxima seguridad de Melchor Romero. Una cámara vigila sus movimientos. Pide a gritos por los hijos y una de sus últimas novias le lleva cosas. Antes de una rueda de reconocimiento, se pegó la cabeza contra los muros, sangró, y salió vendado para que no lo identificaran. No fue la única proeza: cuando tuvo las manos liberadas, se frotó incesantemente los ojos, provocándose una conjuntivitis que le deformó la cornea y alteró su mirada.
-¿Lo entrevistó muchas veces?
-Él me pide hablar. Habla mucho, llora, llora todo el tiempo. Una tarde entró a la fiscalía. Le di cigarrillos, bebidas y comida. Al rato, decía que le hice fumar para sacarle el ADN. ¡Lo tenía hace tiempo! Después me contaba que todo esto es una trampa que le hicieron unos familiares. Le dije que mentía, que tenía pruebas para acusarlo. No sabés la cara que puso. Nunca vi algo así. Te juro. El tipo estaba lo más débil, hablando bajito, llorando y de repente la cara se le transformó como un diablo. Salió de la oficina y saludó a las secretarias lo más bien. Ninguna mujer creyó que él era el violador serial.
-¿Se arrepintió de algo?
-No. Eh…no sé…digo con Ayala no, con los otros casos, no sé….
La Unidad Fiscal N 4 está en el fondo del Departamento Judicial de La Plata y es un laberinto de expedientes, pasillos angostos y secretarias que miran por encima de los anteojos. Fernando Cartasegna la comanda desde una oficina pequeña, donde falta el aire como en todo el espacio. Experto en abusos sexuales y los delitos de la trata, el fiscal dice que los violadores son hábiles y se perfeccionan: miran los noticieros para saber con qué tipo de pruebas cayeron otros. Cuenta el caso de Alberto Fabián Salas, “el violador de los edificios”. El tipo aparecía de golpe en los domicilios de sus víctimas, le daba un par de puñetazos y se las violaba. Pero antes de irse, las obligaba a bañarse frente suyo y a lavar su ropa.
El mundo de las víctimas tampoco es simple: a veces confunden, en el apuro por sacarse de encima el estigma de la violación, a sus verdaderos victimarios con otras personas. Pasó con Salas: un hombre fue mal acusado y un cotejo de ADN lo sacó de casi un año de cárcel. En todos los casos de Cadícamo hay semen y varios testigos. Menos uno: el de Ayala Gamboa. Se aguarda que una pericia científica certifique el abuso sexual por la posición en que se encontró el cuerpo. Lo que desvela a la fiscalía es el testimonio de Miguel Silva, el vecino que la acompañó a la entrevista. Único testigo, Silva es un tire y afloje: algunas feministas lo creen un “entregador”, los abogados de Nelly lo defienden, y la familia de Sandra lo rechaza. Silva se contradijo: pasó de reconocer a Cadícamo a dudar de él en un segundo reconocimiento. Pero hay quienes aseguran que es un tipo confiable, y en tal caso se quebró porque Nelly Gamboa le dio un cachetazo un día antes y condicionó su declaración. Uno ve la madre y se imagina a la hija, dice el fiscal.
-Usted no duda que fue Cadícamo, ¿pero qué pruebas tiene?
– Haré como el caso Miguel Bru. Tengo indicios contundentes. Es el patrón que utilizó con sus otras víctimas. Es su zona de violación y es un tipo que siempre tenía en mente el crimen. Además tengo cotejo de ADN en la colilla de cigarrillo y hay un cuasireconocimiento de un testigo.
-¿No había ADN de otras personas en la escena del crimen?
– Sí, pero el ADN de excepción es el de Cadícamo. No busquemos la quinta pata al gato. Pediré un castigo ejemplar y después veremos si hubo algún tipo de encubrimiento con el cuerpo. Apuesto al juicio. En el juicio, Silva tendrá enfrente a Cadícamo y no dudará. Y las pruebas serán abrumadoras.
Diego Cadícamo está con prisión preventiva desde febrero de 2010, a la espera de un juicio oral y público. La resolución judicial fue dictada por el juez de garantías César Melazo a pedido del fiscal, bajo los cargos de “robo calificado por el empleo de arma, abuso sexual con acceso carnal, coacción, robo simple, homicidio simple y abuso sexual con acceso carnal agravado por el empleo de arma”. Es uno de los casos más resonantes de los últimos tiempos, y la serie es un espejo donde la ciudad se mira con asombro: el violador actuaba de día, en un radio céntrico y a la vista de todos. Son nueve casos confirmados. La mayoría son chicas peruanas, y hay bolivianas y argentinas. Mujeres, muchas menores de edad, migrantes, desocupadas y pobres.
La cacería nunca acaba
Se cree que Diego Cadícamo, entre 2005 y 2010, tejió una red de abusos sexuales mucho mayor que los que tiene comprobados. Se imagina no sólo a las que agarró sino a las mujeres desconfiadas que no cayeron en su trampa, las que lo descubrieron y no se animaron a denunciarlo, las que violó y nunca dijeron nada. Es un tiempo inconmensurable: las horas que, en desesperante soledad, se pasaba en la calle, conociendo en detalle los lugares donde violaría, entrando y saliendo por puertas, locales, edificios, chocándose gente, parando a descansar en un banco de la plaza, pensando los rostros y luego yendo por los cuerpos menuditos que tanto le gustaban en una ciudad en la que habitan, además de jóvenes migrantes, mujeres de todo el país, altas, rubias, bajitas, morochas, gordas, flacas, las que trabajan y las que desean el tan añorado título universitario.
