En unos meses cumplo 35 años. La primera vez que decidí ponerme un short corto fue hace unos 5 y estaba muerta de calor en una ciudad al otro lado del Atlántico. Ahí, lejos de lo que yo llamo casa, pedí prestadas unas tijeras y corté el jean con el que me venía derritiendo hacía 20 días. La libertad se instaló en mis piernas, en mi deseo intenso de mar, y me viene acompañando cada verano en la ciudad de la furia desde aquella vez.
La pregunta es ¿por qué tardé 30 años?
Soy hija del calor y la humedad. Nacida y criada en Asunción del Paraguay, donde el calor es una constante no una estación. A pesar de vivir la mitad de mi vida en ese clima, pasada mi infancia los shorts, las musculosas y las mallas fueron desterradas de mi ropero. Los ‘80/’90 podían tolerar los rollitos y las panzas infantiles, pero en la pubertad el escenario se volvió completamente diferente.
Comenzaba la intensa batalla contra mis grasas y con ella una prohibición que duraría años: “No mostrarás tu cuerpo gordo”. Mandamiento implícito que parecía ser conocido y practicado por todxs, con particular énfasis en las vendedoras de ropa, quienes desde que entraba en un local se encargaban de señalar lo incorrecto de mi cuerpo y la necesidad de que esté oculto a lxs demás.
En esa época apareció la remera arriba de la malla y se instaló ahí por una década. No recuerdo haber hecho ningún comentario al respecto, asumí silenciosamente el destino que el país de los ríos le deparaba a las corporalidades gordas: remera y short para el arroyo. 40 grados a la sombra y siempre cubierta.
Hoy pienso que tampoco tenía muchas herramientas para poder cuestionarlo, porque por donde miraba (revistas, publicidades, programas de televisión) no aparecía ningún cuerpo gordo usando un traje de baño o una musculosa o un short corto. No aparecía ningún cuerpo gordo en las fotos de las fiestas de pileta o bailando en las comparsas de los carnavales. Y si aparecían eran visibles sólo a costa de mostrar esos cuerpos gordos como el signo de todo lo que debe ser retirado, reducido, quemado y adelgazado. Aparecían sólo a costa de ser el antes de un después brillante, hermoso y flaco.
Como señala la activista gorda Charlotte Cooper en su texto Gordx sin cabeza (Traducido por Nicolás Cuello) “lo que nos muestran estas imágenes son objetos, nos muestran kilos, nos muestran síntomas de una epidemia mortífera e indeseable: somos presentados como objetos, como símbolos, como un problema colectivo, como algo que tiene que ser discutido” y eliminado.
Lo que hoy sí puedo pensar es que esas imágenes que vemos cotidianamente no son un reflejo fiel de la sociedad, de las personas, de los cuerpos. No son el reflejo de lo que hace falta tener para disfrutar y ser felices, son generadas por un mercado que vende nuestros cuerpos como un problema y nos empuja a consumir para poder solucionarlo, una industria médica de la dieta que dicta que el único camino para “llegar al verano” es ser portadores de un cuerpo flaco y con ese enunciado en forma de verdad genera las condiciones de posibilidad en que sus productos y servicios serán demandados y consumidos.
El día que agarré las tijeras y corté el jean no me quería especialmente mucho. Pero lo que sí sentí fue una potente necesidad de ejercer el derecho a no sufrir más, de poner un alto y quebrar ese mandamiento implícito de que nuestros cuerpos no pueden mostrarse y que debemos sentirnos culpables, ser castigados y escondidos.
Lo que me hizo agarrar las tijeras fue la rebeldía y esa enorme necesidad de dejar que la piel se roce con el agua. Tenemos un cuerpo y es verano: ¡inundemos los ríos, los mares y los lagos! No tenemos un solo kilo que perder.