Siempre atacaba entre las nueve de la mañana y las cuatro de la tarde, la mayoría cerca de Plaza Italia y con diferentes modalidades. Las engañaba con entrevistas de trabajo pero también simulaba situaciones dramáticas. No era un cazador oculto. Más de una vez las sometía con armas blancas, a cara descubierta, y hasta robó. A veces actuaba solo, caminando, y otras en bicicleta, en una ciudad donde hay casi más bicicletas que autos. Casi todas sus víctimas se resistieron y él se ponía más agresivo: les apretaba el cuello, pegaba piñas, y las ataba con los cordones de las zapatillas, las tiras de las carteras o sogas.
A una piba de 20, empleada de una panadería, la agredió con un cuchillo del negocio y, en el inodoro del baño, pegándole piñas en la espalda, se la violó por atrás. Antes de irse con su bicicleta, robó cien pesos de la caja. No fue la única con la que usó un arma. A una menor la paró por la calle y le dijo que en su casa necesitaban una chica para las tareas de limpieza. Caminaron unas cuadras y llegaron a una obra en construcción. Allí la amenazó con un cuchillo de cocina y la abusó contra una pared descascarada.
Con el verso de la niñera capturó varias chicas. A una la citó en la puerta del complejo deportivo “La Cantera”, apoyó un arma en su cintura y la llevó hasta los baños, en el fondo del local. En el lugar, aparentemente, no había nadie. La ató con unos cables y en pocos minutos se la violó. A otra la convenció por la calle, se la llevó hasta una casa abandonada para entrevistarla, le tapó la boca con una media y después de abusarla, le sacó cien pesos de la cartera. Y, como con Ayala Gamboa, volvió a engañar a terceros. Paró a una piba por la calle pidiendo una niñera. La hermana de ella estaba buscando trabajo y la llamaron juntos desde un locutorio. A la media hora, se encontró a solas con la solicitante y fueron hasta el teatro La Hermandad del Princesa. Abrió la puerta de una sala, por la entrada principal, y en medio de la oscuridad se le tiró encima. La chica lo tomó de los pelos, gritó y él la acostó, se sentó en su vientre y le dio piñas en la panza. La penetró, esperó a que se cambiara y salió a la calle. En la puerta del teatro, tres personas conversaban animadamente. Habían estado allí cuando entraron, quince minutos antes, y aún seguían charlando, como si alrededor nada hubiera pasado.
Hay algunos casos, sin embargo, que se salen de la regla. Una vez fingió ser otra persona. Se hizo pasar por un amigo de la hermana de una piba y simuló un ataque de nervios para llamar su atención. Lo encontró desesperado en la puerta de un local y él le dijo que su hermana había tenido un accidente y estaba internada en una clínica. Dispuesto a acompañarla hasta el nosocomio, en realidad la llevó hasta un baldío, le puso el pene en la boca y luego la penetró por atrás. La piba se salvó de milagro. Si hubiera gritado con más fuerza cuando él dejó de taparle la boca, quizás estaríamos hablando de otro crimen.
La sangre brota
Ancón es un pueblo balneario de 30 mil habitantes, al norte de Lima. Poblado por pescadores, es famoso por los deportes acuáticos, las tumbas precolombinas y por ser la playa de los limeños acaudalados. En una de las esquinas rociadas por arena, un pibe tomaba unas cervezas con amigos. Se puso en pedo, y no supo que quien le gritaba como loca, avergonzada y con el cuerpo encima, era su hermana, una adolescente un año mayor que él. Entonces llegó un golpe seco, de esos que dejan un charco de sangre para que los amigos se burlen, entre incrédulos y nerviosos. Rony quedó con la mano en la nariz. Sandra le había roto el tabique de un cabezazo.
Rony ahora tiene 24 años, el pelo negro hasta los hombros, una gorra que ajusta la cabeza y la voz rasposa, acelerada, el timbre de un hombre adulto. Habla raro, como si tuviera un pequeño megáfono entre las cuerdas vocales. Los ojos achinados, los pómulos morados, las cejas gruesas: es igual a su hermana. Rony, en verdad, no se llama Rony: se llama Michael Felipe Ayala Gamboa. A Sandra le decíamos Daisy, dice Rony, con una boca de dientes enormes: los peruanos nos vivimos cambiando el nombre.
Son las dos de la tarde. Se sienta en un bar con las piernas abiertas, agitado, casi con la lengua afuera. No quiere pensar en el crimen aunque piensa: la mataron entre muchos. Dice que hay algo oscuro: no confía en el testimonio de Miguel Silva, a Augusto, el último novio, le tiene lástima y se ríe de la baja estatura de Diego Cadícamo. No le entra en la cabeza que un tipo tan flaquito y petiso hubiera podido estrangularla.
-Cadícamo no lo hizo solo. Lo vi en la cárcel una vez y casi me muero. Es un petiso que no vale nada. Mi hermana sabía pelear, chabón. Yo le enseñé a defenderse. Nosotros nos vivíamos golpeando y ella sí que pegaba fuerte, eh.
– Si no la mató Cadícamo, ¿quiénes mataron a Sandra?
– No sé, chabón. Creo que había ADN de otras personas en el edificio y el fiscal se hizo el pelotudo. No entiendo nada de la causa, pero hubo otras personas, estoy seguro. Hay un dicho que lo tengo bien claro. Acá en la tierra todo lo que hacemos, lo pagamos. Dios se nos lleva a las personas más buenas, y bueno, estamos acá por algo, ¿no?
Rony hace dos años que vive en La Plata y dice que está bien: la ciudad le gusta y conoce mucha gente. Rony no se vino sólo por Sandra: extrañaba mucho a la madre y fue la vía de escape de un desengaño amoroso. En el primer viaje a la Argentina, cuando todavía estaba de novio, se enteró que su chica lo había dejado por otro.Tengo miedo de enamorarme de nuevo, confiesa, y es difícil creerle: las chicas lo charlan y él les sonríe, les habla, las mira. Se sube la remera hasta los hombros. En el brazo izquierdo tiene un tatuaje con el nombre de su hermana. Lo acaricia. Se lo hizo después de que a ella “le pasó eso”.
-Sandra es una boluda. Yo le dije que no había necesidad de viajar a otro país. En Argentina no conocía a nadie, estaba solita. Era caprichosa. Se le ponía algo en la cabeza y hasta que no lo conseguía, no paraba.
Rony tenía 20 años. Era el 25 octubre del 2006 y un micro de la empresa Rápido estaba a punto de salir para Buenos Aires. Una chica bajita, coqueta, saludaba desde adentro. Era su hermana. La familia del novio le había dado todo lo que ella no hubiera podido conseguir por otros medios. El pasaje y el pasaporte, para cualquier migrante humilde, son un tesoro difícil de imaginar. Ella viajaba, según le juró a su madre, para estudiar medicina. Había rendido dos veces el examen de admisión en las universidades de Villareal y San Marcos sin haber alcanzado el límite de aprobación. El título de enfermera que ya poseía no era suficiente. Quería curar en serio, estar al frente de un consultorio, tener autoridad ante los pacientes. No hay como el guardapolvo blanco de un médico, les decía a todos.
-Quédese tranquila, mamita. Si me va bien, se vienen vos y Rony a vivir conmigo. Si me va mal, vuelvo.
El micro arrancó hacia la ruta. Tres días después, Sandra ya estaría en La Plata. De repente, Rony se desplomó y cayó de bruces al piso. Lo cachetearon. Era su primer desmayo.
-Una vida sufrida de trabajar y nada más. Siempre trabajar para tener algo. Nosotros a veces comíamos y a veces no comíamos. Vivíamos en un barrio con gente de plata, nos daba vergüenza. Yo vendía periódicos y Sandra trabajaba de enfermera, de cosmetóloga y vendía sandalias. Le encantaban los negocios. Mi mamá atendía una tiendita. Yo me la pasaba en la playa. Me portaba mal, mi hermana me lavaba la ropa y mi vieja renegaba.
El hermano de Sandra es un pibe tremendamente inquieto: los lunes hace teatro popular, los martes organiza una olla popular en la plaza San Martín, los miércoles y los jueves coordina los talleres de baile en el club Villa Argüello y los viernes tiene clases de murga. A Rony le encanta hablar de los “tallercitos”: de sus clases de hip-hop y danzas típicas del altiplano a chicos de entre 8 y 12 años. Le cansa la militancia pero trabaja en una cooperativa del Frente Darío Santilláncon una remera que dice “Yo trabajo sin patrón” y en ocasiones recorre los barrios como un político, hablándole a la gente sobre la historia del Frente. A mediados del año pasado, fue a un cumpleaños de un amigo en una casa de Berisso. La fiesta terminó y Rony tomó un remisse junto a una compañera travesti. Al rato, el remisero llamó a la policía: en unos minutos un móvil los sacó del coche y los detuvo. Rony fue liberado y la chica quedó demorada por averiguación de antecedentes. Días después, la trampa se hizo pública. La averiguación nunca existió: había sido violada por un par de oficiales.
Son las tres de la tarde, es un domingo nublado y hay gente alrededor de un colegio privado. Unos pibes pintan un mural y hacen una radio abierta sobre la última dictadura militar. Rony fue a coordinar un taller de murga. En un momento, apareció Rosa Bru y dijo que un pibe de gorrita y morocho, para la policía, es sinónimo de delincuente. Rony rió bajito. Estoy al horno, dijo, y confesó al oído que está un poco incómodo, que se quiere ir, que es un colegio de gente de plata: un colegio de caretas. La cara cambió cuando dos pibes tomaron el micrófono y se pusieron a rapear. Les hacía coros, los aplaudía.
Rapear es como liberar algo del cuerpo.
Rony se vuelve para Perú: la culpa es de la playa. En La Plata se siente activo, respetado, pero sin el mar la vida es aburrida. Nada le puede dar lo que siente tambaleándose sobre una tabla, desafiando la rompiente de las olas.
-Me gusta el peligro, tengo ganas de surfear. Una vez me choqué con un lobo marino
-¿Cómo?
-Pasé la franja permitida para nadar y de repente escuché el sonido de una bestia. Salió de las profundidades. Tenía unos bigotes enormes, era gigante. Los dientes, je, ni te cuento, chabón.
-¿Y qué hiciste?
-Me quedé quieto, duro como una tabla. Fue un minuto. No pasó nada. A esos animales si no les hacés nada, son mansos. Si te movés o los provocás, te morfan.
– ¿En La Plata no tuviste ese tipo de aventuras?
– No tantas. Es una ciudad linda, pero hay tipos malditos, eso no me gusta. Si yo hubiera estado antes, a mi hermana no le pasaba nada. Y si a mi vieja le llegan a faltar el respeto nomás, me vuelvo loco. Si la tocan a mi vieja, yo mato chabón. Mato, eh.
Tres tristes tigres
La madre de Sandra Ayala Gamboa es una señora menudita, pecosa, seria. Tiene cuarenta y pico, y llora mucho. Habla muy bajito, al borde del balbuceo. La Plata es una ciudad lluviosa. El barrio de Berisso donde vive, un vecindario de tierra que se recorta sobre los tanques de una empresa petroquímica, se convierte en un pantano. Un día resbaló y se rompió la rodilla. Nelly no tiene un trabajo estable y apenas se relaciona con los vecinos.
Hay dos Sandras en su cabeza. Una, la que ella conoció bien: la joven estudiosa, inteligente, simpática, la que, desde chiquita, se volvía loca cuando miraba a las doctoras. La otra, a la que cuesta imaginar, es la que se vino a la Argentina. La joven impulsiva, desapegada. Casi una extraña.
Nelly habla de Martín, el novio que Sandra tuvo antes de conocer a Augusto. La historia fue así. Martín y Sandra se conocieron en el cumple de quince de ella y salían hacía cinco años. Pero todo cambió cuando Martín, por mandato de su padre militar, entró al ejército. Martín se fue a un cuartel en Moquewa, un sitio lejísimos de Ancón. Se separaron: durante varios meses apenas si se hablaron por teléfono. En Moquewa vivía la madre de él y los fines de semana, como todo cadete, Martín aprovechaba los francos y salía a los boliches de la zona. En uno de esos días, Martín fue a tomarse un trago con un amigo. Estuvo unas horas en un bar y se le perdió el rastro. Lo que nadie hubiera pensado era que su novia, poco tiempo después, sería presa del mismo destino fatal. Nunca más se supo de él: estuvo desaparecido unos días hasta que un lugareño encontró su cuerpo cerca de un cerro. Lo habían asesinado salvajemente, a golpes. Era abril del 2006. Sandra se enteró y cayó en un pozo depresivo. Estuvo unos meses encerrada. Rony y Nelly no sabían qué hacer. A veces, somnolienta, respondía a los golpecitos en el vidrio de su cuarto, para que nadie se asustara. Sólo el estudio la conectaba con otro mundo: le quedaban pocas materias para recibirse de enfermera profesional.
Tras varias semanas, entre amigas y familiares la convencieron para que se pusiera linda y saliera a bailar. Fue con una amiga. Eran los primeros días de agosto y hacía mucho frío. El invierno, en la zona de Lima, dura hasta mediados de septiembre. Un 17 de ese mes, en 1985, nacía la chica que esa misma noche conocería el novio con el que dos meses más tarde viajaría a otro país. El chico, de nombre Augusto, era flaquito, ojos saltones y tenía unos años mayor que ella. Tenía mala fama y Rony, cuando se enteró, lo quiso cagar a trompadas y dejó de hablarle a su hermana por un tiempo. Augusto, en realidad, no vivía en Perú. Residía en Argentina y debía regresar en poco tiempo. Lo esperaban la madre, los hermanos y un trabajo de albañil. Ella se ilusionó: sabía que en ese país se podía estudiar gratis.
Sandra los reunió en un restaurant y les dijo que se iba. Así de simple. La chica que escuchaba Thalía y cocinaba arroz con pollo, la que hacía abdominales frente a todos, la de los cosméticos y los espejitos, esa misma, de golpe se inventaba otro destino en un país desconocido, sin trabajo a la vista y con un novio que apenas conocía. Hubo algo raro antes de la partida. Hubo algo raro en el crimen. Eso es la cabeza de Nelly: un río revuelto de sospechas. Habla de encubridores, de cómplices, de “los asesinos de mi hija”. Quizás por esa razón cambió de abogados más de una vez: la pista del violador serial que manejaron todos sus defensores nunca le cerró.
Tiene bolsas. Nelly siempre lleva alguna bolsa grande en una de las manos. Dice que cuando llegó a La Plata para buscar a su hija, la pensión se mostró hostil y que Miguel Silva la amenazó de muerte. Con los familiares de Augusto ni se habla. Nelly es una mujer triste, cansada y a la vez tiene un carácter duro, difícil de tratar, capaz de increpar a aliados y enemigos con tal de pensar que nadie le da atención por la muerte de su hija.
-Tengo muchas dudas. A mi hija le sacaron el documento y le robaron la plata que le mandé para que regresara a Perú, por eso salió a buscar un trabajo. En la pensión sufría maltratos. El pantalón de ella apareció hace poco en un tacho de basura cerca de Rentas.
-¿Cómo fue eso?
-Cuando encontraron a mi hija, estaba toda la ropa menos el pantalón. Y ahora lo encontró un hombre en la vereda del edificio. Estaba enrollado entre los residuos. Me parece muy misterioso todo eso, pero a los investigadores parece que no les llama la atención nada.
-¿Apoya la investigación del fiscal?
-El fiscal quiere cerrar la causa rápido, encerrar al violador y que el edificio vuelva a abrir las puertas. ¿De quiénes son los otros ADN que se encontraron en el lugar? Si no se investiga eso, yo pienso que el violador no actuó solo, que alguien lo ayudó a matar a mi hija.
-Pero su abogado también piensa que fue Cadícamo…
-Sí, ya sé, pero hay algo raro…
Los abogados de Nelly, Ernesto Martín y Pablo Oleaga, ponen la lupa en la llave de la casona. Creen que fue Cadícamo quien mató a Sandra, pero quieren saber si trabajaba en la obra del Archivo y develar cómo consiguió entrar con ella en una hora donde supuestamente no había nadie. La trama ocupa una buena parte de la causa. La obra finalizó el 7 de febrero. Entre el 14 y el 15, hubo un problema eléctrico en una de las fases. El 17 de febrero, un día después del crimen, el arquitecto Alberto Lucio Castillo y el maestro mayor de obras Luis Batteria ingresaron hasta planta alta y comprobaron el problema eléctrico. Battería fue hasta los baños y vio una bombacha sucia. Estos albañiles se la pasan de joda, le dijo a su compañero. El 18 de febrero el electricista Luis Vega entró a la casona y constató que el problema eléctrico venía de afuera, de la conexión de Edelap. Battería, Castillo y Vega, aparentemente no se cruzaron nunca. El 21 febrero, el técnico Horacio Alfonsin entró con un herrero a resolver un problema con los aires acondicionados. Fue por la planta baja hasta un patio interno, y desde allí vio un revuelo de moscas en el piso de arriba. Le ganó la curiosidad e intentó subir por las escaleras, pero un olor a podrido lo volteó y se retiró de la casona. Lo comunicó a un empleado de intendencia, al otro día fueron juntos a la puerta y extrañamente no olieron nada. Lo que sospechan los abogados es que alguno de estos hombres vio el cuerpo y miró hacia el costado. Esa sería la hipótesis del encubrimiento, agravada por tratarse de un edificio del estado.
Cuando sonríe, el rostro de Nelly, invadido por ojeras, saca el mejor brillo. Porque, detrás de su malestar cotidiano, hay una mujer muy joven, aguerrida, atractiva. Los dolores de cabeza y estómagos le son frecuentes: dos por tres se come las colas de los hospitales y deambula por consultorios públicos. De la cartera saca un pequeño álbum de fotos. Aparece Sandra, chiquitita entre hombres, aplicando una vacuna a un paciente en el día de graduación, con el diploma de enfermera en la mano. La cara redonda, el rostro simpático y el guardapolvo blanco, infaltable, pegado al cuerpo. Era uno de los doce que tenía: a cada manchón o pequeña rajadura, se compraba uno nuevo. Sandra vendiendo ropa en una feria. Sandra soplando las velitas en un cumpleaños. Y Nelly a su lado, aplaudiendo.
La tuvo a Sandra a los 17 y tres años después se separaría del marido. Un tema la relación con él: estuvieron años sin hablarse y apenas si se veían por intermedio de los hijos. Desde el crimen, todo cambió: volvieron a tratarse y ahora hablan seguido por teléfono. Su ex marido nunca viajó a La Plata. Dicen que el dolor lo apagó, le quitó fuerzas para vivir: tenía locura por su hija, con la que, a diferencia de Rony, los unía una excelente relación. Los restos de Sandra están en Cantogrande, su pueblo. Él se hizo cargo de los gastos del cementerio. Los vecinos que lo conocen afirman que es capaz de quedarse todo un día sentado en un banco cerca del féretro, cruzado de piernas y en silencio.
Sandra, desde pequeña, era una apasionada del conocimiento. Nelly recuerda el día que le compró un abecedario, en los años del jardín, y juntas anotaban las vocales y las consonantes para luego cantarlas. Entró antes que los demás a primer grado y terminó la secundaria a los quince con las mejores notas. Fue una enfermera precoz. Curaba a los vecinos, y cuando Nelly o Ronnie caían en cama por alguna gripe, allí estaba Sandra con los pañuelitos mojados, lista para bajar la fiebre colocándolos en la frente, de a uno por vez. Le gustaba tratar a los niños y a los abuelitos, como los llamaba. Ya estudiando enfermería, con una beca conseguida después de que el instituto la rechazara por ser menor y por su baja de estatura, pensaba fundar algún día un consultorio dedicado a ellos. El día del niño los peinaba, le regalaba cosas y Nelly se enojaba porque la plata en la casa no sobraba.
El dinero es un factor complejo. En la causa, Nelly dice que le mandaba entre 100 y 200 dólares por mes a su hija y que, la semana previa del crimen, le envío 200 dólares para que Sandra regresara. Había unos parientes en Retiro. Sandra, por teléfono, contó que el 14 de febrero, tres días antes de morir, se iría para allá. Los parientes luego declararon: habíamos quedado para encontrarnos el sábado 18 en la terminal de Retiro, pero ella no fue. Ni esos familiares, a los que nunca llegó a tratar, ni ninguna otra persona sabían que la tarde del día anterior Sandra se había extraviado del mundo tras una entrevista de trabajo.
Los tres tristes tigres. Era el nombre del trío: la madre y los dos hijos. Una suerte de alianza que Sandra quebraba a cada rato: se la pasaba fuera de casa, entre los vecinos, trabajando como enfermera en una clínica privada, haciendo negocios. Hubo un momento en que el mundo se la arrancó de cuajo. Fue cuando Sandra empezó a ir como voluntaria a La Posta, el nombre que tienen las salitas de salud en Perú. Los médicos la venían a buscar con la ambulancia y cuando veía la luz de la sirena, Nelly se ponía nerviosa y salía a la calle. Quería discutir con ellos, no se podía controlar.
-¿Qué les decía?
– Rogaba que la trataran bien, que no la dejaran venirse sola a casa. Sandra miraba hacia otro lado, le daba vergüenza. Soy grande, decía. Ay mamá, cuando uno sabe uno tiene que ayudar, no sea mezquina, voy y ahora vuelvo. Eso me decía.
La Pantera Rosa
Son las once del mediodía. La voz gruesa, de locutor, se amplifica entre las mesas. Miguel Maldonado levanta la mano y pide un cortado. Las mozas, rubias y jóvenes, le sonríen. El hombre que alguna vez se candidateó como senador provincial por el “lavagnismo peronista” es el perito forense y psiquiátrico del caso de Ayala Gamboa. Es un hombre apurado: el reloj enorme que asoma sobre la muñeca derecha canta tic tac, tic tac, y él no puede dejar de mirarlo.
-¿Qué tipo de violador es Cadícamo?
-Cadícamo es muy primitivo: un violador de manual. Un mismo modus operandi y un patrón de conducta que se explica por su cuento de la búsqueda de una niñera para que cuide a las hijas. A algunas víctimas las montaba en bici y las llevaba hasta el lugar en el que se las violaba. El perfil de víctima es clarísimo: chicas con rasgos que son propios del altiplano, morochitas, pelo lacio, bajitas.
-En casi todos los casos, violó y dejó ir a las mujeres. ¿Qué pasó con Sandra?
– Cuando participé en la autopsia, nos quedaron algunas dudas si había sido violada, porque el cuerpo estaba en avanzado estado de putrefacción. Pasaron muchos días, y a veces se desdibujan los signos que en un cadáver reciente, de 24 ó 48 horas, son más fáciles de identificar. A Sandra la mató porque ella se resistió tenazmente. Era un tipo brutal, violento en extremo cuando no podía dominar a su víctima.
El psiquiatra saluda a todo el mundo. El bar es un panteón griego y lo pueblan abogados, fiscales, contadores y políticos. Todos saben quién es Maldonado. La pelada, las arrugas en la frente, la mirada grave, el pelo blanco. Un médico legista que escribe una columna semanal en un diario platense, dicta conferencias sobre delitos sexuales, y es titular de una cátedra en la facultad de Medicina.Sandra se resistió tenazmente. Las palabras se repiten, como un eco. Hay carne en sus uñas: es la propia carne de ella, que peleó para que no le sacaran la remera y la estrangularan.
-¿Qué tipo de pena pediría para Cadícamo?
– Debería dársele la perpetua, en un instituto especial, con severísimas normas disciplinarias y trabajo obligatorio.
Es la única forma de canalizar la pulsión que tiene por la violencia. Este tipo se las violaba directamente por el ano, es un ser sumamente agresivo. Cadícamo ya hizo un par de parodias, él se declara inocente y dice que todo es una trampa que le está haciendo un hermano. Los violadores como él tienen desórdenes de personalidad, no son enfermos mentales, y por ahora son individuos de nula reinserción social. No sirve que le den diez o veinte años, lamentablemente no se pueden mejorar porque además, en las cárceles, no hay tratamiento adecuado para ellos. Son irrecuperables.
Nacido en la provincia de Buenos Aires y criado en Misiones, con un corte en la cabeza que algunos creen fruto de un hachazo de su madre al grito de “vas a ser mujeriego como tu padre”, Cadícamo, de 33 años, maestro mayor de obras y un cuerpo tan diminuto como infantil, tiene alrededor de cinco hijos aunque se calcula que por sus relaciones ocasionales tendría un par más. Camina como la Pantera Rosa. Eso dijeron la mayoría de sus víctimas cuando debieron resaltar algún rasgo físico. No era casual: si algo compartieron con él, más que el tiempo de los abusos, fueron los largos recorridos hasta los sitios de violación.
Cadícamo llevaba una vida desordenada. Había tenido un par de novias y casi todas ellas hablaban de él con desprecio: era un tipo de poco esfuerzo, habituado a pasar el día tirado en el sillón, haciendo zapping y fumando un cigarrillo tras otro. Algunas lo veían como un niño deprimido, tan refugiado en su propio vacío, que salía por alguna diversión para después retornar a la rutina de la dejadez. Otras pensaban que era un tipo raro, incluso astuto, y más de una vez lo habían descubierto en la oscuridad, ofreciendo a ciertas personas los manojos de llaves de obras en construcción.
El perito está contento. No se captura a un violador serial todos los días: de cada cuatro casos de violación sólo se denuncia uno y los equipos de investigación criminal no están capacitados para estudiar la psicología de los violadores. Hay pistas en el camino y están las huellas: el área geográfica en la que se mueven y los modus operandi que utilizan. Maldonado dice que nuestro país no tiene la logística para establecer una vigilancia sobre los acosadores. Cadícamo se movía en su área de confort, en especial las obras en construcción y los edificios abandonados. Como él, hay montones, sueltos y anónimos. Hay que caminar con cuidado: nuestra ciudad es peligrosa, dice.
A plena luz del día, despreocupado, Miguel Maldonado sale hacia la calle, la mirada en el reloj, los dedos en el celular. Entre el hormigueo de gente, donde miles de ojos nunca se chocan, es una sombra más que se pierde en el murmullo de la ciudad.
Todas somos Sandra
Dos mujeres se abrazan en la entrada de un bar y cuando parecieran despedirse, giran, abren la puerta y entran sonriendo. Primero Nelly y después una mujer canosa, cuarentona, de rasgos andinos. Nadie la había citado y sin embargo se sienta, cruza las piernas y estira la mano.
– Soy Isabel Burgos, soy psicóloga, soy feminista – dice, con una sonrisa de lado, la boca ancha, las manos curtidas.
Es la coordinadora de la Asamblea por Sandra, un espacio que ganó fuerza en las primeras marchas aunque con los años se desgastó, muchas se fueron, otras se pelearon y hoy está en terapia intensiva, aunque Isabel sigue firme con el caso: la acaban de designar perita de parte de Cadícamo y la emoción brota de sus ojos cansados. Hay una escena, dice, que lo explica todo. En una de las pericias psicológicas, el violador recordó su infancia y narró los días de pesca en Misiones. Habló de pesca pero también de caza. Cazaba helicópteros y mariposas con una red. A ninguno de los bichos los mataba. Pero a las libélulas las ataba con un hilo, en fila, usándolas luego como carnada. Cadícamo les decía eso a sus novias, en La Plata, cuando salía por las tardes y regresaba a cualquier hora: que se iba de pesca.
-El perito Maldonado cree que Cadícamo tiene desórdenes de personalidad pero no estoy de acuerdo. Más bien, tiene una personalidad dominante, perversa, y si bien es un fabulador extraordinario y se crea ficciones todo el tiempo, creemos que tiene intacto el principio de realidad y es totalmente consciente de lo que hizo.
Isabel se está por mudar de casa y esboza una mueca de nostalgia: perdió a su gato, que salió un día y no volvió más. Se acomoda el pelo, abre los ojos y convida un mate. Ando a mil, dice. Chilena, divorciada, madre de dos hijos, se dedica a trabajar con las mujeres víctimas de violencia. Una noche, el ex marido de una de ellas la estaba esperando al pie de un árbol, en la vereda de su casa. Isabel le pegó un grito, amenazándolo con que iba a llamar a la policía, y el tipo se escapó corriendo.
-Estoy acostumbrada a que pasen esas cosas. A esos tipos hay que asustarlos un poco y se dejan de hacer los machitos. El problema es que a las mujeres golpeadas hay que acompañarlas a todos lados, porque nadie les da pelota. Son muy vulnerables, presas fáciles de cualquier agresión.
-¿Qué creés que pasó con Sandra?
-Un femicidio. Creo que Diego Cadícamo la violó pero que hubo otras personas en la escena del crimen. Él no la mató solo. Está la policía, está la gente del ministerio. No existe un único culpable. Hay responsabilidades políticas y una trama de complicidad encubierta.
-¿Y quiénes fueron, entonces?
-Estoy convencida que detrás del crimen de Sandra hay una mafia. Hay muchos puntos oscuros.
La feminista dice que la causa “se empiojó”: en los tres años que estuvo en manos del fiscal Morán, engordando en doce cuerpos, se llegó a pensar en hipótesis casi disparatadas, desde una asfixia por “juego sexual” hasta un posible caso de trata de personas. En el medio, se investigó a un montón de gente, entre las que estaba Cadícamo. Hay distintas versiones sobre el cambio de fiscalía. Unos dicen que el cambio fue impulsado por los abogados de Nelly Gamboa porque corría riesgo de ser archivada. Otros aseguran que el traspaso fue en unas vacaciones de Morán. Burgos apoya a Cartasegna pero se pregunta por las huellas encontradas en la cercanía del cuerpo. Y agrega otras cosas. Dice que, según una ex mujer, Cadícamo tiene mucha plata en una cuenta bancaria. Está la empresa Surcos, donde supuestamente trabajó, asociada a los fertilizantes químicos, al negocio oscuro de la soja y a los cabarets pueblerinos. Hay un accidente y un crimen ocurridos meses después del crimen. El accidente: el de un abogado de derechos humanos relacionado a la investigación. El crimen: el de un representante de una banda legendaria de música peruana que apareció nombrado en la causa como un viejo conocedor de la pensión en la que vivía Sandra.
Los ventanales están abiertos de par en par: son tan amplios que cualquier persona podría dar un salto y chocarse con un sillón, una biblioteca con libros de psicología y los juguetes de los niños. Isabel pone música clásica en la computadora y se disculpa: los parlantes son malos y la melodía suena distorsionada. Es una rutina: llega del trabajo, la casa es un caos, y la sinfónica acompaña la danza del cigarrillo, uno tras otro. Isabel sigue con los puntos oscuros. Hay viejas militantes feministas que me aconsejan que no siga investigando más. Tengo miedo por mi familia, dice. Humo, humo, y la cabeza hundida entre los hombros.
-¿Creés que el violador entró así nomás a un edificio estatal, subió a un primer piso con Sandra sin que a nadie le llamara la atención, se la violó, luego la mató y salió por la puerta como si no hubiera pasado nada? ¡Es un edificio público!! Por favor, por favor…
Isabel apunta a la pensión. Augusto declaró en la causa: “Sandra no iba sola a ninguna lado”. Hubo varios episodios de violencia. Un mes antes de su muerte, Sandra estuvo en la Comisaría 1ma denunciando que la suegra, la cuñada y el novio la agredían tanto física como verbalmente. Que la hacían trabajar en un geriátrico por poco dinero y ella iba con desgano. El 3 de febrero, la oficial Lorena Calderón fue a la pensión y vio una pelea familiar. Sandra le dijo que se había peleado con el novio porque estaba borracho y la familia, defendiéndolo, la atacó. Calderón describió a Sandra: “se la veía desesperada por irse de ahí”. El 10 de febrero, la oficial Cecilia Pinha estaba en una rutina de vigilancia cuando vio a una pareja discutiendo en la puerta de la pensión. Eran Sandra y Augusto. Una vez más, Sandra dijo que el novio la tenía cansada por sus borracheras y agregó dos cosas más. Primero, que en la pensión le habían quitado su documento. Segundo, que tenía pensado volver a Perú el 22 de febrero. O sea: cinco días después que la mataran.
– Ahora se quiere apurar la causa para poder reabrir el edificio público, cuando, para nosotras, es un símbolo de los femicidios que hay en la ciudad. Quieren destruir la intervención cultural y política que representa la fachada. ¿No es raro?
Arriba, abajo, encima del archivo de Economía (hoy propiedad de Rentas), hay carteles, flores, cartas y velas. La pared está completamente pintada de rojo. El rostro de Sandra, gigante, ocupa el centro. La casona, cerrada desde el crimen, luce abandonada, hay un balcón roído por la humedad y tres ventanales cerrados. A lo largo de toda la cuadra, una serie de graffitis, stencils y banderas, rezanTodas somos Sandra. ARBA=femicidio. Nosotras no nos callamos. Casa Sandra Ayala Gamboa. Basta de impunidad, ni un femicidio más. Es justo para todos. SARBA: Sandra repudia al gobierno de la provincia de Buenos Aires. Abren edificios, encubren responsables, cierran causas.
Una joven desaparece como por arte de magia y aparece muerta en un edificio público. El crimen de Ayala Gamboa, por su carácter emblemático, golpeó algunas conciencias. La cara de Sandra, incrustada en las paredes céntricas, es un signo incómodo. Es una imagen que manifiesta una realidad: las mujeres de clase baja, pese a ser mayoría, siguen siendo pisoteadas. Porque, detrás de los enigmas del caso, hay un telón de fondo que el violador serial destapó como una olla a presión. La ciudad se sirve de los pobres cuando los necesita y rápidamente los discrimina, los expulsa. Son migrantes y pobladores de la periferia que no la tienen fácil y deben hacer enormes sacrificios para vivir. Son mujeres que están expuestas a cualquier tipo de abuso. No son las que tienen el respaldo de una familia ni de ninguna institución. No son las que cuentan con un destino asegurado ni una estabilidad afectiva. Son las que, si alguna vez acceden a la universidad, deben abandonar por la carga de más de diez horas de trabajo diario. Son las que, como Sandra y como tantas otras, sueñan con una ilusión hecha de barro, las que luchan con hijos a cuestas después de la fuga de los maridos, las que se desesperan por una paga de diez pesos por hora. Las que son tratadas como carne de cañón, las que esperan que sus casos no se archiven en la justicia y así decir ¡hola! Me llamo fulana de tal y también quiero estudiar, trabajar, comer, divertirme y disfrutar de la vida como usted señor, como usted señora.
Foto: Cristian Prieto Carrasco
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